OTRA VEZ EN LA ISLA DE KIRRIN
Jorge deseaba coger su barca inmediatamente hacia la isla. Estaba tan furiosa al pensar que alguien estaba allí sin su permiso, que lo único que quería hacer era ir a cazarlo.
Pero Julián dijo que no.
—Primero, porque el bote no estará arreglado hasta las dos. Segundo, porque debemos pensar si ir a la isla será sensato cuando hay la posibilidad de que sean los raptores en busca de Berta, de Lesley, quiero decir.
—Podríamos ir sin ella —propuso Jorge— y dejarla a salvo con Juana.
—Sería una locura hacerlo —intervino Dick—. Cualquiera que nos viera atravesar la bahía en la barca vería que falta uno de los cinco y adivinaría que se trataba de Berta. Si vamos, tenemos que ir todos.
—Me parece que será mejor ir —opinó Julián—. Llevar la guerra al campo enemigo… ¡Suponiendo que haya enemigos! Nos será muy útil si podemos ver la cara que tienen y dar una descripción de ellos a la policía. Voto por que vayamos.
—Sí —asintió Dick—. De todos modos, llevaremos a Tim con nosotros. Él puede manejar a cualquier intruso si intenta algo contra nosotros.
—En realidad, no creo que sean más que excursionistas —dijo Julián—. Me parece que estamos haciendo mucho escándalo por nada, sólo porque alguien observaba la playa con unos gemelos de campaña.
—Acuérdate de que yo creí ver una luz en la isla anoche —le recordó Ana.
—Sí, lo había olvidado —contestó Julián, consultando su reloj—. Es casi la hora de comer. Vayamos a tomar algo y después volveremos a buscar el bote. Jaime lo está arreglando ahora. Preguntémosle si estará listo a las dos.
Llamaron a Jaime y él gritó en respuesta:
—¡Sí, señor! ¡La barca estará lista para zarpar a las dos, si la quiere! He hecho una o dos reparaciones en el remo.
—¡Estupendo! —exclamó Dick. Se dirigieron a «Villa Kirrin»—. Bueno, pronto sabremos quién está en tu isla, Jorge. Y si se obstina en quedarse, tendremos un poco de diversión a cargo de Tim. Él puede encargarse de ellos perfectamente, ¿verdad?
—También puede Sally —dijo Berta—. Los dientes de Sally no son muy grandes, pero son agudos. Una vez mordió a un hombre que accidentalmente me empujó y hubierais visto qué dentelladas le dio en la pierna…
—Sí, Sally nos será útil —asintió Dick.
Jorge se mostró bastante desdeñosa.
«¡Esta idiota perrita de lanas! —pensó—. ¡Una perra mimada, eso es lo que es! Tim vale cien veces más que ella».
Juana había preparado una comida extraordinaria: jamón y ensalada y una gran bandeja de patatas nuevas peladas. Había rojos tomates procedentes del huerto, lechugas de grandes hojas, rosados rábanos y un pepino enorme, a punto de ser cortado. Trozos de huevo duro se mezclaban en la ensalada y Juana había puesto a hervir zanahorias y también guisantes.
—¡Qué ensalada! —exclamó Dick—. ¡Parece digna de un rey!
—Y suficiente para todos los reyes —añadió Ana—. ¿Cuántas patatas, Julián? ¿Grandes o pequeñas?
Julián observó la pila de patatas.
—Bueno, yo me decido fácilmente cuando se trata de estas patatas —dijo—. Dame tres grandes y cuatro pequeñas.
—¿Qué hay para postre? —quiso saber Berta—. Me gusta tanto esta clase de ensalada que no creo que me quede lugar para ningún postre.
—Hay grosellas frescas con azúcar y helado hecho en casa —explicó Juana—. No creí que os apeteciera un postre caliente. Mi hermana vino a verme esta mañana y le pedí que cogiera las grosellas.
—No puedo imaginar una comida mejor que ésta —exclamó Berta, sirviéndose más ensalada—. Realmente, no puedo. Me gustan más vuestras comidas que las que tomaba en casa, en América.
—Te convertiremos en un excelente muchacho inglés antes de que te des cuenta —anunció Dick.
Le explicaron a Juana lo que habían visto por la mañana. Su expresión se tornó inmediatamente grave.
—Ya sabe lo que dijo su tía, señorito Julián. Dijo: «Debemos comunicar a la policía cualquier cosa sospechosa». Será mejor que le notifiquen lo que han visto.
—Iré tan pronto como haya vuelto de la isla —decidió Julián—. No quiero parecer demasiado suspicaz, Juana. Si sólo son inofensivos excursionistas que no han encontrado nada mejor, no hay necesidad de avisar a la policía. Te prometo que la llamaremos si encontramos algo sospechoso.
—Creo que deberían avisarla ahora —insistió Juana—. Y lo que es más, no creo que deban ir a la isla si creen que hay gente allí.
—Llevaremos a Tim con nosotros —dijo Dick—. No tengas miedo.
—Y a Sally —añadió Berta en seguida.
Juana no dijo más y fue a buscar el helado y las grosellas, todavía con cara de susto. Trajo una gran fuente de cristal con las grosellas y otra fuente con los cremosos helados, recién salidos de la nevera.
Todos la contemplaron con admiración.
—¿Quién podría desear algo mejor? —preguntó Dick—. Y este helado, ¿cómo has conseguido hacerlo ni demasiado claro ni demasiado espeso, Juana? Espero que no vengan algunos americanos y te arrastren al otro lado del océano. ¡Vales tu peso en oro!
Juana rió.
—Qué cosas tan raras dice, señorito Dick. ¡Y todo por un vulgar plato de helado y fresa! ¡Exagerado! El señorito Lesley le dirá que no hay nada de particular en las grosellas y el helado.
—Estoy de acuerdo con cada palabra que han dicho los demás —dijo Berta con fervor—. ¡Eres «maravillosa», eres un tesoro, eres…!
Pero Juana había salido de la habitación, riendo encantada. ¡No sabía qué decir con niños como aquéllos!
Cuando acabaron de comer, bajaron de nuevo a la playa. Jaime se hallaba aún en el bote.
—¡Ya está listo! —voceó—. ¿Van a salir ahora? Les ayudaré a sacarlo.
Pronto los cinco y los perros estuvieron instalados en la barca de Jorge. Los chicos cogieron los remos y empezaron a remar fuertemente en dirección a la isla. Tim iba en la proa, tal y como le gustaba hacer, con las patas delanteras en el borde de la barca, contemplando el agua.
—Se imagina ser el mascarón de proa —observó Dick—. Aquí está Sally. Quiere ser un mascarón también. Ten cuidado y no caigas al agua, Sally. Te mojarías tus lindas patitas y tendrías que aprender a nadar.
Sally se colocó junto a Tim y los dos perros contemplaron impacientes la isla. Tim porque sabía que había en ella cientos de conejos y Sally porque para ella suponía una aventura nueva el viajar en un bote como aquél.
Berta también miraba impaciente hacia la islita a medida que se acercaban. ¡Había oído hablar tanto de ella! Contemplaba especialmente el antiguo castillo que se levantaba en el centro. Estaba en ruinas y Berta pensó que debía de ser muy antiguo. Como a todos los americanos, le encantaban los edificios y las cosas antiguas. ¡Qué afortunada era Jorge por poseer una isla propia!
Las rocas rodeaban la isla y el mar chocaba fuertemente contra ellas, alzando montañas de espuma.
—¿Cómo vamos a llegar a salvo a la costa de la isla? —preguntó Berta alarmada, observando los fieros acantilados que la guardaban.
—Hay una caleta que siempre usamos —le explicó Jorge.
Estaba sentada junto al timón y conducía inteligentemente el bote entre las rocas.
Rodearon una profunda pared de acantilados muy escarpada y Berta vio de pronto la caleta.
—¡Oh! ¿Ésa es la caleta? —dijo—. Es un pequeño puerto natural que se abre en la arena.
En efecto, una suave ensenada de agua corría entre las rocas, formando un puerto natural, como había dicho Berta. La barca se deslizó suavemente por la cala y encalló en la arena de la playa.
Dick saltó y tiró del bote hacia fuera.
—Quedará seguro aquí —le dijo a Berta—. ¡Bienvenida a la isla de Kirrin!
Berta rió. Se sentía muy feliz. ¡Qué lugar más maravilloso!
Jorge inició el camino desde la arenosa playa hacia las rocas y todos treparon por ellas. Se pararon en la cima y Berta exclamó, asombrada:
—¡Conejos! Miles de ellos. ¡Millones! Yo… yo… yo nunca he visto conejos tan mansos en mi vida. ¿Se dejarán coger?
—No —respondió Jorge—. ¡No son mansos hasta ese punto! Escaparán corriendo cuando nos acerquemos, pero no se meterán en sus madrigueras, probablemente. Nos conocen. ¡Hemos estado aquí a menudo…!
La perrita Sally estaba asombrada ante los conejos. No podía creer a sus ojos al contemplar a los movedizos animales desde su lugar junto a Berta, contrayendo su nariz al tratar de percibir su olor. No podía entender por qué Tim no corría hacia ellos.
Tim permanecía junto a Jorge, con la cola baja y cara de pena. Una visita a la isla de Kirrin no era tan agradable para él como para los niños porque no le permitían cazar conejos. ¡Qué cantidad de ellos!
—¡Pobre viejo Tim! ¡Miradlo! —comentó Julián—. Parece la imagen de la tristeza. Y mirad también a Sally. Está deseando correr detrás de los conejos, pero cree que no es de buena educación hacerlo antes que Tim.
Bien educada o no, Sally no podía esperar más. De pronto saltó hacia un conejo que había llegado temerariamente cerca y le hizo botar de miedo.
—¡Sally! —chilló Jorge del modo más tajante—. ¡No! No vas a cazar mis conejos. ¡Tim, ve y tráela aquí!
Tim fue hacia Sally y le dirigió un suave gruñido. Sally le miró con asombro. ¿Podía su amigo Tim estar gruñéndole? Tim empezó a empujarla y Sally se vio conducida junto a Jorge.
—Buen perro, Tim —dijo Jorge complacida al poder enseñar a todos lo obediente que era—. Sally, no puedes cazar esos conejos. Son demasiado mansos. No han aprendido a escapar y a esconderse, porque no viene nadie a cazarlos.
—Quienquiera que fuera el que estuvo aquí esta mañana, los asustó bastante bien —dijo Julián recordando—. ¡Cielos! No olvidemos que puede haber gente aquí. Bueno, yo no alcanzo a ver a nadie…
Caminaron cautelosamente, dirigiéndose hacia el viejo castillo. Tim iba delante. De pronto Julián se detuvo y señaló hacia el suelo.
—¡Colillas, mirad! Y muy recientes. Hay gente aquí, es verdad. Ve delante de nosotros, Tim.
Pero en aquel momento oyeron el ruido que había oído Ana la noche anterior, el ruido de una lancha motora: «R-r-r-r-r-r-r».
—¡Se van! —gritó Dick—. ¡Rápido, corramos al otro lado de la isla! Entonces los veremos.