Capítulo II

UN VISITANTE EN LA NOCHE

En dos minutos, los Cinco se encontraron en la playa y Julián abrió la bolsa de comida. Estaba llena de paquetitos de bocadillos y de galletas con chocolate, una bolsita llena de ricas pasas y dos botellas de limonada.

—¡Preparada en casa! —exclamó Dick sacándolas de la bolsa—. ¡Y helada! ¿Qué es esto? Un pastel de fruta. ¡Un pastel de fruta entero! Estamos de suerte.

—¡Guau! —aprobó Tim, y olisqueó dentro de la bolsa.

En un envoltorio de papel oscuro aparecieron algunas galletas y un hueso, junto con un pedacito de pasta. Jorge lo desempaquetó.

—Traje esto para ti, Tim —anunció—. Da las gracias.

Tim se dedicó a lamerla con tanta efusión que ella tuvo que pedir socorro.

—¡Pásame una toalla, Julián! —gritó—. Tim me ha mojado toda la cara. ¡Vete ahora, Tim, ya me lo has agradecido bastante! ¡Márchate he dicho! ¿Cómo quieres que ponga pasta en tus galletas si tienes la nariz dentro del paquete todo el tiempo?

—Estás estropeando completamente a Tim —observó Ana—. Bueno, no necesitas enfadarte conmigo, Jorge. Estoy de acuerdo en que se merece que lo mimes. ¡Llévate tu hueso un «poco» más lejos de mí, Tim! ¡Huele mal!

Pronto estuvieron comiendo bocadillos de sardina con tomate y emparedados de huevo y lechuga. Luego atacaron el pastel de fruta y la limonada.

—No puedo comprender por qué la gente siempre come en la mesa pudiendo comer fuera —dijo Dick—. Pensad en los tíos y esos dos hombres, delante de una comida caliente, allí dentro, en un día como éste. ¡Uf!

—Me ha gustado ese gran americano —comentó Jorge.

—¡Ajá! Todos sabemos por qué —repuso Dick con malicia—. Porque pensó que eras un chico. ¿Piensas mantener toda tu vida esta farsa, Jorge?

—¡Eh! ¡Tim está intentando llevarse el pastel! —exclamó Ana—. ¡Rápido, Jorge, deténlo!

Después de la comida se tumbaron boca abajo sobre la arena y Julián empezó a contar una larga historia sobre alguna de las tretas que él y Dick habían gastado a su profesor. Le molestó que nadie se riera en la parte cómica y se sentó para averiguar el porqué.

—¡Se han dormido! —murmuró disgustado. De pronto levantó la cabeza al mismo tiempo que Tim erguía las orejas. Un fuerte estrépito llegaba hasta él.

—Es sólo el americano poniendo en marcha su coche, ¿no crees, Tim? —dijo Julián. Se levantó y vio el gran coche deslizándose por la carretera de la costa.

El día era demasiado cálido para hacer otra cosa que gandulear. Los Cinco se sentían completamente felices por ser aquél el primer día en que se hallaban reunidos de nuevo. Pronto estarían planeando toda clase de cosas, pero el primer día en Kirrin era un día apropiado para olvidarse de todo, incluso del molesto Tim, y sólo descubrir las cosas otra vez, como decía Dick.

Dick y Julián habían estado fuera durante cuatro semanas. Ana había pasado un tiempo en el campo y, más tarde, había recibido a una compañera de escuela en su casa. Mientras tanto, Jorge había permanecido sola en Kirrin. Así que resultaba estupendo estar los Cinco juntos una vez más para pasar tres completas semanas de verano. ¡Y en Kirrin, en Kirrin junto al mar, con su encantadora playa, su pequeño bote y la excitante islita en medio de la bahía de Kirrin!

Como siempre, los primeros días pasaron como en un sueño. Después, los niños empezaron a pensar con excitación en las cosas que podrían hacer.

—Volvamos a la isla de Kirrin —dijo Dick—. No hemos ido allí desde hace años.

—Vayamos a pescar en la cueva Lobster —propuso a su vez Julián.

—No. Vayamos a explorar alguna caverna en las rocas —rechazó Jorge—. Lo intenté estos días atrás, pero no es divertido yendo sola.

El tercer día, mientras estaban haciendo sus camas, sonó el teléfono.

—¡Ya voy! —chilló Julián a su tía, y se puso al aparato. Una voz habló desde el otro lado del hilo:

—¿Quién es? ¡Ah! Eres Julián, el sobrino de Quintín, ¿no? Escucha, dile a tu tío que voy a llegar esta noche… Sí, esta noche. Tarde, díselo. Dile que me espere. Es muy importante.

—¿No quiere decírselo personalmente? —preguntó Julián, sorprendido—. Iré a buscarlo, si usted…

Pero ya habían colgado. Julián estaba intrigado. El hombre no había dado su nombre. Sin embargo, Julián había reconocido su voz. ¡Era el gordo y alegre americano que había venido a ver a su tío dos días antes! ¿Qué había pasado? ¿Por qué tanto misterio?

Fue a buscar a su tío, pero no estaba en su despacho. Así que buscó a su tía en su lugar.

—Tía Fanny —llamó—. Creo que era el gran americano quien llamaba, el que vino a comer el otro día. Ha dicho que le diga a tío Quintín que va a venir esta noche, bastante tarde ha dicho, y que tío Quintín le espere porque es importante.

—¡Dios mío! —exclamó su tía, preocupada—. ¿Va a venir a pasar la noche aquí? No tenemos ninguna habitación libre desde que estáis vosotros aquí…

—No lo ha dicho, tía Fanny —respondió Julián—. Siento terriblemente no poder darte detalles, pero justo en el momento en que yo estaba diciéndole que iría a buscar a tío Quintín, él ha colgado y me ha dejado con la palabra en la boca.

—¡Qué raro! —comentó su tía—. ¡Y qué molesto! ¿Dónde lo alojo si quiere quedarse? Supongo que llegará estrepitosamente a medianoche con su enorme coche. Sólo espero que no haya ningún problema con el último invento que tu tío está haciendo. Sé que es enormemente importante.

—Quizás el tío sepa el número de teléfono del americano y pueda llamar para saber algo más —aventuró Julián, deseoso de ayudarla—. ¿Dónde está el tío?

—Ha ido a Correos, me parece —contestó su tía—. Se lo diré cuando vuelva.

Julián explicó a los demás la misteriosa llamada telefónica. Dick se mostró encantado.

—No tuve tiempo de examinar a gusto ese enorme coche el otro día —exclamó—. Creo que permaneceré despierto esta noche hasta que venga el americano y entonces le echaré una ojeada. ¡Apuesto a que es más potente que ninguno de los coches que he visto hasta ahora!

El tío Quintín pareció tan sorprendido como cualquiera con la llamada telefónica y se sintió inclinado a reprender a Julián por no haber averiguado más detalles.

—¿Qué querrá ahora? —preguntó, como si Julián tuviera obligación de saberlo—. Lo concreté todo con él el otro día. ¡Todo! Cada uno de los tres tiene que hacer su parte. La mía es la menos importante y sucede que la suya es la más importante. Se llevó todos los papeles y no puede haber dejado ninguno atrás. ¡Venir así en medio de la noche! ¡Qué extraordinario!

Ninguno de los chicos, excepto Dick, deseaba permanecer despierto para presenciar la llegada del americano. Dick encendió la luz de encima de la cama y cogió un libro. ¡Sabía que se dormiría y que no se despertaría con ningún ruido si no hacía algo para mantenerse despierto!

Mientras leía, se mantenía a la escucha por si oía acercarse algún coche. Sonaron las once y después las doce. Llegaron hasta él las doce campanadas que provenían del gran reloj del abuelo que estaba en el vestíbulo. ¡Diablos! ¡El tío Quintín no debía de estar nada satisfecho de recibir un visitante tan tarde!

Bostezó y volvió la página. Leyó un poco más. Las doce y media. La una. De pronto, creyó haber oído un ruido en la planta baja y abrió su puerta. Sí, era el tío Quintín, que estaba en su despacho. Dick podía percibir su voz.

«¡Pobre tía Fanny, tiene que estar levantada también! —pensó—. Puedo oír sus voces. ¡Sopla! Pronto me dormiré sobre mi libro. Bajaré y saldré al jardín a tomar un poco el aire. De este modo me desvelaré».

Se puso su bata y descendió cautelosamente la escalera. Descorrió el pestillo de la puerta del jardín y se deslizó al exterior. Se quedó quieto un momento, escuchando, extrañado de no oír el estrepitoso coche americano en la silenciosa noche.

Pero todo lo que oyó fue el roce de unos neumáticos de bicicleta en la cercana carretera. ¡Una bicicleta! ¿Quién la montaría a estas horas de la noche? ¿Quizás el policía del pueblo?

Dick permaneció en la sombra, observando. Apenas se había ocultado cuando una gran sombra oscura se perfiló en la estrellada noche. Ante la enorme sorpresa del muchacho, oyó el ruido de un hombre al desmontar y, a continuación, el agitarse de las hojas del seto al ser rozadas por la bicicleta.

Entonces alguien avanzó sigilosamente por el camino y rodeó la casa en dirección a la ventana del estudio. Era la única habitación iluminada en toda la casa. Dick oyó golpear en la ventana y ésta se abrió cautelosamente. Apareció la cabeza de su tío.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja—. ¿Es usted, Elbur?

En efecto, parecía serlo. Dick descubrió que se trataba del grueso americano que les había visitado dos días antes.

—Iré a abrir la puerta —dijo su tío. ¡Pero ya Elbur había pasado una pierna sobre el alféizar de la ventana!

Dick volvió a la cama intrigado. ¡Qué raro! ¿Por qué venía el americano tan misteriosamente en la noche? ¿Por qué venía en bicicleta en lugar de utilizar su coche? Se durmió muy preocupado.

No supo si el americano se había ido o si su tía le habría preparado una cama en un sofá de la planta baja. En realidad, al despertarse al día siguiente, se preguntó si todo habría sido un sueño.

Cuando bajó a desayunarse, le preguntó a su tía:

—¿Vino anoche el hombre que telefoneó?

Su tía asintió con la cabeza.

—Sí. Pero, por favor, no digas nada de ello. No quiero que se entere nadie. Se acaba de marchar.

—¿Era muy importante? —continuó Dick—. Julián parecía pensar que lo era cuando contestó al teléfono.

—Sí, era muy importante —respondió tía Fanny—. Pero no como tú piensas. No me preguntes nada por ahora, Dick. Y apartaos del camino de vuestro tío. Está de bastante mal humor esta mañana.

«Algo debe de andar mal en el experimento en que está trabajando», pensó Dick, y se fue a advertir a los demás.

—Se le nota bastante excitado —explicó Julián—. Me pregunto qué pasará.

Procuraron no cruzarse en el camino de tío Quintín. Le oyeron regañar fuertemente a su mujer por una tontería cualquiera y cerrar de golpe las puertas, como hacía siempre que estaba de mal humor. Después comenzó su trabajo matinal.

Ana llegó corriendo junto a los otros con cara de sorpresa.

—¡Jorge! Acabo de entrar en nuestra habitación. ¿Y qué crees que he visto? Tía Fanny ha puesto una cama plegable en el rincón. ¡Una cama con sábanas y todo! Parece un poco raro habiendo ya dos camas en la habitación, la tuya y la mía.

—¡Sopla! Alguien más va a venir a pasar unos días. Una chica… —apuntó Dick—. O una mujer. ¡Ajá! ¡Espero que sea una institutriz para cuidar de que vosotras, Ana y Jorge, os portéis como pequeñas damitas!

—Voy a preguntarle a mi madre qué significa todo esto. No quiero tener a nadie más en mi habitación. ¡No quiero! —saltó Jorge, sorprendida y malhumorada ante las noticias.

Pero cuando iba a salir para hablar con su madre, se abrió la puerta del despacho y su padre salió al vestíbulo, gritando a su mujer:

—¡Fanny! Diles a los niños que vengan. Los quiero en mi despacho en seguida.

—¡Qué gracioso! Parece enfadado. ¿Qué le habremos hecho? —dijo Ana, nerviosa.