Capítulo XXI

¡ALGO TOTALMENTE INESPERADO!

Pronto se armó un gran alboroto en aquella vieja casa. Los que dormían en el piso de arriba se despertaron y encontraron sus puertas cerradas, por lo que se pusieron a golpearlas furiosamente. Los tres niños gritaban y pataleaban en la habitación de la planta baja, y Tim parecía loco, ladrando y gruñendo.

Únicamente los hombres que estaban en la habitación contigua a la de los niños guardaban silencio.

Se sentían atemorizados con los gruñidos feroces del perro. Hubieran deseado encerrarse, pero la llave había quedado en el lado exterior y no se atrevían a abrir, ni siguiera para alcanzar la llave.

Pronto se cansaron los niños. Dick se sentó exhausto en una silla:

—¡Maldito gato! ¡Estúpido animal! ¡Viejo y asqueroso! ¡Demonios fritos! Lo pisé, me arañó hasta los huesos y, por si fuera poco, me hizo caer escaleras abajo, haciéndome torcer el tobillo.

—¡Y cuando ya estábamos a punto de ponernos a salvo! —se lamentó Julián.

—No puedo imaginarme lo que nos ocurrirá ahora —dijo Jorge—. Tim está ahí fuera, sin poder unirse a nosotros. Y nosotros no podemos salir a ayudarle porque nuestra puerta está cerrada. Y esos hombres no se atreverán a poner un pie fuera de su cuarto, porque Tim está en la puerta.

—Y nosotros hemos encerrado a la gente del otro piso —añadió Julián—. Bien, no cabe duda de que nadie esta libre para ayudar a los demás. De manera que nos quedaremos todos aquí hasta el día del Juicio Final.

Era evidente que se trataba de una encerrona general. Los únicos que estaban en libertad de salir eran los dos hombres, quienesquiera que fueran, pero tampoco se atrevían a escapar. Tim señalaba su presencia continuamente, gimiendo y rascando la puerta de los niños, o bien ladrando y empujando la puerta vecina, como si quisiera derribarla.

—Apuesto a que esos hombres están temblando de miedo —dijo Dick—. Ni siquiera se atreven a salir por la ventana, pensando que Tim es capaz de rodear la casa y descubrirlos.

—¡Les está bien merecido! —opinó Jorge—. ¡Demonios! Suerte que llegasteis. Confieso que fui imprudente al bajar a Sally aquella noche a la perrera.

—Menos mal que lo reconoces —repuso Julián—. Realmente lo fuiste. Los hombres estaban esperando la ocasión de apoderarse de Berta y, desde luego, al verte a ti con su perro, te confundieron con la chica que esperaban.

—Así fue. Echaron un saco por encima de mi cabeza, de manera que no pude ni gritar —explico Jorge—. Luché con todas mis fuerzas y fue entonces cuando debí perder el cinturón. ¿Lo encontrasteis?

—Sí —afirmó Dick—. Y eso nos llenó de alegría. También encontramos algunas cosas más: el peine, el pañuelo, el caramelo y, desde luego, la nota.

—Me llevaron en volandas un trecho, hasta un lugar del bosque —continuó Jorge—, y allí me metieron en la parte trasera de un coche. Pero tuvieron que dar la vuelta y fue una maniobra difícil. Entonces tuve la idea de ir tirando todas las cosas que llevaba en el bolsillo de mi bata, por si tenía la suerte de que fuerais por allí y las encontrarais.

—¿Cómo se te ocurrió escribir la palabra Gringo en aquel papelito? —preguntó Julián—. Fue una ayuda enorme para nosotros. No estaríamos hoy aquí si no fuera por aquella pista.

—Es que oí como uno de los hombres llamaba Gringo al otro —explicó Jorge—. Era un nombre tan poco usual que pensé escribirlo en un trozo de papel y echarlo también fuera. Fue una ocasión que me pareció que ni pintada.

—¡Una idea estupenda! —aplaudió Dick—. Suerte que llevabas lápiz y una libreta de notas contigo.

—¡No lo creas! No llevaba nada de eso encima de mí —repuso Jorge—. Fue que uno de los hombres había dejado su chaqueta en donde me encerraron. En su bolsillo encontré lápiz y papel.

—¡Vaya suerte! —exclamó Julián.

—Bien, sigo. Con el coche me condujeron al carromato de una feria —continuó Jorge—, pues al día siguiente oí la musiquita típica de los titiriteros. En el carromato había una vieja horrible, que me pareció una auténtica bruja. A ella tampoco le debía de gustar mi presencia. Tuve que dormir en una silla y estaba tan furiosa que empecé a chillar, gritar y a dar tumbos, rompiendo cacharros y todo lo que por allí encontraba. Incluso me divertí, os lo aseguro.

Los chicos se echaron a reír.

—Te creo capaz de todo —dijo Dick—. Y seguramente apartaron el carromato del recinto ferial por temor de que los demás te oyeran. Estoy convencido de que fue entonces cuando Gringo decidió encerrarte aquí.

—Sí. De pronto, noté un movimiento raro y me di cuenta de que el carricoche se iba hacia otro sitio —continuó Jorge—. Me quedé sorprendida. Miré por las ventanas y grité mientras pasábamos por las calles de los pueblos, pero parece que nadie encontraba raro oír chillar a una niña. Observé, eso sí, que algunas personas volvían la cara para mirarme, pero nada hicieron. Luego, tras haber seguido por caminos solitarios, llegamos aquí, después de haber atravesado patios y portillos. Como ya os conté, me encerraron para que no alborotara más.

—¿Les dijiste que tú no eras Berta? —preguntó Dick.

—No —respondió Jorge—. ¡Claro que no! ¡No faltaría más! Por dos razones: pensé que así no había peligro de que el padre de Berta soltara aquellos secretos, pues vosotros le haríais saber que era yo quien estaba secuestrada y no su amada Berta, por lo que no tenía que temer represalias; y, en segundo lugar, porque mientras yo no revelara mi personalidad, Berta estaría segura.

—Eres una chica estupenda —dijo Julián dándole golpecitos cariñosos en la espalda—. ¡Una chica muy buena! Estoy orgulloso de ti. ¡No hay nadie en el mundo como nuestra Jorge!

—¡No seas pelota! —exclamó su prima, aunque íntimamente satisfecha por el halago—. Bueno, ahora ya no tengo nada más que contar, excepto que el cuarto de la cisterna era terriblemente húmedo y que tenía que envolverme la cabeza lo mismo que el cuerpo para resguardarme de la humedad. Y en la cisterna se oían unos ruidos que me asustaban un poco, algo así como eructos, que me hacían exclamar «perdón». Desde luego, sabía que tarde o temprano me rescataríais. Así que no pasé demasiado miedo.

—Pero no te hemos salvado del todo —se lamentó Julián—. Todo lo que hemos conseguido es ser tres prisioneros en lugar de uno.

—Contadme cómo descubristeis que estaba aquí —les pidió Jorge.

Los muchachos no se hicieron rogar. Le contaron todo de pe a pa y ella escuchaba emocionada.

—¿De manera que Berta se quedó con Jo? —preguntó—. Apuesto que a Jo no le gustará.

—No le gustó, efectivamente —confirmó Julián—, pero Jo ha sido una buena ayuda. Desearía que estuviese aquí ahora y que pudiese hacernos una demostración de escalada o algo por el estilo.

—¡Quietos, escuchad! Tim se ha callado de repente —dijo nerviosa Jorge, con la oreja pegada a la puerta—. ¿Qué habrá ocurrido?

Se pusieron todos al acecho. ¡Tim no daba señales de vida! Había cesado de gemir y de ladrar. ¿Qué ocurriría? El corazón de Jorge latía furioso. ¿Le habrían hecho algún daño aquellos hombres?

Pero de pronto volvieron a oírle, aunque esta vez gimiendo alegremente, con extraña exaltación. Y luego oyeron una voz familiar.

—Dick, Julián, ¿dónde estáis?

—¡Diablos! ¡Es Jo! —exclamó Dick asombradísimo—. ¡Estamos aquí! —añadió golpeando la puerta—. ¡Ábrenos, por favor!

Jo abrió en seguida y se asomó sonriente.

Tim entró como un vendaval, lanzándose contra Jorge, que por poco cayó al suelo.

Dick salió de la habitación inmediatamente después de haber entrado Jo. Todos se extrañaron, pero poco después regresó muy contento.

—Vamos. Todo está en calma —dijo.

—Sí, pero hemos de tener cuidado. Esos hombres saldrán al no oír junto a su puerta al perro —dijo Julián, recordando que aquellos individuos podían aprovechar la ocasión de que Tim estuviera allí con ellos y encerrarlos de nuevo.

—Todo está en orden. No hay tanta prisa —contestó Dick—. Pensé en seguida en ellos. Por eso salí rápidamente para encerrarlos al entrar Jo aquí. Ahí se quedarán hasta que mandemos a los policías a buscarlos mañana por la mañana. Podrán detener a toda la colección, incluyendo a los individuos de arriba.

—Estoy seguro de que a la policía le interesará registrar toda la casa, incluso el sótano —manifestó Julián—. Sin duda alguna, encontrarán muchísimas cosas importantes. ¡Vayámonos ahora!

Se les ocurrió despedirse alegremente de sus carceleros:

—¡Estamos libres! —gritó Dick—. ¡Y vosotros bien encerraditos para que el perro no os ataque!

Y todos juntos emprendieron la marcha, atravesando el vestíbulo, con Dick cojeando a causa del dolor de su tobillo.

—Menos mal que salimos con dignidad —se jactó Julián al descorrer el cerrojo de la puerta principal—. Será mejor que la puerta quede abierta para que la policía entre tranquilamente. No creo que les guste hacerlo también por el portillo del carbón. Ha sido una buena idea tuya el insinuar a los hombres que Tim quedaba de guardia. Así ni siquiera se atreverán a escapar por la ventana.

—Hemos dejado muchas luces encendidas —advirtió Jorge volviendo la cabeza—. Bueno, no importa. No vamos a pagar nosotros la cuenta de la electricidad. Adelante, Tim, la noche oscura nos aguarda.

Bajaron los peldaños de la puerta de entrada y se adentraron en la oscuridad nocturna. Todos se sentían ya a salvo, con Tim como guardián fiel.

Jo, dinos cómo llegaste aquí —se interesó Dick de repente—. Te habíamos prohibido venir.

—Lo sé —respondió Jo—, pero cogí la «bici» de Ana y os seguí. Esto es todo. Y pasé por la puerta principal que dejasteis abierta. Fue fácil.

—¡Diablos! Ya notaba yo que había alguien que nos seguía —exclamó Dick—. ¡Y, claro, eras tú! ¡Caradura! Ahora comprendo por qué Tim no se molestó en ladrar ni en gruñir. Debió de conocerte.

—Sí, fui yo —afirmó Jo—. Os seguí alrededor de la casa, mientras intentabais entrar. Y como temí que nunca veríais la trampa del carbón, quité la tapadera y la puse en el suelo, esperando que entonces os dierais cuenta. Así ocurrió.

—¿De manera que hiciste eso? —preguntó Dick, admirado—. Reconozco que me sentía intrigadísimo, pues sabía que al pasar antes no estaba de aquella manera. ¿De forma que fuiste tú? ¡Merecerías un buen azote, pequeña sinvergüenza!

Jo se echó a reír.

—No podía tolerar que fuerais sin mí —replicó—. ¡Qué estupenda idea tuve siguiéndoos! Estuve esperando junto a la trampa del carbón a que volvierais a aparecer con Jorge. Y como tardabais tanto, me metí en la casa. Tim me oyó y vino a mi encuentro. Por poco me tira al suelo con la alegría.

—Ya hemos llegado a la verja —intervino Jorge—. ¿Qué haremos con las bicicletas? No habrá ninguna para mí.

Jo puede montarse detrás de mi asiento, agarrada a mi cintura —dispuso Julián—. Tú, Jorge, monta en la «bici» de Ana. Dejaremos el portón abierto y la policía quedará complacida con tantas facilidades.

Todos bajaron camino de la colina, mientras Tim corría tras las ruedas, agitando el rabo, feliz. ¡Había recobrado al fin a su amita! ¡Todo volvía a estar en orden en su mundo perruno!