MOMENTOS EMOCIONANTES
Los dos chicos regresaron junto a la verja. Dick se volvió dos o tres veces.
—Espero que nadie nos siga —dijo—. Siento como si alguien nos estuviera espiando todo el tiempo…
—¡Oh, calla de una vez! —interrumpió Julián—. Mira, aquí está la verja. Dame un impulso y estaré arriba en un segundo.
Dick le ayudó y Julián trepó por las rejas sin demasiada dificultad. Estaba corrido el pestillo y no cerrado con llave. Deslizó los grandes pasadores con cuidado y abrió un poco para que pasaran Dick y Tim.
—No podemos dejarle fuera —dijo—. Él no podría trepar por esta verja.
Se colocaron en el lado sombreado de la calzada mientras avanzaban hacia la casa. La luna desapareció tras una gran nube cuando se hallaban cerca. Era una casa antigua, con altas chimeneas; una casa fea. Tenía estrechas ventanas que parecían ojos vigilantes.
De pronto Dick se volvió para observar detrás de sí y Julián lo descubrió.
—¿Otra vez con tus manías? —preguntó impaciente—. Dick, no seas burro. Sabes perfectamente que, si alguien nos estuviera siguiendo, Tim lo oiría e iría tras él al momento.
—Ya lo sé —replicó Dick—. Soy un idiota, pero esta noche tengo la sensación de que hay alguien más aquí.
Se acercaron a la casa.
—¿Cómo podremos entrar? —murmuró Julián—. Seguramente todas las puertas estarán cerradas con llave. Tendremos que probar las ventanas.
Rodearon el caserón en silencio. Como había dicho Julián, todas las puertas aparecían aseguradas. Las ventanas también estaban cerradas, cerradas a conciencia. No encontraron ninguna que estuviera abierta ni que pudiera abrirse.
—Si esta casa pertenece a Gringo, debe de tener escondidas muchas cosas, sabiendo que están completamente a salvo. ¡Verjas con pestillo, puertas cerradas, altas paredes, ventanas cerradas! —exclamó Dick—. Ningún ladrón sería capaz de entrar.
—Ni nosotros tampoco —dijo Julián, desesperado—. ¡Hemos dado la vuelta a la casa tres veces! No hay ni puerta ni ventana por la que podamos introducirnos. No hay un balcón adonde trepar ni hiedra por la cual subir. ¡Nada!
—Demos la vuelta una vez más —pidió Dick—. ¡A lo mejor se nos ha pasado algo!
Así que rodearon la casa una vez más. Cuando pasaron junto a la cocina, descubrieron algo. Salió la luna e iluminó un agujero negro y redondo en el suelo. ¿Qué diablos era aquello?
Llegaron junto a él justo cuando la luna se ocultaba de nuevo. Iluminaron brevemente con sus linternas.
—¡Es la carbonera! —exclamó Julián, atónito—. ¿Por qué no la vimos antes? Mira, la tapa está junto a ella. La han dejado abierta. Supongo que la luna estaba oculta la última vez que pasamos por este trozo de casa. No puedo imaginar cómo no la vimos.
Julián estaba desconcertado.
—No lo vi antes, es verdad. Es extraño. Podría ser una trampa, ¿no crees?
—No veo cómo —replicó Dick—. Vamos, ¡adelante! Al fin y al cabo, es un modo de entrar. —Iluminó con su linterna el interior—. Sí, mira, hay un montón de carbón aquí abajo. Podemos saltar fácilmente sobre él. Tim, ve delante y observa el terreno.
Tim saltó inmediatamente y el carbón se deslizó bajo sus cuatro patas.
—Ha llegado bien —observó Julián—. Ahora iré yo.
Saltó y el carbón se deslizó de nuevo, originando lo que parecía ser un enorme ruido en el silencio de la noche. Julián iluminó a su alrededor con la linterna.
Estaban sobre un enorme montón de carbón, en medio de un gran sótano. Al fondo había una puerta.
—Espero que no esté cerrada —susurró Dick—. Ahora, Tim, pégate a nuestros talones y, ¡por favor!, no hagas el menor ruido.
Fueron hacia la puerta, pisando sobre trozos de carbón; Julián movió el sucio pomo… ¡y la puerta se abrió hacia dentro!
—¡No está cerrada! —dijo Julián, agradecido.
Atravesaron la puerta, con Tim tras ellos, y se encontraron en otro sótano, lleno de estantes de piedra en los que aparecían apiladas latas y cajas y cuévanos.
—¡Bastante comida para resistir un asedio! —cuchicheó Dick—. ¿Dónde está la escalera? Tenemos que salir de aquí.
—Ahí —respondió Julián. De pronto se detuvo y apagó su linterna. Había oído algo.
—¿Oíste eso? —murmuró—. Sonaba como si alguien pisara el carbón allá en la carbonera. ¡Cielos, espero que no haya nadie siguiéndonos! Si es así, pronto estaremos prisioneros.
Escucharon, pero no oyeron nada nuevo. Subieron la escalera de piedra y abrieron la puerta que había en lo alto. Al otro lado se extendía una gran cocina, iluminada por la débil luz de la luna. Una sombra se alzó de pronto ante ellos y Tim gruñó. El corazón de Dick casi dejó de latir. ¿Qué era aquello que se arrastraba por el suelo y desaparecía en las sombras? Agarró a Julián y le hizo dar un salto.
—¡No hagas eso! Era sólo el gato de la cocina lo que viste —musitó Julián—. ¡Cielos, me hiciste dar un salto! ¿No fue estupendo que Tim no corriera tras el gato? ¡Se hubiera producido un terrible escándalo!
—¿Dónde supones que tienen a Jorge? —inquirió Dick—. ¿En alguna parte arriba?
—No tengo idea. Tendremos que mirar en cada habitación —repuso Julián.
Así que miraron en cada habitación de la planta baja, pero estaban todas vacías. Eran grandes habitaciones, feamente amuebladas.
—Vamos por la escalera —propuso Dick.
Subieron. Y llegaron a un enorme rellano, cubierto de tapices y con cortinas en las ventanas. Tim lanzó un ligero gruñido y al instante los dos chicos se ocultaron tras los pliegues de las largas cortinas. Tim se acercó a ellos, sorprendido. Dick asomó la nariz un minuto más tarde.
—Creo que era ese gato otra vez —susurró—. Míralo, está sobre aquella caja. Nos está siguiendo, preguntándose qué diablos hacemos, supongo.
—¡Demonio! —exclamó Julián—. Ahora estoy yo sintiendo sensaciones extrañas al verme observado por un oscuro gato. Es real, ¿verdad?
—Por lo menos, Tim lo cree así —replicó Dick—. Ven, hay algunas puertas de dormitorios en ese rellano y comprobaremos si Jorge está en ellos.
Entraron en las habitaciones que tenían la puerta abierta, pero no había nadie durmiendo allí. Se acercaron a una puerta cerrada y escucharon. ¡Alguien roncaba allí dentro!
—No es Jorge —dijo Dick—. De todos modos, ella debe de estar encerrada y esta puerta tiene la llave por dentro.
Fueron hasta la puerta siguiente, que también estaba cerrada.
Alguien respiraba dentro acompasadamente.
—No es Jorge —volvió a decir Dick.
Continuaron hasta el siguiente tramo de escaleras. Había cuatro habitaciones más, dos de ellas sin amueblar.
Las puertas de las otras dos estaban entreabiertas y era claro que había gente durmiendo en ellas, porque una vez más se oía una profunda respiración.
—No parece que haya más habitaciones —observó Dick con desmayo, después de iluminar cuidadosamente el último rellano—. Bueno, ¿dónde está Jorge?
—Mira, ahí hay una puertecilla de madera —murmuró Julián en la oreja de Dick—, una puerta que conduce al cuarto de la cisterna.
—No estará tampoco ahí —repuso Dick—. Pero, espera… Hay un cerrojo muy grande en la puerta. Y los cuartos de la cisterna no suelen tener cerrojos, ni siquiera cerraduras. Éste no tiene cerradura, pero sí cerrojo.
—¡Chisss… no tan alto! —advirtió Julián—. Si, es extraño, lo reconozco. Pero, ¿cómo podemos intentar abrirla sin despertar a la gente que duerme en las otras habitaciones?
—Cerraremos sus puertas sigilosamente y echaremos la llave —propuso Dick, excitadísimo—. Yo mismo lo haré.
Y así lo hizo. Ajustó la puerta en silencio. Cerró la primera y luego la otra, habiendo sacado previamente las llaves del interior. Aparte un ligero «clic», que se oyó al sacar la segunda, todo marchó sobre ruedas. Nadie se movió en las dos habitaciones y los muchachos respiraron tranquilizados.
Volvieron ante la pequeña puerta de madera de enfrente. Empujaron con cuidado el cerrojo, temerosos de que chirriara, pero no lo hizo. Por lo visto, era bastante nuevo y se deslizaba con facilidad. La puerta se abrió hacia afuera, con un leve crujido. En el interior reinaba la oscuridad y se oía el gotear del agua en la cisterna.
Dick encendió su lámpara, pero la apagó en seguida. Acababa de ver algo que le hizo dar un vuelco al corazón. Allí había un colchón pequeño, tirado en el suelo y con alguien encima, envuelto hasta la cabeza con la sábana. Julián también lo había visto y pasó su brazo por el hombro de Dick. Temía que no fuera Jorge, sino cualquier otro que pudiera dar la voz de alerta, o incluso otro prisionero.
Pero Tim supo en seguida de quién se trataba. El perro corrió al instante, lanzando un suave gemido, y se lanzó como un bólido sobre la figura durmiente.
Dick cerró la puerta de la cisterna, temiendo que se oyera el ruido. Tim podría ponerse a ladrar o Jorge a gritar de un momento a otro.
La figura «ensabanada» soltó un gruñido y se incorporó. La sábana resbaló y empezó a verse el cabello rizado de Jorge y su cara perpleja.
—¡Chisss…! —susurró Dick levantando el dedo en señal de imponer silencio.
Entre tanto, Tim lamía a Jorge de pies a cabeza, lleno de alegría, pero extrañamente silencioso. ¡Qué listo era el perro! ¡Sabía de sobra que aquélla era una de esas ocasiones en que la alegría debía ser muda!
—¡Oh Tim! —exclamó Jorge, mirando a su perro cada vez que podía—. ¡Oh Tim! Te encontré tanto a faltar… ¡Oh Tim, mi querido y adorado Tim!
Dick permanecía junto a la puerta cerrada, escuchando por si alguien se movía en las otras habitaciones. Nada en absoluto. Todo en silencio.
Julián se acercó a Jorge.
—¿Estás bien, Jorge? —preguntó—. ¿Te han tratado bien?
—¡No mucho! —contestó la niña—. Pero confieso que yo tampoco me porté muy bien con ellos. Les solté gran cantidad y mordiscos, hasta que me encerraron aquí.
—¡Pobre Jorge! —se compadeció Julián—. Bueno, ahora hemos de salir. Ya nos lo explicarás cuando estemos fuera. Hasta ahora hemos tenido mucha suerte. ¿Puedes venir con nosotros?
—¡Claro! —contestó Jorge incorporándose del colchón. Estaba vestida con un raro conjunto de trapos que le daban un aspecto muy especial—. Aquella vieja antipática, la madre de Gringo, me dio estos pedazos de ropa cuando me llevaron a la carreta. ¡Demonio! ¡Si supierais cuánto tengo que contaros!
—Silencio —ordenó Dick—. Ni una palabra más. Voy a abrir la puerta.
La abrió lentamente. Todo continuaba tranquilo.
—Ahora bajaremos las escaleras. ¡Sin ruido!
Y así lo hicieron mientras recorrían el primer tramo de la escalera. Llegaron al enorme descansillo. Luego, en el justo momento en que Dick ponía su pie sobre el primer escalón del siguiente tramo, pisó algo blando, que chilló y arañó. Era el gato.
Dick se cayó escaleras abajo y Tim no logró contenerse. Persiguió al gato escaleras arriba hasta el cuarto de la cisterna. No pudo evitar ya sus ladridos en la persecución.
Se oyeron entonces ruidos en las habitaciones cercanas y aparecieron dos hombres en pijama. Uno de ellos encendió la luz de la escalera y ambos se precipitaron escaleras abajo, persiguiendo a los tres niños.
Dick se levantó, pero se había torcido el tobillo derecho y no podía seguir corriendo.
—¡Corre, Jorge! Yo ayudaré a Dick —gritó Julián.
Pero Jorge también se detuvo. Y en un santiamén, los dos hombres los alcanzaron. Agarraron a Dick y a Julián y los metieron en la habitación más cercana.
—Tim, Tim —gritó Jorge—. Ven a ayudarnos, Tim.
Mas antes que Tim llegara, saltando escaleras abajo, Jorge también fue atrapada y arrastrada dentro de la habitación. Y la puerta fue cerrada.
—¡Cuidado con el perro! —advirtió uno de los hombres al otro—. ¡Es peligroso!
Tim lo era, ciertamente. Llegó gruñendo y rabioso, con los ojos brillantes, mostrando sus dientes furioso.
Los hombres huyeron a otra habitación, cerrando la puerta. Tim se lanzó contra ella, con rabia y fiereza, ladrando y gruñendo de manera terrible. ¡Si pudiera agarrarlos! ¡Ay, si pudiera!