Capítulo XXII

¡ESTOS CHICOS SON FORMIDABLES!

¡Cuántas exclamaciones de alegría lanzaron Juana y Ana al ver llegar a los cuatro felizmente a «Villa Kirrin»! Eran las tres y media de la madrugada. Juana estaba todavía despierta, pero Ana acababa de acostarse. Dormía en la habitación de Juana para no estar sola y Sally también estaba con ellas.

La historia de la aventura fue narrada una y otra vez. Primero Dick, después Julián, luego Jorge y, por último, Jo. Todos ellos hablaban sin parar, excitados y felices.

Sally corría de uno a otro lado o jugueteaba con Tim, pero a veces bajaba su expresivo rabo y quedaba cabizbaja, al recordar que Berta no se encontraba allí.

—¡Santo Dios! —exclamó Dick abriendo los postigos de la sala de estar—. ¡Pero si ya es día! Ha salido el sol. Y yo que estaba convencido de que aún era noche oscura.

—Entonces es inútil que nos acostemos. Venga ese magnífico desayuno en seguida: jamón, huevos, tomates, pan tostado. ¡Ah! Y, además, setas. ¿Tienes setas, Juana? Y todo acompañado de cantidades astronómicas de café caliente, mantequilla y mermelada. ¡Tengo un hambre canina!

Todos descubrieron que también tenían un apetito feroz. Poco después, todo el mundo estaba alrededor de la mesa, tragando como si no hubiesen comido en un mes.

—¡Ya no puedo más! —suspiró más tarde Dick—. Y no comprendo lo que pasa a mis ojos: se me están cerrando.

—Los míos también —aseguró Jorge—. Juana, no nos obligarás a lavarnos, ¿verdad que no?

—¡Seguro que no! —contestó Juana compasivamente—. Subid ya a vuestras camas. No hace falta siquiera que os desnudéis.

—Tengo una sensación como si me faltara por cumplir algo importante, pero no acierto qué demonios puede ser —manifestó Julián mientras subía las escaleras—. No logro recordarlo.

Se tiró sobre su cama y se quedó dormido como un tronco tan pronto como su cabeza tocó la almohada. A los dos minutos, todos dormían, excepto Juana. Ésta se entretuvo en dar de beber a Tim y luego lo colocó a los pies de la cama de Jorge. El perro se quedó arrollado como de costumbre. Juana también se tumbó entonces con la intención de descansar, aunque no quería dormirse. Sin embargo, pronto se quedó dormida.

El sol fue elevándose por el cielo en su carrera diaria. El lechero se acercó como cada día por el camino y colocó cuatro botellas de leche en el umbral. Las gaviotas trazaban sus rítmicos círculos sobre la bahía. Pero nadie se enteraba en «Villa Kirrin».

Por la verja principal entró un coche seguido de otro. Del primero descendieron tío Quintín, tía Fanny, el señor Elbur Wright y… ¡Berta!

Del segundo salió el sargento y su ayudante.

Berta corrió hacia la puerta principal. ¡Estaba cerrada! Dio la vuelta hacia la puerta posterior y también la halló cerrada, como asimismo la de la cocina.

—¡Caramba! Tendremos que llamar —exclamó—. Todas las puertas están cerradas.

De pronto se oyeron unos estruendosos ladridos en el piso superior y la cabeza de Sally asomó por la ventana de un dormitorio.

Cuando se convenció de que era verdaderamente Berta quien llamaba, se precipitó escaleras abajo y comenzó a rascar la puerta de entrada.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están todos? —preguntó tía Fanny, asombrada—. ¡Todas las puertas cerradas y son ya las diez de la mañana! ¡Qué raro es todo! ¿Dónde estarán esos chicos?

—Yo llevo mi llave —recordó entonces tío Quintín. Y abrió la puerta principal.

Sal/y saltó entonces a los brazos de Berta y se puso a lamer su cara de la frente a la barbilla.

Tía Fanny penetró en el vestíbulo y llamó:

—¿No hay nadie en casa?

No hubo contestación. Silencio absoluto. Tim había oído su llamada, pero, al ver que Jorge no se movía, optó por quedarse tranquilo también. No quería abandonar a su amita ni un solo momento, ni siquiera para ir al piso de abajo. Tía Fanny recorrió una a una todas las habitaciones de la planta baja.

Nadie en absoluto.

En efecto, no había nadie por ninguna parte. Se extrañó al ver restos de comida encima de la mesa del comedor y, más todavía, al descubrir en la cocina los platos y las tazas sucias. ¿En qué estaría pensando Juana para dejar todo aquello así? ¿Dónde se encontraban todos? No esperaba hallar a Jorge, pues sabía que estaba secuestrada, pero ¿dónde estaban los otros?

Subió al piso de arriba, seguida por su marido, Berta y su padre. Todos estaban realmente intrigados. Por fin entraron en el cuarto de Julián. ¡Santo Dios! Pero si estaba allí. Y Dick también. ¡Tumbados de cualquier manera sobre sus camas, profundamente dormidos!

Tía Fanny no podía explicarse aquello. Imposible comprender cómo dormían a aquellas horas. Luego entró en el cuarto de las chicas. Y allí encontró a Ana, también profundamente dormida y… ¡Dios del cielo!, también Jorge estaba allí. ¡Pero si la habían raptado! Entonces, ¿dónde? ¿Por qué? ¿Cuándo…?

Se acercó con cuidado hacia Jorge, dormida, y la abrazó con emoción. ¡Había pasado tanta pena por ella y ahora estaba allí, sana y salva al fin!

Jorge se despertó. Se incorporó y, pasado el primer desconcierto, se abrazó también a su madre:

—¡Oh, estáis de vuelta! ¡Qué estupendo! ¿Cuándo habéis llegado?

—Ahora mismo acabamos de llegar —contestó su madre—. Pero, dinos, Jorge, ¿cómo es que estabais todos durmiendo? ¡Y tú también aquí! Pensábamos que te habían…

—¡Oh, mamá, pobrecita! —interrumpió Jorge—. No sabes ni la mitad de la historia, ¿verdad? ¡Pero si también está aquí Berta y su padre! ¡Hurra! ¡Ya estamos todos!

Aún estaba medio dormida y empezó a dudar de si no se trataría de un sueño todo aquello que veía. Pero entonces se despertó Ana y chilló de alegría, con lo que también Julián y Dick salieron de su sueño. Ambos entraron en la habitación, repleta ya, y pronto se armó tal jaleo que Juana y Jo, que dormían en la del piso alto, también se despertaron.

Bajaron con cara de sueño. Juana, balbuceando excusas, corrió escaleras abajo para calentar café, pero se dio de bruces con los policías que se hallaban en el vestíbulo. Soltó un chillido de susto.

—Perdone, señorita —dijo el sargento a Juana, a quien sostenía para que no cayera—, ¿es que todo el mundo piensa quedarse arriba? Estamos aquí para custodiar a la señorita Berta.

—¡Oh, Dios mío! —suspiró Juana—. Ya no hace falta ahora. —Se repuso y continuó—: ¿No les telefoneó el señorito Julián la noche pasada, mejor dicho, esta madrugada? Creí que iba a hacerlo.

—¿Para qué? —preguntó el sargento.

—Para hablarles de los secuestradores. Todo ha terminado bien —explicó Juana a los dos boquiabiertos policías—. Tenemos de nuevo a la señorita Jorge con nosotros. ¡Ay! ¡Santo cielo! ¡Esos malvados! Pero, ¿no saben que los tenemos encerrados y esperándoles? ¿No se lo han dicho todavía?

—Vamos a ver, señorita, ¿de qué demonios está usted hablando? —preguntó el sargento, totalmente desconcertado—. ¿Qué es eso tan absurdo que nos cuenta de unos secuestradores encerrados y esperándonos…?

—¡Señorito Julián! —llamó entonces Juana—. La policía está aquí. Usted se olvidó de telefonearles y explicarles lo que pasó esta noche. ¿No sería mejor que fuesen ya a aquella casa para capturar a los hombres? ¿No le parece?

—Ya sabía yo que me olvidaba de algo ayer —dijo Julián dándose un golpe en la frente y corriendo escaleras abajo—. Tuve la intención de avisarles, pero estaba tan rendido que se me fue el santo al cielo. ¡Perdón!

Todos los demás fueron bajando y entraron en el cuarto de estar. Jo estaba asustada al ver tanta gente en la casa y de ninguna manera quiso sentarse cerca de los policías.

—Nos acaban de comunicar, señor Wright, que no hay necesidad de custodiar a su hija ahora —dijo el sargento en tono oficial, aunque algo molesto—. Al parecer, la policía es la última en enterarse de las cosas.

—Bueno, la cuestión es que descubrimos que Gringo, propietario de una feria llamada «Feria de Gringo», recibió dinero por raptar a Berta —explicó Julián—. Pero, por equivocación, secuestró a Jorge. Nosotros descubrimos el lugar en que Gringo la había escondido y fuimos a rescatarla anoche. Ahora sigue tú, Dick.

—… Y dejamos allí a Gringo y a sus compinches encerrados en unas habitaciones de la planta baja de aquella casa y a otros dos individuos en un cuarto del piso de arriba. Luego hemos dejado la puerta principal y el portón de entrada abiertos para que ustedes pudiesen entrar fácilmente —continuó Dick—. De manera que no hay que preocuparse mucho, sargento. Hemos procurado que lo tuvieran todo a punto. Nosotros hemos rescatado a Jorge, como pueden comprobar ustedes, y ahora la policía se encargará de detener a los culpables.

El sargento ponía una cara escéptica, como si no creyese ni una palabra de aquella historia. Tío Quintín le golpeó la espalda.

—Bien, despierte, hombre. Se le escaparán antes de que usted los agarre si no reacciona de prisa.

—¿Cuál es la dirección? —preguntó al fin el sargento en pleno despiste.

—No conozco ni el nombre de la casa ni el del camino que lleva a ella —contestó Julián—. Pero atraviesen ustedes el pueblo de Twining y giren a la izquierda. Es la casa que hay en la cumbre de la colina.

—¿Cómo descubrieron todo esto? —se atrevió por fin a preguntar el sargento.

—Es demasiado largo para explicarlo ahora —contestó Dick—. Escribiremos un libro contándolo todo y le dedicaremos un ejemplar. Lo titularemos… lo titularemos… ¡Hum! ¿Cómo lo llamaremos? Vosotros, ayudadme. Fue una aventura muy especial, terminó con todos roncando en las camas.

—¡Necesito café! —gruñó el tío Quintín—. Creo que hemos hablado bastante ya. Ustedes vayan ahora por los secuestradores, buenos hombres.

Los policías desaparecieron rápidamente. El señor Elbur Wright, radiante de felicidad, tenía a Berta sobre sus rodillas.

—Bien, esto es un auténtico «final feliz». Gracias a Dios, podré llevarme conmigo a mi pequeña Berta.

—¡Oh, no! —sollozó Berta ante la sorpresa de su padre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Papaíto, sé bueno y déjame quedar aquí —imploró Berta—. Estos niños son «marravillosos».

—¡Maravillosos! ¡Maravillosos! ¡Maravillosos! —contestaron todos a coro.

—Déjela que se quede si lo desea —intercedió tía Fanny—. Pero esta vez como chica, no como chico.

Jorge soltó un suspiro de alivio. ¡Eso estaba mucho mejor! No le importaba tener a Berta como niña, aunque fuera tan tontaina.

—¡Guau! —interrumpió repentinamente Tim, sobresaltando a todos.

—Dice que está muy contento de que te quedes, Berta, porque entonces la perrita Sally también se quedará —tradujo Dick—. Así tendrá alguien con quien jugar.

—¿Es verdad que enviaremos al sargento un libro sobre esta aventura? —preguntó Ana—. ¿Lo dijiste en serio, Dick?

—Desde luego —afirmó Dick—. Ésta será nuestra aventura número catorce. ¡Y muchas otras que viviremos después! ¿Cómo titularemos este libro?

—Ya lo sé —intervino Jorge de pronto—. Ya lo sé: Los Cinco se divierten.

Bien. Esto es todo. Así lo titularon y esperan que os haya gustado.

F I N