Capítulo X

UN MISTERIO

Todo estaba tranquilo en «Villa Kirrin». Los dos chicos dormían profundamente en su habitación. Jorge y Ana dormían también sin moverse de la suya. Berta estaba en la habitación de Juana, en el ático, y no se había movido desde que se metió en la cama.

Tim se hallaba, como de costumbre, a los pies de Jorge, y Sally, la perrita de lanas, acurrucada en la curvatura de las rodillas de Berta. Parecía un ovillo de lana negra. Nadie se movía. Una oscura nube cruzó el cielo y fue borrando las estrellas una por una. De pronto se oyó retumbar el trueno. El ruido era lejano y no se repitió, pero despertó a los dos perros y a Ana.

La niña abrió los ojos, preguntándose qué habría sido aquel ruido. Al fin, comprendió: había sido un trueno.

«¡Oh, espero que no haya tormenta y nos estropee este magnífico tiempo!», pensó mientras escuchaba tendida boca arriba. Se volvió hacia la ventana abierta y miró hacia las estrellas, pero éstas habían desaparecido.

«Bueno, si va a haber una tormenta iré a mirarla desde la ventana —dijo Ana para sí—. Debe de haber una magnífica vista sobre la bahía de Kirrin. De todos modos, tengo demasiado calor y me conviene un poco de aire fresco».

Se deslizó fuera de la cama en silencio y se acercó suavemente a la ventana. Se asomó, aspirando con avidez el aire fresco. La noche era muy oscura, verdaderamente, a causa de la gran nube.

Volvió a sonar el trueno, pero no muy cerca. A su espalda, Ana oyó un profundo gruñido. Tim saltó de la cama de Jorge y fue a colocarse junto a la niña. Apoyó sus patas sobre la ventana y contempló solemnemente la bahía.

Y entonces los dos, Ana y él, oyeron otro ruido, un lejano «chup-chup-chup-chup-chup».

—¡Es una lancha motora! —exclamó Ana escuchando—. ¿Verdad, Tim? ¡Alguien que viaja a altas horas de la noche! ¿Puedes ver los faros de la barca, Tim? Yo no puedo.

El motor de la lancha se paró en aquel preciso instante y todo en el mar quedó en completo silencio, excepto el rumor de las olas sobre la playa. Ana esforzó la vista para intentar divisar cualquier luz que le indicara la situación de la motora. El sonido le había parecido bastante adentrado en el mar. ¿Por qué no había ido hasta el muelle?

Entonces vio una luz, muy débil, frente a la entrada de la bahía, casi en el centro. Resplandeció por un momento, moviéndose de aquí para allá, y desapareció. Ana estaba muy confusa.

—Brilló casi donde está la isla de Kirrin, seguro —le susurró a Tim—. ¿Habrá alguien allí? ¿Tú crees que la lancha habrá ido allí? Bueno, esperaremos a ver si se marcha otra vez.

Pero ningún otro ruido vino de la bahía, ni ninguna otra luz brilló de nuevo.

«Quizá la lancha se encuentre detrás de la isla de Kirrin —pensó Ana de pronto—. En ese caso, no podría ver ninguna luz. La isla ocultaría la barca y sus luces. Pero, entonces, ¿qué ha sido esa luz que he visto moverse? ¿Habrá alguien en la isla? ¡Pobre de mí! Mis ojos están tan cargados de sueño que a duras penas puedo mantenerlos abiertos. Acaso no haya visto ni oído nada, al fin y al cabo».

No hubo más truenos ni más luces. La gran nube negra empezó a desgarrarse y una o dos estrellas aparecieron por los huecos. Ana bostezó y se volvió a la cama. Tim saltó sobre la de Jorge y se hizo un ovillo con un ligero suspiro.

Por la mañana, Ana casi había olvidado lo que vio por la ventana abierta la noche anterior. Sólo cuando Juana mencionó que una gran tormenta había caído sobre una ciudad que distaba noventa kilómetros de allí, Ana recordó el trueno que había oído.

—¡Oh! —exclamó de pronto—. Sí, yo oí el trueno también y salté de la cama para ver la tormenta. Pero no cayó. Y oí una lancha motora en la bahía, bastante lejos, aunque no pude ver luces. Sólo una muy débil, que se movía. Pensé que procedía de la isla de Kirrin.

Jorge dio un salto como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

—¡La isla de Kirrin! ¿Qué quieres decir? No hay nadie allí. ¡Nadie puede ir allí!

—Bueno, puedo estar equivocada —reconoció Ana—. ¡Estaba tan adormilada! No oí marcharse la lancha. Me volví a la cama.

—Debiste despertarme si creías ver una luz en mi isla —dijo Jorge—. ¡Debiste hacerlo!

—¡Oh, señorita Ana! No serán raptores, ¿verdad? —inquirió Juana en seguida.

Julián rió.

—No, Juana. ¿Para qué les iba a servir ir a la isla de Kirrin? No pueden llevar a cabo ningún rapto allí, a la vista de todas las casas de la bahía.

—Apuesto a que fue sólo un sueño de Ana —opinó Berta—. Creo que oíste el trueno en sueños y te pareció el ruido de un motor. En los sueños ocurren cosas como ésta. Una vez me dejé el grifo del lavabo abierto al irme a la cama y me pasé la noche soñando que estaba sobre las cataratas del Niágara.

Todos rieron. Berta podía ser muy divertida a veces.

—Si el bote está a punto, desde luego que vamos a ir a la isla de Kirrin hoy —anunció Jorge—. Si hay algún excursionista, mandaré a Tim que lo persiga.

—Sólo estarán los conejos —repuso Dick—. Me pregunto si habrá todavía tantos cientos de gazapos. La última vez que fuimos estaban tan mansos que casi los pisábamos, ¡palabra!

—Sí, pero no teníamos a Tim con nosotros —apuntó Ana—. Jorge, será estupendo volver a la isla de Kirrin. Tenemos que explicarle a Lesley las aventuras que corrimos allí.

Fregaron los platos, se hicieron las camas y arreglaron las habitaciones después del desayuno. La redonda cabeza de Juana apareció en la puerta del dormitorio de los chicos.

—¿Quiere un paquete con la comida, señorito Julián? —preguntó—. Si no se van de excursión, puedo darles un hermoso jamón frío para comer. El tendero me lo ofreció.

—Si la barca está arreglada iremos a la isla, Juana —contestó Julián—. Y entonces nos llevaremos la comida. Pero, si no vamos, estaremos aquí a la hora de comer. Sería más fácil para ti, ¿no? Nos hemos levantado tan tarde que no queda mucho tiempo para preparar emparedados, coger fruta y todo eso.

—Bueno, dígamelo tan pronto como sepa lo del bote —dijo Juana, y desapareció.

Entró Jorge.

—Voy a ver si el bote está arreglado. Sólo tardaré un minuto. Juana quiere saberlo.

Volvió en seguida.

—No está aún —dijo malhumorada—. Pero estará a las dos de la tarde. Así que comeremos aquí e iremos a la isla después. Llevaremos el té.

—Bien —asintió Julián—. Propongo que vayamos a bañarnos esta mañana. La marea estará alta y podremos divertirnos en la rompiente.

—Y de paso vigilar a Jaime para que cumpla su palabra y arregle el bote —añadió Dick.

Así que cuando acabaron sus tareas (todos las hacían a conciencia), los cinco niños y los dos perros bajaron a la playa. Había refrescado un poco por la tormenta, pero no demasiado, y se sentían bien en traje de baño. Habían llevado los jerseys para ponérselos más tarde.

—No hay nada más agradable que sentirse caliente y meterse en el agua fría y salir a calentarse de nuevo al sol y volverse a meter en el agua fría —empezó Berta.

—¡Dices eso a cada momento! —repuso Jorge—. ¡Pareces un disco rayado! A pesar de ello, estoy de acuerdo contigo. Vamos a bañarnos.

Todos se arrojaron en el seno de las rizadas olas, chillando cuando el agua se deslizaba sobre sus cuerpos, fría y punzante. Se persiguieron unos a otros, bucearon y nadaron, se dejaron flotar sobre la espalda y desearon no haber olvidado su gran pelota roja. Pero nadie quería ir a buscarla, así que tuvieron que conformarse.

Tim y Sally correteaban a la sombra de las olas en los rompientes. Tim era un buen nadador, pero a Sally no le gustaba mucho el agua, así que siempre jugaban juntos en la orilla. Resultaba muy cómico verlos.

Los perros se alegraron cuando los niños salieron del agua, jadeantes. Se tendieron en la cálida arena y Tim se dejó caer junto a Jorge. Ella lo apartó.

—Hueles a alga marina —exclamó—. ¡Puaf!

Al cabo de un rato, Dick se incorporó para ponerse la chaqueta. Contempló la bahía y miró hacia la isla de Kirrin, resplandeciente bajo el sol. De pronto, chilló:

—¡Diantre! ¡Mirad todos allá!

Se levantaron de golpe.

—Hay alguien en la isla de Kirrin, aunque no podemos verlo —dijo Dick—. Alguien tendido, mirando a través de unos gemelos hacia nuestra playa. ¿No veis el resplandor del sol sobre los cristales?

—Sí —respondió Julián—. ¡Tienes razón! Alguien está usando unos gemelos para examinar esta playa. No podemos verlo, como tú decías, pero es fácil distinguir el centelleo del sol sobre los cristales. ¡Cielos, qué caradura!

—¡Caradura! —exclamó Jorge, con el rostro crispado de rabia—. Es mucho más que caradura. ¿Cómo se atreven a ir a mi isla para espiar a la gente en la playa? ¡Espiémosle nosotros a él! ¡Miremos con nuestros gemelos! ¡Entonces veremos quién es!

—Yo los traeré —se ofreció Dick, y corrió hacia «Villa Kirrin». Se sentía inquieto. Parecía una cosa extraña eso de espiar a la gente sentada en la playa, alrededor de la bahía, desde la isla de Kirrin y con gemelos de campaña. ¿Para qué?

Al cabo de un rato volvió con los gemelos y se los tendió a Julián.

—Creo que ya se ha ido quienquiera que fuera —dijo Julián—. No quiero decir que se haya marchado de la isla, sino que ha ido a otra parte de ella. Ya no vemos el reflejo del sol en sus cristales.

—Bueno, prueba a ver si puedes descubrir a alguien con nuestros gemelos —apremió Jorge, impaciente.

Julián los graduó y observó a través de ellos cuidadosamente. La isla parecía estar muy cerca mirando a través de los poderosos cristales de aumento. Todos le contemplaban ansiosos.

—¿Ves a alguien? —quiso saber Dick.

—Ni rastro —contestó Julián, enojado.

Le pasó los gemelos a la impaciente Jorge, quien se los llevó a los ojos en seguida.

—¡Diablos! —exclamó—. No hay nada que ver. ¡Nada! Quienquiera que fuera se ha ocultado en alguna parte. Si son excursionistas que han ido a pasar allí el día, me voy a poner terriblemente furiosa. Si vemos humo de cigarrillos, sabremos que son excursionistas.

Pero no había rastro de humo. Dick miró a su vez por los gemelos y pareció asombrado. Apartó los gemelos y se volvió a los demás.

—Deberíamos poder ver a los conejos correteando por allí —dijo—. Pero no consigo ver ni uno. ¿Alguno de vosotros, Julián o Jorge, vio alguno?

—No, ahora que lo pienso, no he visto ninguno —repuso Julián, y Jorge asintió.

—Los ha asustado alguien, desde luego —observó Dick—. ¿Será prudente llevar a Lesley con nosotros cuando vayamos a la isla esta tarde? Quiero decir que es un poco raro que alguien utilice la isla para vigilar desde ella.

—Sí, ya veo lo que quieres decir —repuso Julián—. Si se les ocurre a los raptores que Berta puede estar con nosotros, sí que es una buena idea por su parte escoger la isla y vigilar desde ella la bahía. Seguramente pensaron que nosotros vendríamos a bañarnos a diario.

—Sí. Ya habrán visto cinco niños en vez de cuatro y habrán empezado a hacerse preguntas acerca del quinto —añadió Dick—. Sin duda están esperando ver a Berta en la playa. Deben de tener su fotografía y buscarán una niña con el pelo largo y rizado.

—¡Y no hay ninguna! —exclamó Ana—. Mi pelo no es rizado y no cae sobre mis hombros como lo hacía el de Lesley. ¡Estarán hechos un lío!

—Aquí hay alguien que les revelará que Berta aún está aquí —anunció Julián de pronto. Señaló a Sally.

—¡Diablos, es verdad! —dijo Dick—. ¡Sally lo va a echar todo a rodar! ¡Tendremos que pensar algo acerca de ella!