A LA MAÑANA SIGUIENTE
Jorge fue la primera en despertarse por la mañana. Recordó inmediatamente los acontecimientos de la noche anterior y miró hacia la cama plegable que ocupaba Berta. La niña estaba profundamente dormida y sus dorados rizos formaban una cascada sobre la almohada. Jorge se deslizó hasta la cama de Ana y le dio un fuerte codazo.
Ana se despertó en seguida y contempló a Jorge.
—¿Qué pasa? ¿Es ya hora de levantarse?
—Mira allá —susurró Jorge señalando a Berta.
Ana se volvió y miró. Al contrario que a Jorge, a ella le gustó Berta. Su cara dormida aparecía bonita y feliz. Sus labios sonreían. Ana no podía soportar a la gente cuyos labios se curvaban hacia abajo en muecas de mal humor.
—Es muy bonita —comentó en voz baja.
Jorge se enfurruñó.
—Gritaba como una desesperada cuando vino —le explicó a Ana—. Es una criatura. ¡Y ha traído un perro!
—¡Cielos! ¡Tim se enfadará! —exclamó Ana, alarmada—. ¿Dónde está?
—Abajo, en la caseta de Tim —dijo Jorge en voz baja—. No lo he visto. Estaba en una cesta cerrada anoche y no me atreví a abrirla, para que no subiera y se peleara con Tim. Pero no puede ser muy grande. Supongo que será un horrible pequinés o algún otro perro pequeño.
—Los pequineses no son horribles —protestó Ana—. Son pequeños y tienen unos hocicos muy divertidos, pero son muy valientes. ¡Imagínate, tener otro perro! ¡No puedo ni pensar en lo que dirá Tim!
—Es una lástima que Berta no sea como nosotros —observó Jorge—. Mira su cara pálida, no tostada por el sol. Y parece débil. Estoy segura de que es incapaz de subir a un árbol, o de remar, o…
—¡Chist! Se está despertando —advirtió Ana.
Berta bostezó y se estiró. Abrió los ojos y miró a su alrededor. En el primer momento no tenía idea de dónde se encontraba. De pronto, lo recordó. Se sentó en la cama.
—¡Hola! —dijo Ana sonriéndole—. No estabas aquí cuando me acosté ayer por la noche y me he llevado una sorpresa al verte aquí esta mañana.
Berta sintió inmediatamente gran simpatía hacia Ana. «Tiene ojos dulces —pensó—. No se parece a la otra niña. ¡Ésta me gusta!». Le devolvió la sonrisa a Ana.
—Sí, llegué a medianoche —explicó—. Vine en una lancha motora y el mar estaba tan agitado que me mareé terriblemente. Mi padre no pudo venir, pero me acompañaba un amigo suyo, que me trajo en brazos desde la barca hasta aquí. ¡Hasta mis piernas notaban el mareo!
—¡Mala suerte! —convino Ana—. Realmente, no disfrutaste de la aventura.
—No. La verdad es que puedo pasarme sin aventuras —respondió Berta—. No me gustan. Sobre todo cuando Pops se excita y se asusta por mí. Se alborota como una gallina, mi querido Pops. Odio estar lejos de él.
Jorge escuchó atentamente todo aquello. ¡No le gustaban las aventuras! Bueno, de una chica así, ¿qué podía esperarse?
—Tampoco a mí me gustan demasiado las aventuras —dijo Ana—. Nosotros hemos corrido gran cantidad de ellas. ¡Pero prefiero cuando ya han pasado!
Jorge estalló.
—¡Ana! ¿Cómo puedes hablar así? Hemos corrido varias aventuras emocionantes y hemos disfrutado con cada una de ellas. Si piensas así, no vendrás en la próxima.
Ana rió.
—¡No lo haréis! Una aventura empieza de pronto, como un soplo de viento, y nos encontramos metidos todos en ella, tanto si nos gusta como si no. Y tú sabes que me gusta tomar parte en las cosas contigo… ¿No es hora ya de levantarse?
—Sí —asintió Jorge, mirando el reloj de la repisa—. A menos que Berta quiera desayunarse en la cama.
—No. No me gusta comer en la cama —repuso Berta—. Voy a levantarme.
Saltó de la cama y se dirigió a la ventana. Quedó admirada ante la gran extensión de la bahía, que centelleaba bajo el sol de la mañana y era tan azul como las campanillas. El brillo del agua se reflejaba dentro de la habitación, haciéndola aparecer más clara.
—¡Oh! Me preguntaba por qué nuestra habitación estaba tan brillantemente iluminada —exclamó—. Ahora lo veo. ¡Qué panorama! ¡Oh, qué hermoso está el mar esta mañana! ¿Qué es aquella islita? ¡Qué bonita parece!
—Es la isla de Kirrin —aclaró Jorge orgullosamente—. ¡Es mía!
Berta rió, creyendo que Jorge hablaba en broma.
—¡Tuya! Apuesto a que te gustaría. ¡Es «marravillosa»!
—¡«Marravillosa»! —repitió Jorge, imitándola—. ¿No puedes decir «maravillosa»? Sólo hay una erre.
—Sí, siempre estoy cometiendo faltas como ésa —asintió Berta mirando aún por la ventana—. Tuve una institutriz inglesa y probó a enseñarme a hablar como lo haces tú. Yo lo intento porque tendré que ir a un colegio inglés. Deseo tener esta isla. Me pregunto si Pops accedería a comprarla…
Jorge estalló de nuevo.
—¿Comprarla? ¡Ya te he dicho que es mía!
Berta se volvió sorprendida.
—Pero lo dijiste en broma, ¿no? —inquirió—. ¿Tuya? ¿Cómo puede ser?
—Efectivamente es de Jorge —corroboró Ana—. Siempre ha pertenecido a la familia de Kirrin. Es la isla de Kirrin. El padre de Jorge se la regaló después de una aventura que corrimos juntos.
Berta contempló a Jorge con espantada admiración.
—¡Diablos! ¿Así que es tuya? ¡Qué afortunada eres! ¿Me llevarás a visitarla alguna vez?
—Veremos —respondió Jorge, ceñuda, pero satisfecha de haber impresionado tanto a la niña americana. ¡Preguntándose si su «Pops» le compraría la isla! Jorge resopló. ¿Qué iba a decir a continuación?
Se oyó un grito en la habitación contigua. Era Julián.
—¡Eh, muchachas! ¿Os levantáis? No tenemos tiempo de bañarnos antes del desayuno esta mañana. Dick y yo acabamos de despertarnos.
—¡Berta está aquí! —chilló Ana—. Vamos a vestirnos y entonces os la presentaremos.
—¿Son tus hermanos? —preguntó Berta, poniéndose la chaqueta—. Yo no tengo hermanos, ni hermanas tampoco. Me asustará un poco conocerlos.
—No te asustarás de Julián y Dick —repuso Ana, orgullosa—. Desearás tener hemanos como ellos, ¿no es verdad, Jorge?
—Sí —asintió Jorge secamente. Se sentía bastante molesta porque Tim estaba junto a Berta.
—Ven aquí, Tim, no seas pesado.
—¡Oh, no lo es! —aclaró Berta, y acarició su cabezota—. ¡Me gusta! Parece enorme al lado de mi Sally. Pero te encantará Sally, Jorge, de verdad. Todo el mundo dice que es muy simpática y yo la he adiestrado muy bien.
Jorge no prestó atención a estas observaciones. Se puso los shorts y se fue al cuarto de baño para lavarse. Julián y Dick estaban allí y se armó una gran algarabía de gritos y aullidos cuando Jorge intentó meterles prisa para que se fueran. Berta rió.
—Esto suena agradable y familiar —comentó—. No se tiene esta clase de cosas cuando se es hija única. ¿Qué me pongo?
—Algo sencillo —aconsejó Ana mirando la maleta que estaba abierta mostrando el vestuario de Berta—. Puedes ponerte ese vestido de algodón.
Acabaron de arreglarse justo en el momento en que sonaba el gong para el desayuno. Un delicioso olor a tocino frito y a tomates subía por la escalera. Berta husmeó con deleite.
—Me encanta el desayuno inglés —suspiró—. ¡En América aún no tenemos un desayuno decente! Esto huele a tomates con tocino, ¿no? Mi institutriz inglesa decía siempre que los huevos con tocino constituyen el mejor desayuno del mundo, pero me parece que éste que vamos a tomar es muy bueno también.
Tío Quintín estaba ya en la mesa cuando los niños llegaron. Miró a Berta con la máxima sorpresa. Había olvidado totalmente su llegada.
—¿Quién es? —indagó.
—Quintín, no pretendas que no lo sabes —protestó su mujer—. Es la niña de Elbur, de tu amigo Elbur. Vino a medianoche, pero no te desperté porque dormías muy profundamente.
—¡Ah, sí! —asintió tío Quintín, y estrechó la mano de Berta, que le miraba asustada—. Estoy muy contento de tenerte aquí… A ver, ¿cuál es tu nombre?
—¡Berta! —dijo todo el mundo a coro.
—Sí, sí, Berta. Siéntate, querida. Conozco bien a tu padre. Está haciendo un maravilloso trabajo.
Berta se puso radiante.
—Siempre está trabajando —explicó—. A veces trabaja toda la noche.
—¿Sí? ¡Qué cosas se le ocurren! —comentó tío Quintín.
—Es una cosa que haces tú muchas veces —dijo su esposa sirviendo café—, aunque no creo que lo hagas intencionadamente.
Tío Quintín parecía sorprendido.
—¿Hago eso de verdad? ¡Santo cielo! Entonces, ¿algunas noches no me voy a la cama?
Berta rió.
—¡Es usted como mi Pops! ¡Muchas veces no sabe ni qué día de la semana es! ¡Y se cree uno de los tíos más inteligentes del mundo!
—¿Un tío? —preguntó extrañado tío Quintín.
Todo el mundo se echó a reír. Tío Quintín pareció no darse cuenta. Estaba observando un sobre con sello de urgencia que sobresalía de la pila de cartas. Lo cogió.
—Bueno, o mucho me equivoco o es una carta de tu padre —le dijo a Berta—. Veamos lo que dice.
Abrió el sobre y leyó en voz baja.
—Es sobre ti… esto…
—Su nombre es Berta —apuntó tía Fanny.
—Sobre ti, Berta —terminó tío Quintín—. Pero debo decir que tu padre tiene ideas un poco raras. Sí, un poco raras.
—¿Qué ideas son ésas? —quiso saber su mujer.
—Bueno, dice que tenemos que disfrazarte por si alguien viniera a buscarte por aquí —explicó tío Quintín—. Y quiere que te cambiemos el nombre y… ¡El cielo nos proteja!… Quiere que te compremos ropa de chico, te cortemos el pelo y te vistamos de chico.
Todo el mundo escuchaba asombrado. Berta dejó escapar un pequeño chillido.
—¡No quiero! ¡No quiero vestirme de chico! ¡No quiero cortarme el pelo! ¡No se atrevan a hacerlo! ¡No quiero!