Capítulo XVII

EL MISTERIO SE ACLARA

Jorge no dejó de cantar en todo el camino de vuelta. Tim ladraba de cuando en cuando: era el acompañamiento. Veía a Jorge feliz y él compartía esta felicidad. Le habría gustado que fuese de día, para ver adónde iban. La luna estaba cubierta por las nubes, y el agua parecía negra.

En tierra firme se veían algunas luces. Pero, ¿qué significaba aquélla que se había encendido de pronto en la playa? Tim ladró y Jorge dejó de remar un momento para tratar de averiguar por qué ladraba su perro.

—Hay alguien en la playa —dijo—. Debe de ser algún pescador. Me alegro: me ayudará a sacar el bote del agua.

Pero no era un pescador. Eran Julián y Dick, que acababan de llegar y estaban buscando la barca de Jorge.

—Hemos llegado demasiado tarde —dijo Julián—. Debe de estar ya en la isla.

Siguió buscando entre los botes por si encontraba alguno de un amigo, en cuyo caso lo utilizaría. Tenían que ir a la isla para rescatar a Jorge. Estaban seguros de que se hallaba en peligro.

De pronto, los muchachos oyeron el golpeteo de unos remos en el agua. Si era un pescador, quizás consiguieran convencerlo de que les alquilase su barca para ir a la isla. Le dirían la verdad: que temían que a Jorge le hubiese ocurrido algo.

Tim reconoció a los dos chicos en un momento en que apareció la luna, y empezó a ladrar alegremente. Jorge no estaba segura de que fueran Julián y Dick, pero remó con todas sus fuerzas para averiguarlo. Pronto llegó a la playa. Empezó a sacar el bote del agua y al punto acudieron Julián y Dick en su ayuda.

—¡Jorge! —exclamó Julián, alborozado al ver a su prima sana y salva—. ¡Eres una tozuda! ¡Te dije que no fueses a la isla! Si te hubieras encontrado con los ladrones, lo habrías pasado muy mal.

—Has de saber que nos hemos encontrado y que han sido ellos los que lo han pasado muy mal, no yo —replicó Jorge—. He visto que había una luz en la isla y he ido en mi barca. Allí estaban el señor Wooh y otro hombre. ¡Allí, en mi isla! ¿Habéis visto desvergüenza mayor? En seguida me han pedido los documentos.

—¡Jorge! ¿Se los has dado? —preguntó Dick.

—¡Claro que no! —respondió Jorge—. Ya los había escondido donde esos bandidos no pudiesen encontrarlos.

—Oye, Jorge: si estabas segura de que había alguien en la isla, ¿por qué has ido? —dijo Julián, extrañado—. Bien sabías que era peligroso.

—Fuera quien fuese, tenía que echarlo de allí —dijo Jorge—. La isla es mía y sólo permitiré que la visiten personas que me sean simpáticas. Ya lo sabes.

—Desde luego, a ti no hay quien te entienda —dijo Julián—. ¿Cómo te has atrevido a acercarte a ellos? Ya sé que Tim estaba contigo, pero, aun así, hay algo que no entiendo, y es por qué no han tomado su barca para perseguirte.

—No han podido —explicó Jorge—. La he visto, la he desatado y ahora debe de estar muy lejos de la isla.

Los muchachos estaban tan sorprendidos, que ni siquiera pudieron reírse. Pero después, al pensar en que los dos hombres estaban prisioneros en la isla y sin su bote, se rieron tan a gusto, que les saltaron las lágrimas.

—No sé cómo has podido hacer todo eso —dijo Dick—. ¿No se pusieron furiosos al saber que no tenían el bote?

—Al principio —respondió Jorge—, no les he dicho nada del bote. Les he hecho creer que los llevaba al sitio donde estaban los documentos, y cuando hemos llegado a una roca que se interna en el mar, he dado un empujón al señor Wooh y lo he tirado al agua. Tim ha hecho lo mismo con el otro hombre. ¡Nadaban como ranas!

Julián se desternillaba de risa. Jorge acabó por reírse también, lo mismo que Dick, e incluso Tim empezó a lanzar alegres ladridos.

—Y supongo que, al marcharte, te habrás despedido de ellos cortésmente, dejándolos con tres palmos de narices —dijo Julián.

—Les he dicho que avisaré mañana por la mañana a la policía para que vaya a rescatarlos —dijo Jorge—. Me parece que van a pasar una mala noche, remojados como sopas.

Jorge, creo que es mejor que hayas ido tú a la isla en vez de ir yo —dijo Julián—. A mí no se me habría ocurrido la mitad de las cosas que tú has hecho. ¿Cómo te has atrevido? ¡Mira que cortar las amarras de su bote! ¿Qué dirá la policía cuando se lo cuentes?

—No me parece que deba contarlo todo —dijo Jorge—. A lo mejor, la policía cree que he ido demasiado lejos. Dejemos que esos hombres pasen un poco de frío esta noche en la isla y ya pensaremos mañana lo que debemos decir a la policía. ¡Uf, qué sueño me ha entrado de pronto!

—Entonces, volvamos —dijo Dick—. ¿Dónde has dejado los documentos?

—En la barca de Connell, el pescador —contestó Jorge, dando un enorme bostezo—. Allí los he escondido.

—Iré por ellos —dijo Julián—. En seguida regresaremos. Ana y Manitas estarán preocupados por nuestra tardanza.

Minutos después todos estaban en el pequeño campamento. Sus amigos los rodearon, haciéndoles miles de preguntas. Ana estaba muy pálida y tenía a Jenny a su lado. Estaba a punto de llamar a la policía cuando vio aparecer a Jorge.

—Ya os contaremos todos los detalles mañana por la mañana —dijo Julián—. Pero sabed que los documentos están a salvo. Los ladrones son el señor Wooh y otro hombre al que no conocemos. Estaban en la isla esperando a Jorge, pues el mago oyó lo que dijimos en la tienda. Jorge los ha arrojado a los dos al agua y ha soltado su bote, de modo que se lo habrá llevado la corriente. Ahora tendrán que pasar toda la noche en la isla, esperando a que llegue la policía.

—¿Todo eso ha hecho Jorge? —exclamó Jenny, sorprendida—. No creía que fuese tan peligrosa. Hasta me da un poco de miedo. ¡Hala! ¡Todo el mundo a dormir! Estáis muy cansados.

Jorge se acostó, y, segundos después, dormía como un tronco. Julián y Dick hablaron un rato de lo sucedido y, al fin, se durmieron también.

A la mañana siguiente, cuando estaban todos en la casa tomando el desayuno, apareció Jeremías.

—¡El señor Wooh no está en su tienda! ¡Ha desaparecido! —anunció—. El pobre Charlie está apenadísimo.

—Podemos decirte exactamente dónde está el señor Wooh —dijo Julián—. ¡Espera, Manitas! ¿Adónde vas? Todavía no te has acabado el desa…

Pero Manitas había echado a correr seguido por Jeremías. Quería mucho a Charlie. Temía que el chimpancé añorase tanto a su amo, que se negara a comer. Acompañado de Travieso y Jeremías se dirigió a la jaula de Charlie. Éste estaba sentado y, con la cabeza entre las manos, gemía.

—Entremos en la jaula —dijo Manitas—. Necesita consuelo. Debe de echar mucho de menos al señor Wooh.

Entraron en la jaula, se sentaron en la paja y rodearon con sus brazos los anchos hombros de Charlie.

El señor Tapper se quedó boquiabierto al ver a los dos chicos enjaulados.

—¿Sabéis lo que ha ocurrido? —exclamó—. El señor Wooh no ha aparecido por aquí desde ayer por la noche. ¡Jeremías, sal de ahí, tienes demasiado trabajo para poder perder el tiempo consolando al chimpancé! Tú, Manitas, puedes quedarte si quieres.

Jeremías salió de la jaula y Manitas se quedó junto a Charlie. De pronto oyó un extraño y leve ruido que se repetía una y otra vez sin interrupción: «Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…».

«Parece un reloj», se dijo.

Empezó a escarbar en la paja. Quizás se le habría caído al señor Wooh. De pronto, su mano tropezó con un objeto pequeño y redondo. Lo sacó y se quedó mirándolo, sorprendido. Charlie se lo arrebató y lo volvió a esconder entre la paja con un gruñido de enojo.

Charlie, ¿de dónde has sacado este reloj? —le preguntó Manitas—. Oye, Charlie: como estás tan triste, te lo regalaré. Pero me extraña que seas capaz de hacer una cosa así. Estoy asombrado.

Salió de la jaula y se dirigió al jardín de su casa. Entró precipitadamente en el comedor, donde sus amigos estaban terminando de desayunarse.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dick.

—¡Escuchad! Ya sé quién es el que subió a la torre. ¡Ya sé quién es! —gritó Manitas, incapaz de dominar sus nervios.

—¿Quién es? —preguntaron todos.

—¡Charlie, el chimpancé! —dijo Manitas—. ¿Cómo no se nos ocurriría antes? Puede trepar por todas partes. Para él fue sumamente fácil subir a lo alto de la torre, agarrándose a los bordes de las piedras y a los tallos de las enredaderas, para entrar por la ventana, apoderarse de los papeles y bajar otra vez.

—La cosa es clara —dijo Julián—. El susurro que oyó Jenny era la voz del señor Wooh ordenando a Charlie que subiese. Estoy seguro de que han adiestrado al buen Charlie para entrar por las ventanas y robar todo lo que vea.

—El señor Wooh pudo enseñarle fácilmente a recoger cuartillas —dijo Dick—, pero en el despacho había muchas y el pobre Charlie no pudo recogerlas todas. Necesitaba las manos y los pies para bajar y sólo transportó las que le cabían en la boca. Algunas se le cayeron y fueron a parar debajo de la mesa.

—Pero oye, Manitas: ¿cómo sabes tú que fue Charlie el ladrón? —preguntó Julián—. Nadie lo pudo ver. La noche era muy oscura.

—Muy fácil. ¿Os acordáis del despertador que desapareció aquella noche? —repuso Manitas—. Pues lo tenía escondido entre la paja de la jaula. Yo lo he encontrado, guiándome por su tictac, y Charlie se ha apresurado a quitármelo de las manos. Lo he visto tan enfadado, que se lo he devuelto.

—¿Y quién le daría cuerda para que haya seguido funcionando? —preguntó Julián.

—Supongo que Charlie —dijo Manitas—. ¡Es tan listo! El despertador tenía un buen escondite, ya que no entra nadie en la jaula, pero, al ver tan triste a Charlie, he entrado yo a consolarlo y entonces lo he descubierto.

—Pero, ¿cómo se explica —preguntó Jenny— que el señor Wooh no viera el despertador?

—Como ha dicho Manitas, Charlie necesitaba las manos para bajar, y debió de transportarlo en la boca a la vez que los papeles. Tiene la boca muy grande. Hay que ver la cantidad de comida que le cabe en ella.

—Así debió de ser. Luego le daría los papeles al señor Wooh y él se quedaría con el despertador en la boca. ¡Pobre Charlie! Me parece estar viéndolo, escuchando como un niño pequeño el tictac del despertador y agitándolo.

—Hace un rato parecía estar llorando —dijo Manitas—. ¡Me ha dado una pena! Charlie no se explicaba por qué el señor Wooh no iba a verle como todas las mañanas.

—Tendremos que avisar a la policía —dijo Julián—. Supongo que detendrán al señor Wooh y a su cómplice, por haber robado los documentos del profesor Hayling. Sabe Dios las cosas que le habrán hecho robar al buen Charlie. Estoy seguro de que el señor Wooh le ha hecho escalar muchas paredes y entrar por muchas ventanas.

—Sí, habrá habido robos en todos los lugares en que ha trabajado el circo —dijo Jenny—. Y la policía habrá sospechado de muchos inocentes.

—¡Qué canalla! ¡Qué canalla! —exclamó Ana—. Pero, si el señor Wooh va a la cárcel, ¿qué será del pobre Charlie?

—Yo creo que se lo quedará Jeremías —dijo Manitas—. Lo quiere mucho y Charlie también lo quiere a él. Estará muy bien con Jeremías y el abuelo.

—Oye, Manitas: a mí me parece que debes contárselo todo a tu padre —dijo Jenny—. Está muy ocupado, pero para una cosa así vale la pena interrumpirle. Al fin y al cabo, los documentos son suyos. Jorge le explicará lo ocurrido. Veréis como él llama inmediatamente a la policía.

Fueron a buscar al profesor. Éste escuchó atentamente lo que le contaron, a pesar de que a Manitas le dio por imitar el ruido de un biscuter subiendo una cuesta. Luego llamó a la policía.

Pronto irían los agentes a la isla. El señor Wooh lo pasaría muy mal: esta vez su magia no le serviría para nada. Tendría que devolver los documentos que había hecho robar a Charlie y otras muchas cosas. Allí estaba, prisionero en la isla con su cómplice, esperando la llegada de la policía.

—¡Otra aventura que se acaba! —se lamentó Jorge—. ¡Ha sido estupenda! Te felicito por haber desvelado el misterio, Manitas. Fue una suerte que encontraras el despertador. Seguro que el señor Wooh se lo habría quitado a Charlie de haberlo visto.

—Me pregunto si papá me dejaría tener a Charlie mientras el señor Wooh está en la cárcel… —empezó a decir Manitas. Pero le interrumpió un grito de Jenny.

—¡Manitas! Si te atreves a pedirle eso a tu padre, me voy ahora mismo de esta casa para no volver nunca más —dijo Jenny—. Ese chimpancé estaría el día entero metido en mi cocina, robando cosas de la despensa. Acabaría con todo, bailaría y me haría muecas cuando le dijese algo y…

—Bien, bien, Jenny; no le diré nada a papá, te lo prometo —dijo Manitas—. Prefiero tenerte a ti que al chimpancé… Pero es que Travieso tendría un compañero y…

—¡No y no! —exclamó Jenny—. ¡Bastante entretenimiento tienes con tu mono! ¡Mira, ya está comiendo fruta! ¡Vaya semanita! Un chimpancé… un mono… ladrones… niños… Jorge desaparecida…

—¡Qué buena es! —comentó Jorge, mientras la cocinera desaparecía por la puerta de la cocina—. ¡Y qué bien lo hemos pasado! ¡Ha sido una aventura emocionante!

Nosotros también lo hemos pasado muy bien, Jorge. Buscad otra aventura en seguida. Nos morimos de ganas de veros metidos en un nuevo enredo. ¡Cómo nos gustaría unirnos a vosotros! Pero ahora, adiós a los Cinco, y ¡buena suerte!

F I N