Capítulo IX

UNA REPENTINA LLAMADA TELEFÓNICA

Berta pronto se sintió feliz con los Cinco. Al principio, Jorge no podía soportar la idea de que aquella niña tuviera que ir disfrazada de chico. Sin embargo, sus celos fueron desapareciendo a medida que pasaban los días, aunque no ayudaba precisamente a mitigar su enfado el que Berta hubiera probado ser tan buena nadadora. Ante la sorpresa de los chicos, podía sumergirse y nadar bajo el agua más tiempo que ninguno de ellos.

—¡Oh!, bueno, en mi casa tenemos una piscina en el jardín —explicó—. Una piscina maravillosa, deberíais verla. Y yo aprendí a nadar cuando tenía dos años. Pops me llamaba siempre «niña del agua».

Berta comía tanto como los demás, a pesar de no ser tan fuerte y robusta como ellos. Aplaudía ruidosamente las minutas y tía Fanny y Juana estaban muy contentas.

—Estás engordando, Lesley —le dijo tía Fanny una semana más tarde, contemplándola mientras comía con los demás—. Y lo que es mejor aún, estás poniéndote muy moreno. ¡Casi tan moreno como los otros!

—Sí, también yo lo creo —asintió Berta, complacida.

—Es estupendo coger el sol tan fácilmente —comentó tía Fanny—. Ahora, si algún malhechor ronda por aquí en busca de una niña americana de pelo largo y cara pálida, os echarán una mirada a todos y se irán. Nadie podrá imaginar que tú seas Berta.

—Pues yo quiero ser Berta —protestó ésta—. Aún no me gusta pretender ser un chico. Es una bobada y me hace sentirme muy tonta. Ahora, gracias a Dios, mi pelo ya ha crecido un poco. No parezco completamente un chico.

—¡Pobre de mí! —exclamó tía Fanny, al tiempo que todos miraban a Berta—. Tendré que cortártelo otra vez.

—¡Cielos! —se lamentó Berta—. ¿Por qué diría yo eso? Usted no lo hubiera notado de no haberlo mencionado yo. Por favor, tía Fanny, deje que me crezca el pelo. Ya llevo una semana aquí y no ha habido ni rastro de los raptores. Calculo que ya no vendrá ninguno.

Pero tía Fanny se mantuvo firme respecto al pelo e hizo permanecer a Berta de pie después de la comida para recortárselo. No era rizado, como el de Jorge, y ahora que estaba cortado, no quedaba ni siquiera ondulado. Realmente, Berta parecía un pulido y buen chico.

—Bastante cursi —comentó Jorge poco amable, pero todos sabían que no estaba en lo cierto.

La perrita Sally era una auténtica joya. Ni siquiera Jorge podía amargar el día a la danzante y feliz perra de lanas. Correteaba y se metía por todas partes, bien firme sobre sus finas patitas, y Tim era su esclavo adorador.

—Parece como si siempre anduviese de puntillas —observó Ana.

Y en verdad lo parecía. Se hizo amiga de todos, incluso del repartidor de periódicos, que tenía miedo a los perros.

Tío Quintín era el único que no se acostumbraba a Berta y a Sally. Cada vez que se topaba con ellas, Berta disfrazada de chico y Sally pegada a sus talones, se paraba y las contemplaba atentamente.

—Déjame ver, ¿quién eres tú? —preguntaba—. ¡Ah, sí! Eres Berta.

—¡No, él es Lesley! —exclamaban todos.

—No debes llamarle Berta, querido —reconvenía su mujer—. No debes hacerlo. Es muy divertido. Nunca podías recordar que era Berta y en cuanto la hemos convertido en Lesley inmediatamente sabes que es Berta.

—Bueno, he de decir que habéis conseguido que parezca un chico completamente —dijo tío Quintín, para enfado de Jorge, quien estaba empezando a temer que Berta pareciera más chico que ella—. Bueno, espero que disfrutes con los otros, esto, esto…

—Lesley es su nombre —le ayudó tía Fanny con una pequeña risa—. Quintín, intenta recordarlo.

Pasó otro día pacíficamente y los cinco niños, con sus dos perros, pasaron todo el día fuera, nadando, remando, explorando y disfrutando intensamente.

Berta quería ir a la isla de Kirrin, pero Jorge empezó a inventar excusas para no ir.

—No seas pesada —dijo al fin Dick—. Todos queremos ir. Hace siglos que no vamos. Lo que pasa es que no quieres que Berta haga lo que le guste.

—No es eso —contestó Jorge—. Quizá vayamos mañana…

Pero al día siguiente ocurrió algo que trastornó sus planes de visitar la isla de Kirrin. Llamaron a tío Quintín al teléfono y en seguida se puso terriblemente excitado.

—¡Fanny, Fanny! ¿Dónde estás? —llamó—. Prepárame las maletas en seguida, ¿lo oyes?

Su mujer bajó corriendo las escaleras al oír sus chillidos.

—¿Qué pasa, Quintín? ¿Por qué gritas?

—Elbur ha encontrado un fallo en nuestros cálculos —explicó tío Quintín—. ¡Qué idiotez! ¡No hay ningún fallo! ¡Es imposible!

—Pero, ¿por qué no puede venir él aquí y trabajar contigo? —preguntó su mujer—. ¿Por qué tienes que precipitarte así? Dile que venga aquí, Quintín, le pondré una cama en alguna parte.

—Dice que no quiere venir mientras su hija, su hija… ¿cómo se llama?

—Lesley —terminó su mujer—. Muy bien, no necesitas explicarlo. Ahora comprendo que sería una locura que viniera mientras está Lesley aquí. Podría llamarle Pops y…

—¿Pops? —exclamó su marido, sorprendido—. ¿Qué significa Pops?

—Es así como llama a su padre —explicó pacientemente tía Fanny—. De todas maneras, tiene razón. Sería una tontería ocultar a Lesley aquí tan bien y luego que ella le llamara Pops y él a ella Berta. Si algún raptor lo siguiera, en seguida descubriría dónde está su hija. ¡Aquí, con nuestros cuatro niños!

—Sí, eso es lo que trataba de decirte —observó su marido, impaciente—. Así es que debo ir a reunirme con Elbur inmediatamente. Hazme la maleta, por favor. Volveré dentro de dos días.

—En ese caso iré contigo, Quintín —decidió su mujer—. Puedo irme por dos días y tú no vas muy bien solo, perdiendo tus calcetines y olvidando que debes llevar limpios los zapatos y…

Su marido sonrió de pronto y su rostro se iluminó, haciéndole parecer más joven.

—¿Vendrás conmigo de veras? Creí que odiabas dejar a los niños.

—Es sólo por dos días —objetó su esposa—. Y Juana es muy buena con ellos. Lo arreglaré todo para que se vayan todo el día de excursión en barca. Estarán a salvo allí. Si hubiera algún raptor por los alrededores, le sería difícil raptar a Lesley de un bote. Aunque empiezo a no creer la historia de Elbur. Se ha espantado al oír un rumor y eso es todo.

Cuando los niños volvieron a casa a la hora de comer, les fue explicada su súbita decisión. Tuvo que decírselo Juana, porque tía Fanny y su esposo ya se habían marchado, cargados con dos maletas, la una llena de preciosos papeles y la otra de ropa para dos días.

—¡Sopla! —exclamó Julián—. Espero que no haya pasado nada malo.

—¡Oh, no! Solamente una repentina llamada telefónica del padre del señorito Lesley —explicó Juana sonriendo a Berta—. Tenía que ver a vuestro tío inmediatamente, a causa de algunos planos.

—¿Por qué no ha venido Pops aquí? Así me hubiera visto —quiso saber Berta en el acto.

—Porque todo el mundo se enteraría de que tú estás aquí —observó Dick—. Te estamos escondiendo, no lo olvides.

—¡Caramba, pues creo que sí lo había olvidado! —dijo Berta bastante sorprendida de sí misma—. ¡Es tan precioso estar aquí en Kirrin, con todos vosotros! ¡Los días pasan deslizándose suavemente!

—Tu madre dijo que sería mejor que os fuerais todo el día de excursión en barca —le dijo Juana a Jorge—. Deseaba facilitarme las cosas, desde luego. Pero esto no significa que tengáis que hacerlo. Podéis venir a comer a casa todos los días si queréis.

—Haremos lo que tú quieras, Juana —dijo Berta dando a la sorprendida cocinera un repentino abrazo—. Eres una joya.

—Desde luego, es «marravillosa» —corroboró Dick—. Muy bien, Juana, nos llevaremos la comida y el té cada día hasta que vuelva la tía. Y haremos los paquetes de bocadillos nosotros solos.

—Sois muy amables —repuso Juana—. ¿Por qué no vais a la isla de Kirrin todo el día? El señorito Lesley quería ir.

Berta sonrió a Juana. Le parecía muy divertido que le llamaran «señorito Lesley» y Juana nunca lo olvidaba.

—Iremos si la barca está lista —afirmó Jorge de mala gana—. Sabes que Jaime está arreglando uno de los remos. Iremos a ver si ha terminado.

Fueron todos a verlo, pero Jaime no se encontraba allí. Su padre estaba trabajando en otra barca cerca del muelle y los llamó.

—¿Buscáis a mi Jaime? Ha salido en el bote de su tío a pescar. Me dijo que os comunicara que el remo no está arreglado todavía, pero que lo terminará esta noche cuando vuelva.

—Bien. Gracias —contestó Julián. Berta parecía bastante decepcionada—. Alégrate —dijo él—. Podremos ir mañana.

—No podremos —repuso Berta tristemente—. Algo más pasará para impedirlo o Jorge encontrará otra excusa para no ir. Bueno, si yo tuviera una isla «marravillosa», digo maravillosa, como ésta, iría y viviría en ella.

Volvieron a «Villa Kirrin» y prepararon una estupenda comida. El padre de Berta había enviado tres días antes un paquete de conservas americanas y quisieron probarlas.

—¡Navajas! —exclamó Dick leyendo en las latas—. Langostinos, langostas, cangrejos y una docena de cosas más, todo en la misma lata. Suena bien. Preparemos los bocadillos con esto.

—Tragantes —dijo Ana, leyendo el nombre en otra lata—. ¡Qué nombre más raro! Supongo que será algo para tragar. ¿Por qué no lo abrimos?

Abrieron media docena de latas de nombres excitantes y exóticos y se prepararon tantos bocadillos que Juana preguntó, asustada:

—¿Cuántos emparedados habéis hecho para cada uno?

—«Vente», quiero decir veinte —respondió Berta—. Pero no volveremos a casa para comer, ni para el té. Apuesto a que vendremos «mertos» de hambre.

—¡Muertos! —corrigieran todos, y Berta repitió obedientemente la palabra con una mueca en su tostado rostro.

¡Qué día pasaron! Anduvieron muchos kilómetros y se instalaron en un sombreado bosque, junto a un riachuelo que burbujeaba alegremente con un sonido muy fresco y atractivo.

Estaban tan cansados cuando regresaron a casa por la noche, que apenas si pudieron tomar su cena y subir arriba para acostarse.

—Mañana dormiré hasta las doce y media —bostezó Dick—. ¡Mis pobres pies! ¡Diablos! Estoy tan cansado que me dormiré probablemente mientras me esté lavando los dientes.

—¡Qué noche tan tranquila! —observó Ana mirando por la ventana—. Bueno, dormid bien todos. No creo que ninguno de vosotros abra los ojos hasta muy tarde por la mañana. Yo, por lo menos, no lo haré.

Pero sí que lo hizo. ¡Abrió los ojos de par en par a medianoche!