SPIKY ES UNA GRAN AYUDA
Los dos chicos y Jo, con Tim pegado a sus talones, vagaron por la feria buscando algún sitio donde comprar una pelota. Parecía no haber ninguno que se dedicara a vender, así que tuvieron que ir al puesto de tiro de anillas y Julián trató de colocar una anilla en torno a una pelota roja. ¡No era fácil!
Era una feria grande y ruidosa, y cientos de personas de los pueblos cercanos habían venido aprovechando que era fiesta para disfrutar de ella. El tiovivo hacía sonar su potente y ronca música sin cesar, las barcas iban y venían, los autos de choque se embestían y se golpeaban unos a otros y los hombres gritaban sus mercancías.
—¡Globos! ¡Globos gigantes! ¡Cinco pesetas uno!
—¡Helados! ¡Todos los gustos!
—¿Le digo la buenaventura? Le diré la pura verdad.
Jo se sentía como en su casa en la feria. Se había criado en una y conocía todos los trucos del oficio. Tim estaba bastante asustado por el ruido y se acercaba lo más posible a los chicos, con la cola todavía baja, pues no había olvidado que Jorge no se hallaba con ellos.
—Ahora vamos a jugar a la pelota —anunció Julián—. Ven, Tim. Si nos metemos en un lío tienes que gruñir y enseñar los dientes, ¿oyes?
Los tres, acompañados de Tim, fueron hacia el espacio de campo sin gente que separaba el remolque de Gringo del resto de la feria. Un hombre de un puesto cercano les llamó.
—¡Eh! Os vais a meter en un lío si jugáis ahí.
Pero no le hicieron caso y él, encogiéndose de hombros, empezó a pregonar sus mercancías.
Se lanzaron la pelota unos a otros y, de pronto, Julián la tiró tan fuerte que fue a caer directamente bajo las ruedas del remolque de delante de los dos. Inmediatamente, Dick y Jo fueron tras la pelota. Jo se encaramó a la rueda y miró al interior por la ventana, mientras Dick corría hacia el pequeño remolque situado detrás del gran carromato.
Una pequeña ojeada convenció a Jo de que el carromato estaba vacío. El interior estaba amueblado lujosamente y parecía un rico dormitorio-salita. Se deslizó hacia abajo.
Dick se asomó a la ventana del coche pequeño. Al principio creyó que no había nadie allí, pero de pronto vio un par de fieros y enfadados ojos mirándole, los ojos de una pequeña y encorvada anciana. «Parece una bruja», pensó Dick. Estaba sentada en un rincón y, cuando él la miró, le amenazó con el puño y gritó algo que él no pudo oír.
Saltó y se reunió con los otros.
—No hay nadie en el carromato grande —anunció Jo.
—Y sólo una vieja con cara de bruja en el otro —añadió Dick profundamente desilusionado—. A menos que tengan a Jorge bajo una litera o metida en una alacena, no está allí.
—Tim no parece interesado en los carromatos, ¿verdad? —observó Julián—. Estoy seguro de que si Jorge estuviera en realidad en una de esas carretas, ladraría y trataría de entrar.
—Sí, creo que sí —asintió Dick—. ¡Eh! Alguien sale del segundo remolque. ¡Es la anciana! ¡Está enfadada!
¡En efecto! Bajó los escalones, gritando y sacudiendo el puño hacia ellos.
—¡Tim, ve y busca, busca en aquel carromato! —gritó Julián de pronto, mientras la anciana venía hacia ellos.
Los tres se quedaron donde estaban, mientras la vieja se acercaba. No podían entender ni una palabra de lo que decía, en parte porque no tenía dientes y en parte porque hablaba una mezcla de muchos idiomas. De todos modos, resultaba bastante claro que les estaba insultando por su osadía al jugar junto a los remolques.
Tim había entendido lo que le había dicho Julián y se había deslizado en el segundo carro. Estuvo allí medio minuto y luego empezó a ladrar. Los chicos pegaron un salto y Dick inició un movimiento hacia el carromato.
Entonces apareció Tim, arrastrando algo tras él con los dientes. Intentó ladrar al mismo tiempo, pero no lo consiguió. Bajó la cosa, que parecía un abrigo, hasta el suelo, antes de que la vieja se le acercara chillando a pleno pulmón y pegándole. Cogió la prenda de vestir y subió los escalones y, ante la sorpresa de Tim, le dio una coz cuando intentó coger la prenda. La puerta se cerró de golpe.
—Si esta anciana no hubiese sido vieja, Tim pronto le hubiese mostrado que es un perro fiero —repuso Dick—. ¿Qué es lo que arrastraba fuera del remolque?
—Ven aquí, fuera de la vista del coche —dijo Julián con urgencia—. ¿No lo reconociste, Dick? ¡Era la bata de Jorge!
—¡Diablos! —soltó Dick, parándose sorprendido—. Sí, tienes razón. Lo era. ¡Sopla! ¿Qué significa esto exactamente? Jorge no está allí, desde luego. Tim la hubiese encontrado.
—Lo mandé allí para ver si olía a Jorge, por si ésta había estado escondida en el carro —explicó Julián—. Pensé que ladraría excitadamente si olía su rastro en algún lado, en una cama por ejemplo. ¡Nunca se me ocurrió que encontraría su bata y la arrastraría para enseñárnosla!
—¡Buen chico, Tim! ¡Inteligente Tim! —dijo Dick acariciando al perro, cuyo rabo estaba ahora medio levantado. Había encontrado al fin la bata de Jorge… ¡Pero cuán sorprendente encontrarla en un remolque!
—¿Por qué razón guardan con ellos la bata cuando no tienen a Jorge? —preguntó Julián—. No hay duda de que ella ha estado en el carromato. Fue traída aquí hace dos noches, supongo. ¿Dónde está ahora?
—Sin duda la vistieron —aventuró Dick—. Habrán tenido que darle vestidos cuando la llevaron a otro lado. Al fin y al cabo, iba sólo con el pijama y la bata.
Jo estaba escuchando esto, asombrada e inquieta. Le dio un codazo a Dick.
—Spiky nos está llamando —le advirtió.
Rodearon el tiovivo del que ahora cuidaba el padre de Spiky. Éste les hizo entrar en su carromato, pequeño y bastante sucio, en el cual vivía con su padre.
—Vi a la vieja «ma» de Gringo persiguiéndoos —dijo con su amplia sonrisa—. ¿Qué es lo que arrastraba vuestro perro?
Se lo explicaron. Él asintió.
—He estado indagando por ahí un poco, muy prudentemente —explicó—, sólo para saber si alguien oyó algo en el remolque de Gringo. El compañero del carromato cercano me dijo que oyó gritos y gemidos hace dos noches. Calculó que había alguien en el carro de Gringo, pero tiene demasiado miedo para interferirse, desde luego.
—Debía de ser Jorge la que se quejaba —sugirió Dick.
—Bueno. Entonces la caravana de Gringo fue cambiada de sitio al día siguiente, lejos de las demás —continuó Spiky—. Y esta tarde, antes de que se abriera la feria, Gringo cogió su coche y remolcó el carromato pequeño fuera del campo y se fue con él. Nos preguntábamos por qué, pero él dijo a todos que necesitaba reparación.
—¡Y Jorge iba dentro! —saltó Dick—. ¡Qué modo más astuto de llevarla a otro escondite!
—¿Cuándo volvió el carromato a su sitio? —preguntó Julián, asustado.
—Justo antes de que llegarais —dijo Spiky—. No sé a dónde fue. Estuvo fuera una hora, calculo.
—Una hora —repuso Dick—. Bueno, suponiendo que fuera a una velocidad de cuarenta y cinco kilómetros por hora, no se puede ir muy de prisa remolcando algo; eso quiere decir que se alejó unos veintiuno o veintidós kilómetros y volvió haciendo un viaje de una hora, contando con el tiempo que se detuvo para dejarla en el sitio que fuera.
—Sí —asintió Julián—. Pero hay muchos lugares en un radio de veintidós kilómetros.
—¿Dónde está el coche de Gringo? —preguntó Dick de pronto.
—Por allá, bajo aquel gran toldo —señaló Spiky—. Es uno de color gris plata, americano y muy bueno. Gringo cree que es el mejor del mundo.
—Voy a echarle una ojeada —resolvió Julián. Y se alejó. Llegó al toldo que cubría el coche hasta el suelo. Levantó la lona y estaba a punto de mirar debajo cuando un hombre llegó corriendo y gritando:
—¡Eh, tú! ¡Deja eso! Te echaré de la feria si te metes en lo que no te importa.
Pero Tim estaba con Julián y se volvió gruñendo tan ferozmente que el hombre se detuvo con apresuramiento. ¡Julián tuvo bastante tiempo para echar una buena ojeada!
Sí, era un coche gris plata, americano, muy grande… ¡y los laterales eran azul brillante! Julián miró el lado izquierdo y vio varios pequeños arañazos. Antes de bajar el toldo tuvo tiempo de examinar los neumáticos. ¡Estaba seguro de que eran del mismo patrón que las huellas que había dibujado! Había consultado el dibujo con Jim, el mozo del garaje de Kirrin, y él le había asegurado que era un dibujo americano.
Dejó caer la lona y volvió junto a los otros, excitado, sin hacer caso de las palabras que el hombre le gritaba.
—Es el coche —anunció Julián—. Ahora, ¿dónde habrá ido esta tarde? ¡Si lo pudiéramos averiguar!
—Es un coche tan llamativo que alguien tiene que haberlo visto, sobre todo si arrastraba un pequeño remolque —opinó Dick.
—Sí, pero no podemos ir por todos los alrededores preguntando a los que encontremos si han visto un coche gris con los costados azules —objetó Julián.
—Vamos a casa a buscar un mapa y estudiaremos la comarca —propuso Dick—. Spiky, ¿hacia dónde fue el coche cuando salió del campo?
—Hacia el Este —repuso Spiky—. Por la carretera de Big-Twillingham.
—Algo más que sabemos —replicó Dick—. Vamos a buscar las «bicis». Gracias, Spiky. Has sido una gran ayuda. Ya te contaremos lo que pase.
—Llamadme si necesitáis más ayuda —dijo Spiky, orgulloso. E hizo un saludo moviendo la cabeza, de modo que sus mechones se agitaron cómicamente.
Pronto pedaleaban los tres, con Tim tras ellos de nuevo. Tan pronto como llegaron, le contaron a Ana y a Juana lo ocurrido. Juana estaba a punto de llamar a la policía, pero Julián la detuvo.
—Creo que este pequeño trabajo podemos hacerlo nosotros mejor que ellos —dijo—. Vamos a tratar de encontrar el lugar adonde se dirigió el coche, Juana. ¿Dónde están los mapas de esta región?
Los encontraron y empezaron a escudriñarlos. Jo se sentía perdida delante del mapa. Podía encontrar su camino en cualquier parte, de noche y de día, ¡pero no en un mapa!
—Aquí está la carretera a Big-Twillingham y a Little-Twillingham —dijo Julián—. Observemos con cuidado todas las carreteras que pudo seguir desde aquí.