Capítulo XVII

A LA FERIA DE GRINGO

A la mañana siguiente, a las siete y media, Juana llegó corriendo al dormitorio de Julián con un trozo de papel en la mano. Llamó a la puerta.

—Señorito Julián, he encontrado un pedazo de papel sucio cuando he abierto la puerta esta mañana. Estaba plegado, con su nombre en el exterior.

Julián saltó de la cama al momento. ¿Una nota de los raptores, quizá? No, no podía ser. ¡No le iban a escribir a él!

¡Era de Jo! Estaba tan mal escrito que Julián apenas podía leerlo.

Julián, he visto a Spiky, vendrá a las «oce» a la «plalla». Cogí la «bici» de Dick para ir a casa, la «devolberé» a las «oce». No te enfades. Jo.

—Supongo que «plalla» será la playa —dijo Dick—, y que «oce» querrá decir las once. ¡Pequeña cabeza loca! Espero que no me haya estropeado la «bici».

Jo no la había estropeado. Por el contrario, había encontrado tiempo para limpiarla antes de salir de su casa y llegó con la bicicleta tan reluciente y brillante que Dick no tuvo ánimo para reñirla.

Era bastante temprano y Jo se dirigió a la casa en lugar de ir a la playa. Atravesó la verja y entró en el jardín, acercándose a la puerta. Tim corrió a darle la bienvenida con una serie de emocionados ladridos. Le gustaba Jo. Realmente, quería mucho a la gitanilla. Ella tenía un don para atraerse a los animales. Sally la seguía bailando sobre sus patitas como siempre, dispuesta a recibir amistosamente a cualquiera que gustara a Tim.

Dick saludó a Jo desde la puerta principal al verla llegar.

—¡Hola, ciclista! ¡Diablos! ¿Qué le ha pasado a mi «bici»? ¿Le has hecho la limpieza primaveral?

Jo esbozó una mueca, mirando a Dick con cautela.

—Sí. Lo siento, Dick, la cogí sin tu permiso…

—No lo sientes ni pizca, pero voy a olvidarlo —respondió Dick—. ¿Así que, a pesar de todo, llegaste sana y salva al circo?

—Sí. Desperté a Spiky. No se sorprendió —explicó Jo—. Pero su papá dormía en el mismo carromato que él, así que no pude hablar mucho con él. Sólo le dije que estuviera a las once en la playa de Kirrin. Después, me volví a casa. Debía haberte devuelto la «bici» en el camino de regreso, pero estaba un poco cansada y me fui a casa montada en lugar de andar.

—No puedes haber dormido mucho esta noche —comentó Julián contemplando a la soñolienta muchacha, que tenía el rizado pelo revuelto—. ¡Hola! ¿Quién es aquél?

Un pequeño y rollizo muchacho se aproximaba corriendo a la verja. Tenía un mechón de pelo negro que sobresalía en torno a la coronilla, formando curiosas puntas.

—¡Ah, éste es Spiky! —aclaró Jo—. Ha llegado puntual, ¿no? Le llaman Spiky por su pelo[2]. No lo vais a creer. Se gasta fortunas en fijapelo, para tratar de aplastarse esas puntas. Pero no puede. —Y Jo le llamó a grandes voces—: ¡Spiky! ¡Eh! ¡Spiky!

Spiky se volvió al punto. Tenía una cara agradable, grandes orejas y los ojos tan negros como dos pedazos de carbón. Se detuvo mirando a Jo y a los chicos.

—Ahora iba a la playa —dijo.

—Bien. Nosotros también vamos —le contestó Jo.

Y ella y los chicos se unieron a Spiky. Encontraron al hombre de los helados por el camino y Julián compró un helado para cada uno.

—¡Oh…! Gracias —exclamó Spiky, complacido. Se sentía bastante tímido ante Dick y Julián y estaba muy intrigado pensando por qué le habrían hecho venir.

Se sentaron en la arena.

—Casi me asustaste cuando viniste anoche a golpear mi ventana —dijo a Jo, lamiendo el helado con su rosada lengua—. ¿Qué ocurre?

—Bueno —empezó Julián con cautela—. Estamos interesados en alguien llamado Gringo.

—¿Gringo? —comentó Spiky—. Mucha gente se interesa por Gringo. ¿Sabéis lo que decimos en la feria? Decimos que Gringo debería poner un anuncio: «Todos los trabajos sucios se hacen aquí». Es un mal sujeto ese Gringo, pero nos paga muy bien, aunque nos haga trabajar como a esclavos.

—La feria es suya, ¿no? —preguntó Julián, y Spiky asintió—. Supongo que la usa de tapadera para sus otros grandes negocios —dijo Julián dirigiéndose a Dick. Contempló al muchacho regordete de negros ojos, preguntándose hasta qué punto podía confiar en él. Jo vio su mirada y adivinó lo que estaba pensando.

—Es de confianza —manifestó señalando a Spiky—. Puedes decir lo que quieras. Sabe ser mudo, ¿verdad, Spiky?

Spiky sonrió con su franca sonrisa. Julián decidió confiar en él y, hablando en una voz baja que emocionó profundamente a Spiky, le explicó el rapto de Jorge. Los ojos de Spiky casi se salieron de sus órbitas.

—¡Demonio! —exclamó—. Apuesto a que el viejo Gringo está detrás de todo esto. La semana pasada fue a Londres. Le dijo a mi «pap» que iba por un negocio grande, un asunto con americanos, dijo que era.

—Sí, suena como si todo encajara —comentó Julián—. Spiky, este rapto tuvo lugar hace dos noches. ¿Sabes si ocurrió algo anormal en el recinto de la feria? Debió de ser a medianoche.

Spiky meditó. Al fin sacudió la cabeza.

—No, no lo creo. El gran carromato doble de Gringo está aún allí. Ayer por la mañana lo trasladó lejos del campo. Dijo que había demasiado ruido para su vieja «ma», que vive en el remolque y le cuida. Todos nos alegramos de que se alejara. Ahora no puede vigilarnos tan fácilmente.

—Supongo que tu… —empezó Julián, pero fue interrumpido por Dick, que lanzó una exclamación.

—¡Tengo una idea! —exclamó—. Imaginad que el carromato fue movido por «otra» razón. Imaginad que alguien estuviera armando escándalo dentro del coche, alguien gritando y pidiendo ayuda. Gringo tenía que mover el carromato, por si acaso alguien lo oía.

Hubo una pausa y entonces Spiky asintió.

—Sí, puede ser —dijo—. Que yo sepa, Gringo nunca había apartado su caravana del campo. ¿Queréis que haga algunas averiguaciones?

—Sí —respondió Julián, excitado—. ¡Cielos! ¡Sería una suerte si encontráramos a Jorge tan rápidamente y tan cerca de nosotros! Un recinto ferial es un lugar muy bueno para esconderla, desde luego. Gracias a Dios que encontramos el trozo de papel con el nombre de Gringo escrito en él.

—Vayamos todos a la feria esta tarde —propuso Dick—. Nos llevaremos a Tim. Olerá a Jorge en seguida.

—¿No sería mejor llamar primero a la policía? —inquirió Julián.

Al momento, Spiky y Jo se alarmaron, ¡Spiky parecía a punto de echar a correr!

—¡No avises a la policía, Julián! —suplicó Jo con urgencia—. No conseguirás nada más de Spiky si lo haces. Nada más.

—Me voy —dijo Spiky, aún aterrorizado.

—No, no te vas —atajó Dick sujetándole—. No acudiremos a la policía. Asustarían a Gringo y éste se desharía de Jorge inmediatamente. No dudamos de que está planeando hacerlo en cualquier momento. No vamos a decir una palabra, así que siéntate y sé sensato.

—Puedes creerle —le dijo Jo a Spiky—. Es honrado, ¿ves?

Spiky se sentó con cautela.

—Si vais a venir a la feria, hacedlo a las cuatro —dijo—. Es medio día de fiesta hoy para los pueblos de los alrededores y la feria estará llena. Si queréis husmear por allí, podéis entrar mezclados entre la gente.

—Bueno —aceptó Julián—. Estaremos allí. Mantén los ojos abiertos, Spiky, y búscanos si tienes noticias.

Spiky se fue y los muchachos no pudieron menos que sonreír al verle de espaldas. Desde luego, las puntas de sus cabellos eran muy extrañas.

—Es mejor que te quedes a comer con nosotros, Jo —invitó Dick. Y la cara de la complacida niña resplandeció.

—¿Le gustará a la prima de Juana que no vuelvas a comer? —advirtió Julián.

—Le dije que no volvería en todo el día —aclaró Jo—. Aún tengo vacaciones en el colegio. De todos modos, no puedo aguantar a Jane. Ella se lamenta todo el día y se ha puesto algunas de mis ropas también.

Jo estaba tan enfadada con Berta que los chicos no pudieron por menos que reír.

Volvieron a «Villa Kirrin» y encontraron a Juana y Ana trabajando duramente.

—¡Tú, monito! —le dijo Juana a Jo—. Sigues con tus trucos de siempre. ¡Tirando piedras a las ventanas de la gente en medio de la noche! Intenta hacerlo con mi ventana y… ¡verás lo que te pasa! Ahora ponte este delantal y ayúdanos un poco. ¿Cómo está Jane?

Juana se excitó mucho al oír las últimas ideas de los chicos acerca del lugar en que Jorge podía estar. Julián le advirtió:

—Pero nada de avisar a la policía a nuestras espaldas esta vez, Juana. Es mejor que lo hagamos Dick y yo.

—¿Puedo ir yo con Sally? —preguntó Ana.

—Será preferible no llevar a Sally —le explicó Dick—, por si alguien en la feria la reconoce. Así que es mejor que te quedes con ella y nosotros nos llevaremos a Tim. Seguro que olerá a Jorge si está escondida en alguna parte del campo. Pero yo creo que probablemente estará en la propia caravana de Gringo.

Tim levantaba sus orejas cada vez que oía mencionar a Jorge. Se sentía terriblemente triste y corría al jardín continuamente, esperando ver llegar a su ama. Cuando alguien le necesitaba, ya sabía dónde encontrarle: tendido en el vacío lecho de Jorge, desesperado y, casi seguro, con una igualmente desesperada Sally junto a él.

A las tres y media, los chicos y Jo se dirigieron a la feria en sus bicicletas. Jo iba en la de Ana y Tim corría valientemente junto a ella. Jo contemplaba de cuando en cuando la brillante bicicleta de Dick. ¡Qué bien la había limpiado aquella mañana!

Llegaron a la feria.

—Podéis dejar las «bicis» apoyadas en el carromato de Spiky —aconsejó Jo—. Estarán seguras aquí. Pagad y entraremos. No necesitáis pagar por mí. Saltaré la valla por el extremo. Soy amiga de Spiky, así que no estará mal que lo haga.

Le dio su bicicleta a Dick y desapareció. Julián pagó y se acercó a la puerta. Vieron a Jo corriendo desatinadamente hacia ellos desde el extremo del gran campo y arrastraron las tres bicicletas en dirección a ella, con Tim a sus talones.

—¡Hola! —exclamó Spiky apareciendo súbitamente—. ¡Os veré dentro de un rato! He de ir a atender el tiovivo. Tengo algunas noticias, pero no muchas. Aquél de allí es el carromato de Gringo, aquel doble, con el coche grande delante y el coche pequeño detrás.

Señaló con la cabeza hacia el magnífico carro que estaba un poco alejado de los demás. Había gente paseando en torno a los otros coches, pero ni una sola persona junto al de Gringo. Evidentemente, nadie osaba acercarse demasiado.

—Voto por comprar una pelota en alguno de los puestos y luego ir a jugar cerca del carromato de Gringo —dijo Dick en voz baja—. Entonces, uno de nosotros tirará la pelota demasiado fuerte y ésta irá a parar junto al remolque. De algún modo nos arreglaremos para echarle una ojeada. Tim puede ir husmeando por allí mientras jugamos. Si Jorge está allí, ladrará.

—¡Estupenda idea! —aplaudió Julián—. ¡Vamos, Jo! Y abre bien los ojos todo el tiempo para advertirnos si hay peligro.