Capítulo I

EN «VILLA KIRRIN»

—¡Me siento como si ya lleváramos un mes en Kirrin! —anunció Ana, tendiéndose en la húmeda arena y escarbándola con los pies—. ¡Y pensar que acabamos de llegar!

—Sí, es curioso ver lo rápidamente que nos acostumbramos a Kirrin —repuso Dick—. Llegamos justo ayer y, como tú dices, Ana, parece como si hubiéramos permanecido aquí años y años. Adoro Kirrin.

—Espero que este buen tiempo durará hasta el final de las tres semanas de vacaciones —murmuró Julián, rodando sobre la arena para apartarse de Tim, que le estaba pateando para jugar con él—. ¡Vete, Tim! Tienes demasiadas energías. Nos hemos bañado, hemos corrido y jugado a la pelota. Ya es suficiente por ahora. ¡Vete a jugar con los cangrejos!

—¡Guau! —ladró Tim, disgustado. De pronto, enderezó las orejas al oír un tintineo procedente del camino. Volvió a ladrar.

—Ya me imaginaba que el viejo Tim oiría al vendedor de helados. ¿Alguien quiere uno? —preguntó Dick.

Todos se mostraron de acuerdo; así que Ana recogió el dinero y se fue a comprar helados, con Tim pegado a sus talones. Volvió con cinco helados. Tim no dejó de saltar alrededor de ella durante todo el camino.

—No puedo imaginar nada más agradable que tumbarme en la arena caliente, con el sol acariciándome todo el cuerpo, comiendo un helado y sabiendo que tenemos tres hermosas semanas de vacaciones en Kirrin —dijo Dick.

—Sí, es estupendo —convino Ana—. Es una lástima que tu padre tenga hoy visitas, Jorge. ¿Quiénes son? ¿Tendremos que vestirnos por ellos?

—No lo creo —respondió Jorge—. Tim, te has comido tu helado de un bocado. ¡Qué terrible derroche!

—¿Cuándo vendrá esa gente? —quiso saber Dick.

—Sobre las doce y media —contestó Jorge—. Vienen a comer, pero, gracias a Dios, papá le dijo a mamá que no quería un montón de niños engullendo alrededor de él y sus amigos durante la comida. Así que mamá dijo que podríamos entrar a las doce y media, saludar y marcharnos otra vez con la bolsa de la comida.

—Debo decir que tu padre tiene buenas ideas a veces —afirmó Dick—. Supongo que serán científicos amigos suyos, ¿no?

—Sí, papá está trabajando con esos dos señores en algún gran proyecto —asintió Jorge—. Uno de ellos es un genio. Me parece que ha encontrado una idea demasiado maravillosa para describirla con palabras.

—¿Qué clase de nueva idea es? —inquirió Julián perezosamente, extendiendo las puntas de los dedos para que Tim lamiera los restos del helado—. ¿Alguna nave espacial para llevarnos a la Luna, o una nueva bomba para destruir, o…?

—No. Creo que es algo que nos dará calor, luz y fuerza por casi nada —le interrumpió Jorge—. Oí decir a papá que es la mejor y más simple idea que se le haya ocurrido a nadie, y está tremendamente excitado a causa de ella. La llama «un don para la humanidad» y dijo que estaba orgulloso de tener algo que ver en ella.

—El tío Quintín es muy inteligente, ¿no creéis? —dijo Ana.

El padre de Jorge era el tío de Julián, Dick y Ana, y ellos eran primos de Jorge, nombre que le daban a su prima Jorgina. Una vez más, habían ido todos a Kirrin a pasar parte de sus vacaciones, las últimas tres semanas.

El padre de Jorge era verdaderamente inteligente. Incluso la propia Jorge deseaba a veces que fuera un padre más «normal», un padre que jugase al cricquet con los niños o al tenis y no se asustase por los gritos y risotadas y contase chistes incluso. En cambio, él siempre armaba un alboroto cuando su esposa insistía en que Jorge debía invitar a sus primos.

—¡Ruido, escándalo, aullidos! —protestaba—. ¡Me encerraré en mi estudio y permaneceré allí!

—Muy bien, querido —asentía su esposa—. Hazlo así si lo prefieres. Pero sabes perfectamente que se pasarán todo el día fuera. Jorge «debe» relacionarse con otros niños, y sus tres primos son los más agradables que conozco. A Jorge le entusiasma tenerlos aquí.

Los cuatro niños tenían mucho cuidado de no molestar al padre de Jorge. Tenía muy mal genio y gritaba a pleno pulmón cuando estaba enfadado. Sin embargo, como decía Julián, sólo se le podía comprender recordando que era un sabio. Los sabios no son personas corrientes.

—Especialmente los sabios científicos, que pueden hacer volar el mundo en un arranque de temperamento —declaró Julián solemnemente.

—Bueno, sólo confío en que no me haga estallar a mí si hago ruido con una puerta o si oye ladrar a Tim —objetó Jorge.

—Basta con apretar un botón —dijo Dick—. Un poco de práctica y estallaremos…

—No seas burro —dijo Jorge—. ¿Alguno quiere volver a bañarse?

—No. Sin embargo, no me importará ir a tenderme al borde del agua, dejando que las olas rompan justo encima de mí —anunció Dick—. Estoy completamente asado aquí.

—Suena encantador —convino Ana—. Pero piensa en lo caliente que estás y en lo fría que estará el agua…

—¡Vamos! —apremió Dick, levantándose—. Pronto sacaré la lengua y jadearé como Tim.

Todos fueron a la orilla y se tendieron allí donde las pequeñas olas se rizaban. Ana dejó escapar un pequeño grito.

—¡Está helada! Ya sabía yo que lo estaría. No puedo tumbarme aún. Sólo puedo quedarme sentada.

De todas maneras, pronto estuvieron los cuatro completamente tumbados en el agua poco profunda de la orilla, deslizándose arriba y abajo en la playa, según el oleaje adelantaba o retrocedía en ella. Era agradable sentir la fría caricia del mar en el cuerpo.

De repente, Tim ladró. No estaba en el agua con ellos, sino que permanecía en la orilla. Pensaba que tenderse en el agua era completamente innecesario. Jorge levantó la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Nadie te ataca.

Pero Dick había oído algo también. Se sentó apresuradamente.

—¡Caramba! Creo que hay alguien tocando la campana. Parece la de «Villa Kirrin».

—¡Pero no puede ser ya la hora de comer! —exclamó Ana, espantada.

—Debe de serlo —dijo Julián, levantándose de un salto—. ¡Sopla! Esto me pasa por dejarme el reloj en el bolsillo de la chaqueta. Tenía que haber recordado que el tiempo en Kirrin pasa más de prisa que en cualquier otra parte. —Corrió por la playa hacia su chaqueta y cogió el reloj de pulsera—. ¡Es la una! —gritó—. En punto y un minuto, vamos a llegar terriblemente tarde.

—¡Caramba! —exclamó Jorge—. Mamá no se sentirá muy satisfecha de nosotros. Esos dos científicos ya deben de estar allí.

Recogieron sus chaquetas y toallas de playa. Por fortuna, no se hallaban muy lejos de la finca y, corriendo, llegaron pronto a la verja del jardín. Había un enorme coche allí fuera, uno de los más recientes modelos americanos. ¡Pero no tenían tiempo para examinarlo!

Se deslizaron silenciosamente hasta la puerta. La madre de Jorge los esperaba, mirándolos bastante malhumorada.

—Lo siento, tía Fanny —se disculpó Julián—. Por favor, perdónanos. Es únicamente culpa mía. Soy el único que tiene reloj…

—¿Volvimos demasiado tarde? —preguntó Ana—. ¿Habéis empezado ya a comer? ¿Quieres que cojamos las bolsas de comida y nos marchemos sin interrumpiros?

—No —respondió su tía—. Afortunadamente, vuestro tío está todavía en su despacho con sus amigos. He tocado el gong una vez, pero no creo que lo hayan oído. Llamé con la campana porque pensé que en cualquier momento pueden salir y vuestro tío se enfadaría mucho si no estuvierais aquí para saludar.

—¡Pero si los amigos de papá, normalmente, no quieren vernos! —exclamó Jorge, sorprendida.

—Bueno, uno de ellos tiene una niña un poco más pequeña que tú, Jorge. Más pequeña que Ana también, según creo —explicó su madre—, y ha pedido especialmente veros a todos porque su hija va a ir a vuestra escuela el próximo curso.

—Será mejor que subamos a arreglarnos un poco —sugirió Julián. Pero en aquel momento se abrió la puerta del despacho y salió el tío Quintín, acompañado por dos hombres.

—¡Caramba! ¿Son éstos sus niños? —exclamó uno de los hombres.

—Acaban de llegar de la playa —dijo tía Fanny, excusándose—. Me temo que no están del todo presentables. Yo…

—¡Diablos! —dijo el hombre—. No se excuse por chicos como éstos. ¡No vi un grupo mejor en mi vida! ¡Son maravillosos!

Hablaba con acento americano y su cara se mostraba radiante. Los niños se sonrojaron. Él se volvió al padre de Jorge.

—¿Todos son suyos? —preguntó—. Apuesto a que se siente orgulloso de ellos. ¡Qué tostados están! Parecen pieles rojas. Mi, mi… quisiera que mi Berta se les pareciera.

—No son todos míos —se apresuró a aclarar tío Quintín, que parecía un poco asustado ante esta idea—. Sólo ésta es mía —y apoyó su mano sobre la espalda de Jorge—. Los chicos y Ana son sobrinos.

—Bueno, pues debo decir que tiene un estupendo muchacho —dijo el americano, pasando su mano por los cortos rizos de Jorge. Y aunque Jorge generalmente odiaba a la gente que hacía esto, la equivocación de tomarla por un chico la hizo mostrarse feliz.

—Mi niña irá a tu colegio —continuó el americano dirigiéndose a Ana—. Ayúdala un poco; ¿lo harás? Se sentirá un poco desorientada al principio.

—Desde luego que lo haré —asintió Ana, imitando un poco la fuerte y ruidosa voz del americano.

No parecía un científico. El otro hombre sí lo parecía, pensó. Tenía los hombros caídos, llevaba lentes que le daban un aspecto de lechuza y, como tío Quintín hacía muy a menudo, miraba al infinito y aparentaba no oír ni una sola palabra de lo que se estaba diciendo.

Tío Quintín pensó que esta charla había durado demasiado. Hizo salir a los niños.

—Vengan y comeremos —dijo a los hombres.

El segundo hombre le siguió en seguida, pero el gordo americano se quedó allí. Metió las manos en el bolsillo, sacó un billete de una libra y se lo tendió a Ana.

—Gastadlo en lo que queráis —dijo—. Serás amable con mi Berta, ¿verdad?

Desapareció hacia el comedor y cerró la puerta de golpe.

—¡Diablos! ¿Qué dirá mi padre de un portazo como éste? —exclamó Jorge con una súbita risa—. Me gustó; ¿y a vosotros? Aquel coche que vimos afuera debe de ser el suyo. No puedo imaginar al otro hombre en una bicicleta y todavía menos en un coche.

—Niños, tomad vuestra comida y marchaos —intervino tía Fanny con urgencia—. Tengo que ir corriendo a ver si todo está bien.

Puso una gran bolsa en los brazos de Julián y se marchó corriendo. Julián lanzó una exclamación al comprobar el peso de la bolsa.

—¡Vamos! —ordenó—. Parece muy bueno. ¡Todos hacia la playa!