Capítulo XIII

UN SUSTO TERRIBLE

Julián no quedó muy tranquilo al oír que sus tíos no pensaban volver hasta una semana después. Cogió el telegrama. Iba dirigido a Jorge, pero Juana lo había abierto.

No regresaremos en una semana, decía. Han surgido complicaciones. Espero que todo vaya bien. Abrazos. Mamá.

No había dirección. ¡Qué lástima! Ahora Julián no podía siquiera demostrar que se sentía inquieto. Se propuso guardar a Berta durante cada minuto del día. ¡Qué suerte tener a Tim! Nadie conseguiría perpetrar un rapto a la vista de Tim.

Pensó que era una buena idea dejar a Tim en la habitación de Juana aquella noche. En efecto, si Jorge estaba de acuerdo, sería lo mejor hacerlo así cada noche. Pensó que no sería juicioso preguntárselo ahora a Jorge, porque veía que estaba medio arrepentida de la oferta que había hecho a Juana.

Julián se mostró muy cauteloso aquella noche. Insistió en cerrar los postigos cuando se sentaron para jugar a las cartas después de la cena. No quiso que Berta sacara a pasear a Sally, sino que la sacó él mismo, observando por si veía a algún extraño mientras recorría la senda.

—¡Me estás asustando! —comentó Ana con una sonrisa—. ¡Oh, Julián, hace demasiado calor en esta habitación! Déjanos abrir los postigos unos minutos para que entre un poco el aire. De lo contrario voy a desmayarme. Tim gruñirá si hubiera alguien fuera.

—Muy bien —asintió Julián, y abrió los postigos. Estaba oscuro y la luz se derramó hacia fuera.

—Esto es mejor —exclamó Ana, secándose la húmeda frente—. Ahora, ¿a quién le toca jugar? A ti, Jorge.

Estaban sentados alrededor de la mesa jugando. Julián y Dick se hallaban uno junto a otro. Jorge estaba enfrente de la ventana, Ana se sentaba de espaldas a ésta y Berta junto a Jorge, quien la ayudaba en un nuevo juego de cartas. Parecía exactamente un serio muchacho, con su liso y corto pelo rubio.

—Te toca a ti, Dick —anunció Jorge—. No te cueles, estás muy torpe esta noche.

Se quedó esperando, mientras miraba por la ventana hacia la oscuridad. De pronto, tiró sus cartas sobre la mesa y saltó gritando. Todos dieron también un salto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa, Jorge? —gritó Julián.

—¡Allí fuera, mirad, una cara! He visto una cara asomándose. La luz de la ventana la cogió de lleno. ¡Tim, Tim! ¡De prisa, ve tras él!

¡Pero Tim no estaba allí! Ni tampoco Sally. Jorge llamó de nuevo, enfurecida.

—¡Tim! Ven aquí en seguida. ¡Oh, diablos, ese sujeto se va a escapar! ¡Tim!

Tim apareció saltando por el recibidor y entró en la salita ladrando. Sally le seguía.

—¿Dónde estabais? —gritó Jorge, furiosa—. ¡Saltad por la ventana! ¡Vamos, cazadlo, encontradle!

Tim saltó a través de la ventana y Sally trató de hacer lo mismo, pero no pudo. Ladró y gruñó, probando una y otra vez a saltar. Juana entró corriendo, presa del pánico, y preguntando qué pasaba.

—¡Escuchad! —dijo Julián de pronto—. ¡Cállate, Sally! ¡Escuchad!

Quedaron todos inmóviles, incluida Sally. Se oía un coche rodando sobre el sendero. El ruido fue apagándose a medida que el coche se alejaba.

—Quienquiera que fuera, se ha marchado, —dijo Dick. Y se sentó de golpe—. ¡Cielos! Me siento como si hubiera estado corriendo un kilómetro. Por poco me matas cuando lanzaste tus cartas, Jorge, y gritaste en mi oído.

Tim entró por la ventana en aquel momento y Dick casi se cayó de la silla al dar un respingo. Lo mismo les pasó a todos los demás, incluida Sally, quien fue a parar hacia el sofá del susto.

—¿Pero qué significa todo esto? —exclamó Juana con fiereza—. ¡Realmente…!

Jorge estaba casi llorando de rabia, enfadada con Tim. Le chilló y riñó y el perro metió el rabo entre las patas casi en el acto.

—¿Dónde estabais? ¿Por qué te escabulliste a la cocina? ¿Cómo osaste dejarme y largarte así? ¡Justo cuando más te necesitaba! ¡Me avergüenzo de ti, Tim, podías haber cogido al bandido fácilmente!

—¡Oh, Jorge, basta! —intervino Berta con lágrimas en los ojos—. ¡Pobre Tim! ¡No sigas!

Entonces Jorge se volvió hacia Berta.

—Déjame reñir a mi perro cuando lo necesita. Y vete a reñir al tuyo. Apuesto a que Tim siguió a tu horrible perrita lanuda a la cocina. Fue culpa suya, no de Tim.

—Cállate ya, Jorge —intervino Julián—. Tu mal genio no nos conduce a ninguna parte. Cálmate y déjanos saber lo que viste. ¡Cálmate, he dicho!

Jorge lo contempló, mirándole con desafío. Entonces Tim dejó oír un pequeño ladrido. El corazón se le había hecho pedazos al oír a Jorge, a Jorge, su adorada dueña, enojarse de aquel modo. No tenía idea de lo que había hecho para enfadarla.

El ladrido despertó la compasión de Jorge.

—¡Oh Tim! —exclamó. Se arrodilló y pasó los brazos alrededor del peludo cuello de su perro—. No quería gritarte. Estaba enfadada porque perdimos la oportunidad de coger al hombre que nos estaba espiando. ¡Oh Tim! Ya todo está bien, de verdad.

Tim se alegró enormemente al oír esto. Le lamió la cara y se tendió tranquilamente a sus pies. Hubiera deseado saber el porqué de toda aquella excitación.

Lo mismo le ocurría a Juana. Golpeó en la mesa para reclamar la atención de todos y por fin consiguió que Julián se lo explicara todo. Contempló la ventana como si creyera que iba a ver rostros en la oscuridad, allí fuera.

Cerró los postigos de un golpe.

—Nos iremos a la cama —ordenó—. Todos. No me gusta esto. Y llamaré a la policía para advertirla. Lesley se vendrá conmigo inmediatamente.

—Creo que tienes razón, Juana —asintió Julián—. Vamos, chicas, cerraré por todas partes.

Tim estaba atónito y asustado al verse llevado hacia arriba por Juana y Berta. ¿Estaba Jorge aún enfadada con él? Hacía mucho, mucho tiempo que él dormía con ella. Se alegró cuando vio que Sally iba a estar con él y trotó bastante fúnebremente hacia el ático, hasta la habitación de Juana.

Juana metió a Berta en la cama casi en el acto y se desnudó. Cerró la ventana y dio la vuelta al pestillo. Colocó una alfombra para Tim en una esquina y Sally subió a la cama de Berta, como de costumbre.

—Ahora estaremos a salvo —comentó Juana. Y se metió en el crujiente lecho.

En el piso de abajo, los dos chicos siguieron el mismo procedimiento y también Ana y Jorge. Las ventanas y las puertas se cerraron con aldabas y llaves, a pesar de que era una noche calurosa. Por la mañana se sentirían asfixiados.

Jorge no se atrevía a pensar en cómo estaría Tim con Berta y Juana, especialmente después de haberse enfadado tanto con él. Yacía en su cama, llena de remordimientos. Querido, amable, leal Tim, ¿cómo había podido gritarle de aquel modo?

—¿Crees que Tim se sentirá muy desgraciado? —preguntó cuando ella y Ana se hubieron metido ya en la cama.

—Un poco, quizás —opinó Ana—. Pero los perros olvidan pronto.

—Ya lo sé. Y eso lo empeora —asintió Jorge.

—Bueno, realmente no deberías tener esos arranques de genio —Ana aprovechó la ocasión para reprender un poco a Jorge—. Estabas en medio de un berrinche y no te diste cuenta de lo que hacías. Estos días has estado bastante irritable. A causa de Berta, me imagino.

—Me gustaría subir y decirle buenas noches a Tim —empezó de nuevo Jorge tras unos minutos de silencio.

—¡Santo cielo, Jorge! —exclamó Ana, medio dormida—. Sé sensata. No puedes subir y llamar a la puerta de Juana y preguntar por Tim. Les darías un susto de muerte.

Ana se durmió, pero Jorge no lograba conciliar el sueño. De pronto, oyó el sonido de una puerta al abrirse. Se sentó en la cama. Sonaba como si fuera en el piso de arriba. ¿Estaba Juana abriendo su puerta? ¿Qué le pasaría?

Una cautelosa llamada sonó en la puerta de Jorge.

—¿Quién es? —preguntó ésta.

—Soy yo, Juana —dijo la voz de la cocinera—. He bajado a Sally. Tim está tratando de subirse a la cama de Berta para estar con Sally y Berta no puede dormir, porque la cama plegable es demasiado pequeña para que duerman los tres en ella. Así que ¿quiere usted tener a Sally, por favor?

—¡Diablos! —exclamó Jorge. Y fue a abrir la puerta—. ¿Cómo está Tim? —preguntó en voz baja.

—Muy bien —aseguró Juana—, aunque se enfadará porque he bajado a Sally. ¡Estoy contenta de tenerlo arriba esta noche, con todos estos líos!

—¿Es… es feliz, Juana? —preguntó Jorge, pero Juana se había vuelto a su habitación y no la oyó.

Jorge gimió. ¿Por qué se había ofrecido a dejar a Tim con Juana y Berta aquella noche entre todas las noches, aquella noche en que ella le había reñido tan desagradablemente? Ahora tenía en su lugar a aquella tonta y pequeña Sally.

Sally gruñó. No le gustaba estar lejos de Berta y no era muy amiga de Jorge. Saltó de sus brazos y corrió por la habitación, gruñendo todavía.

Ana se despertó sobresaltada.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué está Sally en nuestra habitación? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Jorge se lo explicó muy enfadada.

—Bueno, espero que se acostumbre —dijo Ana—. No me gustaría oírla gruñir y corretear por el dormitorio toda la noche.

Pero Sally no quería acostumbrarse. Su gruñido se convirtió en ladrido. Y cuando saltó sobre la cama de Jorge y puso sus patas sobre el estómago de ésta, la chiquilla consideró que tenía bastante y le susurró con fiereza:

—¡Pequeña idiota! Me siento tentada a bajarte y dejarte en la caseta de Tim.

—¡Buena idea! —aprobó Ana, soñolienta.

Jorge cogió a la inquieta perrita y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Ana volvió a dormirse pronto.

Jorge descendió por las escaleras y salió en pijama y bata, con el rizado pelo alborotado, transportando al gruñente perrito.

De repente, Sally se puso rígida entre sus brazos y soltó un gruñido sordo: «¡Grrrr!». Jorge se detuvo. ¿Qué había oído Sally?

De pronto, empezaron a sucederse los acontecimientos precipitadamente. Una linterna le iluminó la cara y, antes de que pudiera gritar, le arrojaron un saco sobre la cabeza y no pudo articular ni una palabra.

—¡Éste es uno de ellos! —dijo una voz quedamente—. El del pelo rizado. Y éste su perro de lanas. Ponlo en la caseta, rápido, antes de que eche la casa abajo con sus ladridos.

Sally, demasiado asustada incluso para ladrar, fue empujada al interior de la caseta y la puerta se cerró tras ella. Jorge, estrangulándose casi en sus esfuerzos por gritar, fue levantada y transportada velozmente hacia la puerta de la verja.

La puerta del jardín golpeaba fuertemente, empujada por el viento. Sally gimió en la caseta. Pero nadie oyó ni la puerta ni al perro. ¡Todos estaban profundamente dormidos en «Villa Kirrin»!