Capítulo XII

MUY SOSPECHOSO

Los niños corrieron al otro lado de la isla, con los dos perros ladrando excitados. Grandes rocas guardaban aquella parte y las olas se rompían contra ellas, salpicando fuertemente.

—¡Está allí! ¡Una lancha! —chilló Dick.

Todos se detuvieron y observaron la barca, que se alejaba por el mar a gran velocidad.

—¿Dónde están los gemelos? ¿No los hemos traído? —pidió Julián—. Me gustaría enfocar con ellos la barca y tratar de leer el nombre o ver al hombre que va en ella.

Pero los gemelos habían quedado en «Villa Kirrin». ¡Qué lástima!

—Sin duda anclaron su barca aquí y alguno de ellos trepó hacia arriba por esas rocas —opinó Jorge—. Es peligroso hacerlo si no se conoce el camino.

—Sí. Y si vinieron anoche, como yo creí que habían hecho, porque ahora estoy segura de que era el motor de una lancha lo que oí —intervino Ana—, si vinieron anoche tuvieron que escalar el acantilado en la oscuridad. ¡Me admira que lograran hacerlo!

—Debió ser la luz de un farol o de una linterna lo que tú viste anoche en la isla —dedujo Julián—. Probablemente no querían ser vistos al llegar a la isla y por eso desembarcaron por la parte que da a mar abierto. Me pregunto si habría un hombre vigilando para saber si Berta está con nosotros o no.

—Exploremos un poco a ver si encontramos algo más —sugirió Ana—. La lancha está ya casi fuera del alcance de la vista.

Volvieron hacia la otra parte de la isla. Berta miraba asombrada el viejo castillo en ruinas que se alzaba en el centro.

Los grajos volaban alrededor de la torre graznando:

—¡Crac, crac, crac!

—Una vez, hace mucho tiempo, mi castillo tuvo fuertes murallas a su alrededor —explicó Jorge—. Y tenía dos grandes torres. Una está casi en ruinas, ya lo veis, pero la otra está bastante bien. Entremos en el castillo.

Berta siguió a los otros al interior, casi enmudecida por el asombro. ¡Pensar que esta isla y este maravilloso castillo en ruinas pertenecían a Jorge! ¡Cuán afortunada era!

Atravesaron un gran portal y se encontraron en una oscura habitación, con paredes de gruesas piedras. Toda la luz de la habitación entraba por dos ventanas tan estrechas que parecían hendiduras.

—Es extraño y viejo y misterioso —dijo medio para sí Berta—. Está dormido en los días en que vivía gente aquí. ¡No le gusta que hayamos venido!

—¡Despierta! —exclamó Dick—. ¡Pareces estar en otro mundo!

Berta se sacudió y miró a su alrededor de nuevo. Entonces se internó en el castillo y exploró las otras habitaciones. Algunas de ellas carecían de techo y a otras les faltaba una o dos paredes.

—¡Es un cielo de castillo! ¡Un cielo! —le dijo a Jorge—. ¡«Marravilloso», digo maravilloso!

Vagaron por allí, enseñándole a la boquiabierta Berta todo lo que había que ver.

—¡Vamos a enseñarte las mazmorras! —resolvió Jorge, contenta por haber impresionado tanto a Berta.

—¡Mazmorras! ¿Tienes mazmorras también? ¡Oh, claro! Me hablaste de ellas —exclamó Berta—. ¡Mazmorras! ¡No me digas! Yo… yo… ¡nunca olvidaré esta tarde!

Mientras avanzaban por el antiguo patio, Tim rompió de pronto a ladrar, quedándose alerta con el rabo bajo y los pelos del cuello erizados. Todo el mundo se detuvo automáticamente.

—¿Qué pasa, Tim? —preguntó Jorge en un susurro. La nariz de Tim señalaba hacia el puertecito en el que habían dejado la barca.

—¡Debe de haber alguien allí! —exclamó Dick—. ¡No puede ser que vayan a salir con nuestro barco!

Jorge lanzó un grito. ¡Su bote! ¡Su precioso bote! Echó a correr a toda velocidad, con Tim saltando delante de ella.

—¡Vuelve, Jorge, puede haber peligro! —chilló Julián.

Pero Jorge no le escuchó. Corrió sobre las rocas que descendían hasta la pequeña cala y de pronto se detuvo sorprendida. ¡Dos policías caminaban sobre la arenosa playa! Su lancha se divisaba detrás del bote de Jorge. La saludaron y gritaron:

—¡Buenas tardes, señorita Jorge!

—¿Qué están haciendo ustedes en mi isla? —quiso saber Jorge, reconociéndolos—. ¿Por qué han venido aquí?

—Alguien nos informó de que había gente sospechosa en la isla —dijo uno de los policías.

—¿Quién fue? —exclamó Jorge—. Nadie sabía nada, excepto nosotros.

—Apuesto a que sé quién fue —anunció Dick de pronto—. ¡Lo hizo Juana! No le gustó que saliéramos nosotros solos y dijo que deberíamos llamar a la policía.

—Está bien —dijo el policía—. De manera que vinimos a comprobarlo. ¿Encontrasteis a alguien?

Julián tomó entonces la palabra y contó cómo habían encontrado primero las colillas y luego habían oído un motor arrancando y habían visto la lancha alejarse de la isla.

—¡Ah! —murmuraron ambos policías con cara de entendidos—. ¡Ah!

—¿Qué quieren decir con eso de «ah»? —preguntó Dick.

—Fred oyó una lancha motora en algún lugar de la bahía esta noche —dijo el otro policía—. ¿Qué estaría haciendo allí? Me gustaría saberlo.

—También a nosotros —repuso Julián—. Vimos a alguien en la isla esta mañana, mirando con los gemelos hacia la playa.

Esto hizo que los policías intercambiaran una mirada y lanzaran otros dos «ah».

—Es bueno que tengáis una pareja de perros con vosotros —dijo el llamado Fred—. Bueno, vamos a echar una ojeada y en seguida volveremos a nuestros botes. Y debéis llamarnos la próxima vez que veáis algo sospechoso. ¿De acuerdo, Jorge?

Se marcharon juntos, observando atentamente el suelo. Encontraron una colilla y la recogieron. Después continuaron juntos su recorrido.

—Volvamos —propuso Jorge en voz baja—. Éstos estropearán las cosas si hay otra gente en la isla. No quiero merendar aquí ahora. Saldremos en la barca y tomaremos el té en una cueva.

Así que arrastraron el bote al agua y saltaron dentro. Sally estaba muy contenta de verse de nuevo en la barca y corrió de punta a punta, moviendo con deleite su colita. Tim la seguía arriba y abajo, interponiéndose en el camino de todos.

—¿Cómo puedo remar si estás saltando encima de mí? —se lamentó Dick—. Sally, tú eres igual de mala. Berta, ¿estás bien? Pareces un poco pálida.

—Es sólo la excitación y el movimiento al pasar las rocas —contestó Berta, ansiosa de no parecer mareada delante de los otros—. Estaré bien en cuanto nos encontremos en mar calmado.

Pero no se puso bien, así que remaron duramente hacia la costa. Tomaron el té perezosamente en la playa y Berta se recobró lo suficiente como para gozar de él.

—¿A alguien le queda lugar para un helado? —preguntó Ana—. Porque si es así, yo iré a la tienda y los traeré. Quiero comprar cordones para mis zapatos. Se me rompió uno esta mañana.

Pareció que todo el mundo deseaba un helado y Ana se marchó con Sally, que quiso unirse a ella.

—Siete, por favor —pidió.

La muchacha que despachaba sonrió.

—¿Siete? Siempre pedías cinco.

—Sí, ya sé. Pero hay alguien más con nosotros y otro perro —explicó Ana—. ¡Y a los dos perros les gustan los helados!

—Esto me recuerda que alguien estuvo preguntándome por tu tía ayer en la tienda —le informó la muchacha—. Dijo que la conocía. Quería saber cuántos niños había en «Villa Kirrin». Pensé que sólo estabais cuatro allí… y Tim, desde luego. Pareció sorprendido y preguntó: «¿Seguro que no hay otra niña allí?».

—¡Cielos! —exclamó Ana, sobresaltada—. ¿De veras? ¡Qué curioso! ¿Qué le contestaste?

—Le dije que sólo había dos chicos y una chica. Y otra chica que se vestía como un chico —respondió la muchacha.

Ana sonrió al pensar que la dependienta no sabía nada de Berta.

—¿Qué aspecto tenía el hombre? —preguntó.

—Bastante vulgar —contestó la joven, tratando de recordar—. Llevaba gafas oscuras, como tanta gente lo hace en verano. Y noté que tenía una gran sortija de oro en el dedo cuando pagó mi cuenta. Es todo lo que puedo recordar.

—Bueno, si alguien más te pregunta, dile que tenemos un amigo llamado Lesley pasando una temporada con nosotros —dijo Ana—. Adiós.

Se fue corriendo, ansiosa de contarles lo ocurrido a los demás. El hombre del restaurante debía de ser uno de los que habían ido a la isla para observar la playa. Sin duda los vio a los cinco mientras jugaban juntos en la playa. Debía de ser uno de los de la lancha. A Ana no le gustaba nada aquello. Le hacía sentirse inquieta.

Explicó a los otros lo que le había dicho la dependienta, mientras, sentados en la arena, se tomaban los helados. Tim engulló el suyo casi en seguida y se sentó paciente para contemplar a Sally que lamía el suyo, con la esperanza de que le dejasen un poco.

Los cuatro escucharon interesados la historia de Ana.

—Esto confirma nuestras sospechas —comentó Dick—. Aquellos hombres andan rondando por aquí para averiguar si Lesley está con nosotros.

—Y están llegando a conclusiones bastante incómodas —añadió Julián.

—Mañana vuelven vuestros tíos —intervino Berta—. Les explicaremos esto y quizás a ellos se les ocurra un buen plan.

—Espero que esos hombres no sepan que ellos se encuentran fuera —dijo Dick, inquieto—. Creo que debemos mantener una vigilancia cerrada a partir de ahora. Me pregunto si será conveniente que Berta continúe aquí con nosotros.

—Veamos qué dice mi padre mañana —concluyó Jorge.

Así que decidieron no hacer nada, excepto mantener una cuidadosa vigilancia hasta que regresaran los padres de Jorge. Volvieron prudentemente a «Villa Kirrin» y le contaron a Juana lo que había sucedido en la isla.

—¡Tú telefoneaste a la policía, Juana! —acusó Dick, señalándola con el dedo.

—Sí. Y muy bien que hice —asintió Juana—. Y lo que es más, voy a apartar la cama de Lesley de la ventana esta noche. Cerraré la ventana aunque nos derritamos y, además, cerraré la puerta con llave.

—Te dejaré a Tim también, si quieres —dijo Jorge—. Puede dormir en la habitación con Sally. ¡Estaréis a salvo entonces!

En realidad dijo esto un poco en broma, pero, para su sorpresa, Juana aceptó.

—Gracias, señorita —dijo—. Estaré contenta con Tim. Me siento muy desgraciada, sola con vosotros y los raptores rondando a nuestro alrededor.

Julián rió.

—¡Oh, no es tan malo como eso, Juana! Sólo una noche más, y tío Quintín y tía Fanny estarán de nuevo con nosotros.

—¡Lo había olvidado completamente! —exclamó Juana—. Mirad este telegrama que ha llegado. ¡Van a estar fuera toda una semana! Ésta es la razón de mi susto. ¡Una semana! Pueden pasar muchas cosas en una semana.