UNOS CUANTOS PROBLEMAS
Berta parecía tan trastornada que tía Fanny intervino rápida y firmemente.
—No molestes ahora con la carta, Quintín —aconsejó—. Después veremos y decidiremos qué hacer. Ahora tengamos el desayuno en paz.
—¡No quiero llevar el pelo corto! —repitió Berta.
Tío Quintín no estaba acostumbrado a ser desafiado abiertamente de aquel modo y estalló. Miró a su mujer.
—No irás a dejar que esta… esta… ¿cuál es su nombre?… ¿Marta?…
—Berta —dijeron todos automáticamente.
—He dicho que no discutiríamos esto hasta acabar el desayuno —intervino tía Fanny, en un tono tal de voz que todo el mundo, incluido tío Quintín, comprendió que estaba dispuesta a cumplirlo.
Su marido dejó la carta en el montón y abrió otra, enfurruñado. Los niños se miraron unos a otros.
¡Berta vestida de chico! ¡Cielos! ¡Si había alguien en el mundo que pareciera menos un chico ésa era Berta! Jorge era la que estaba más molesta. Adoraba vestirse como un chico, pero, ¡no se sentía inclinada a aconsejar a nadie más que lo hiciera! Contempló a Berta, que estaba comiendo con lágrimas en los ojos. ¡Qué cría! Jamás parecería un chico, aunque fuera vestida con ropas de muchacho. Parecía completamente tonta.
Julián inició una conversación sobre el tiempo con su tía. Ella le agradeció que rompiera la tensión causada por la carta. Quería mucho a Julián. «Puedo fiarme siempre de él», pensó. Y habló complacida sobre los frutos y sobre quién recogería las frambuesas para el almuerzo y sobre si las avispas estropearían todas las ciruelas o no.
Dick intervino en la conversación y Ana también y pronto se les unió Berta. Sólo Jorge y su padre permanecieron enfurruñados. Ambos ponían la misma cara, con una expresión ceñuda y solemne, y eran tan semejantes que Julián le dio un codazo a Dick y los señaló con la cabeza.
Dick sonrió burlonamente.
—Tal padre, tal hija —dijo—. Alégrate, Jorge. ¿No te gusta tu desayuno?
Su prima estaba a punto de replicarle duramente, cuando Ana exclamó:
—¡Mirad a tío Quintín! ¡Está poniendo mostaza en su tostada! ¡Tía Fanny, deténlo, va a comérsela!
Todos estallaron en carcajadas. Tía Fanny cogió la mano de su esposo y se la apartó de la boca en el momento en que iba a morder la tostada leyendo la carta al mismo tiempo.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —preguntó, asombrado, el padre de Jorge.
—¡Quintín! Es la segunda vez en este mes que has untado la tostada con mostaza en lugar de hacerlo con mermelada —reprendió su mujer—. Ten más cuidado.
Después de esto, todo el mundo se mostró muy alegre. Tío Quintín se rió de sí mismo y Jorge, viendo el lado cómico del asunto, se rió fuertemente, lo que hizo que Tim ladrara y que Berta se atragantara. Tía Fanny estaba verdaderamente aliviada porque su marido no había llegado a cometer tal tontería.
—¿Os acordáis de cuando papá puso su flan sobre el pescado frito? —dijo Jorge, interviniendo por primera vez en la conversación—. ¡Y dijo que eran los mejores huevos fritos que jamás había probado!
La conversación se animó y tía Fanny respiró satisfecha.
—Muchachas, vosotras podéis quitar la mesa y fregar los cacharros para ayudar un poco a Juana —dijo—. Bueno, dos de vosotras seréis suficientes. Los demás que vengan a hacer las camas conmigo.
—¿Y mi perrita? —dijo Berta recordándola de pronto—. Todavía no la he visto. Sólo tuve tiempo de bajar a desayunar. ¿Dónde está?
—Puedes ir a buscarla —accedió tía Fanny—. Hemos terminado. ¿Vas a ponerte a trabajar, Quintín?
—Sí —respondió su marido—. Así que no quiero alaridos, gritos o ladridos junto a la puerta de mi despacho.
Se levantó y salió de la habitación. Berta se levantó.
—¿Dónde está la caseta? —preguntó.
—Te la enseñaré —se ofreció Ana—. Iremos a buscar a tu perro para presentárselo a Tim. ¿Vienes, Jorge?
—Podéis traer al perro aquí y veremos lo que dice Tim —respondió Jorge enfurruñándose de nuevo—. Si no le gusta el perro, y sé que no le gustará, tendrá que vivir fuera, en la caseta.
—No —saltó Berta inmediatamente.
—Bueno, no querrás que Tim se lo coma, ¿verdad? —dijo Jorge—. Se cela mucho de los demás perros. Y puede volverse muy salvaje.
—No —afirmó Berta de nuevo. Parecía alarmada—. Tim es agradable. No es un perro fiero.
—Eso es lo que tú crees —desafió Jorge—. Bueno, ya te he advertido.
—Vamos —urgió Ana, tirando de la manga de Berta—. Busquemos a Sally. Sin duda se estará preguntando por qué nadie se ocupa de ella. Apuesto a que Tim no será tan terrible.
Tan pronto como las dos niñas salieron, Jorge habló al oído de Tim.
—Tú no quieres que vengan otros perros a vivir aquí, ¿verdad, Tim? Vas a ladrar y a gruñir como un demonio, ¿no? ¡Gruñe lo más fieramente posible! Ya sé que no muerdes, pero si ladras con todas tus fuerzas será suficiente. ¡Berta dejará que ese perro, Sally, viva fuera!
Pronto oyeron pasos que se acercaban y la voz de Ana exclamando con deleite.
—¡Oh, es preciosa! ¡Qué adorable! Sally, eres una monada. Julián, Dick, tía Fanny, venid a ver el perro de Berta.
Todos entraron en la habitación en la que estaban Berta y Ana. Berta traía su perro en brazos.
Era un diminuto perrito de lanas negro, cuya lana había sido esquilada aquí y allá, dándole un buen aspecto. ¡Sally era realmente una cosita muy atractiva! Su afilado hociquito lo olfateaba todo mientras era llevada al interior de la habitación y sus vivos ojillos contemplaban a todos.
Berta la depositó en el suelo y la perrita de lanas se mantuvo sobre sus patitas, como una bailarina a punto de actuar. Todos menos Jorge se mostraron encantados.
—¡Es un cielo!
—¡Sally, eres una monada!
—¡Un perro de lanas! ¡Adoro los perros de lanas! Parecen tan inteligentes…
Tim estaba junto a Jorge, husmeando ávidamente el olor del nuevo perro. Su ama lo sujetaba por el collar para evitar que saltara. Tenía la cola tiesa como un palo.
La perrita descubrió a Tim de pronto. Lo contempló atentamente con sus brillantes ojitos, sin mostrar el menor miedo. De repente, se desprendió de las manos de Berta y trotó directamente hacia Tim, moviendo alegremente su divertida colita.
Sorprendido, Tim retrocedió un poco. La perrita se puso a bailar a su alrededor y lanzó un pequeño alarido anhelante, que decía lo más claramente posible: «Quiero jugar contigo».
Tim dio un salto. Pateó en el aire y cayó sobre sus patas; la perrita se apartó. La cola de Tim empezó a moverse rápidamente. Saltó de nuevo, juguetón, y casi golpeó a la perrita. Ladró como si dijera: «Lo siento, no quise hacerlo».
A continuación, Tim y la perrita se enfrascaron en un ridículo juego de esquivarse y, aunque una o dos sillas cayeron, nadie hizo caso. Todos estaban riendo a más no poder al ver a la pequeña perrita haciendo danzar a Tim.
Al fin Sally se cansó y se echó en una esquina. Tim hizo cabriolas delante de ella, pavoneándose. Luego se le acercó y le olió el hocico. La lamió gentilmente y se tendió ante ella, contemplándola con adoración.
Ana lanzó una pequeña carcajada.
—¡Está contemplando a Sally exactamente como te contempla a ti, Jorge! —gritó.
Pero Jorge no se sentía contenta. En efecto, estaba completamente asombrada. ¡Pensar que Tim podía dar la bienvenida a otro perro! ¡Pensar que se portaba así, cuando ella le había indicado precisamente lo contrario!
—¿No es una monada verlos juntos? —decía Berta, contenta—. Ya sabía yo que a Tim le gustaría Sally. Desde luego, Sally es un perro de raza y cuesta mucho dinero, y Tim es sólo una mezcla. ¡Supongo que piensa que Sally es «marravillosa»!
—¡Oh, Tim puede ser una mezcla, pero es absolutamente «marravilloso» también! —dijo Dick rápidamente, pronunciando la palabra igual que Berta para hacer reír a los demás. Y miró el ceño de Jorge, pues sabía lo molesta que se sentía al oír comparar a su amado Tim con un perro de raza—. Es un compañero magnífico, ¿verdad, Tim? —continuó Dick—. Sally puede ser un cielo, pero tú vales más que cien cielos juntos.
—Creo que es muy bonito —opinó Berta, mirándole—. Tiene los ojos más adorables que he visto en mi vida.
Jorge empezó a encontrarse un poco mejor. Llamó a Tim.
—Te estás volviendo loco —le dijo.
—Ahora que Tim y Sally son amigos, ¿puedo tener a Sally en mi cama esta noche, igual que Jorge tiene a Tim? —preguntó Berta—. ¡Por favor, diga que sí, tía Fanny!
—No —dijo Jorge al punto—. Mamá, no quiero. ¡No quiero!
—Bueno, ya veremos lo que hemos de hacer —replicó su madre—. Debo decir que Sally estuvo completamente feliz en la caseta esta noche.
—Va a dormir conmigo esta noche —anunció Berta, mirando ferozmente a Jorge—. Mi padre les pagará mucho dinero por hacerme feliz. Dijo que lo haría.
—No seas tonta, Berta —cortó tía Fanny con firmeza—. No es una cuestión de dinero. Ahora dejad esto para otro rato y marchaos a cumplir vuestro cometido. Y debemos releer la carta de tu padre, Berta, para saber qué es lo que él quiere exactamente. Debemos tratar de seguir sus consejos acerca de ti.
—Yo no quiero… —empezó Berta, pero una mano firme la cogió del brazo. Era Julián.
—¡Ven, niña! —dijo—. ¡No seas criatura! Recuerda que tú eres la invitada y debes portarte lo mejor posible. Nos gustan los niños americanos. ¡Pero no los niños mimados!
Berta se sobresaltó al oír hablar así a Julián. Lo miró y él le sonrió. Berta estaba a punto de llorar. Sin embargo, le devolvió la sonrisa.
—Tú no tienes hermanos para que te pongan en tu lugar —dijo Julián, cogiéndola de los brazos—. Bueno, desde ahora y mientras estés aquí, Dick y yo somos tus hermanos y te meteremos en cintura igual que a Ana. Bien. ¿Qué dices a esto?
Berta sintió que no había nada que le gustara tanto como tener a Julián por hermano. Era alto y fuerte y sus brillantes y amables ojos hacían que Berta sintiera que él era tan responsable y de confianza como su padre.
Tía Fanny sonrió para sí. Julián sabía siempre encontrar las palabras oportunas y lo que era conveniente hacer. Ahora tomaría a Berta bajo su responsabilidad y procuraría que no resultara demasiado incómoda para todos. Estaba contenta. ¡No era fácil manejar una familia como ésta, con un marido científico a quien cuidar, a menos que todos ayudasen!
—Ve y ayuda a tía Fanny a hacer camas —ordenó Julián a Berta—. Y llévate contigo a Sally. Es preciosa, pero Tim también lo es, no lo olvides.