UNA NOCHE EN LA ISLA DE KIRRIN
La luna desapareció tras las nubes, y entonces la oscuridad fue completa. Jorge se felicitó de llevar en su bicicleta un faro potente. Las profundas sombras que bordeaban el camino tenían un algo de misterio.
—Dan la impresión de que hay gente escondida, esperando el momento de saltar sobre nosotros —dijo—. Pero tú los tendrías a raya, ¿verdad, Tim?
Tim estaba demasiado cansado para poder responderle con un ladrido. Jorge pedaleaba a gran velocidad y él no quería perderla de vista. Se daba perfecta cuenta de que no debía ir sola de noche por el mundo. Le extrañaba que de pronto se le hubiese ocurrido llevarle a dar aquel extraño paseo nocturno.
Se cruzaron con algunos coches que deslumbraban a la ciclista con sus faros. Jorge temía que pudieran atropellar a Tim.
«Si le ocurriese algo, nunca me lo perdonaría», pensó.
Y se arrepintió de haber salido del campamento. Pero en seguida se dijo que no podía permitir que Julián fuese a esconder los documentos en la isla. Era su isla y a ella le correspondía hacerlo.
Al fin llegaron a Kirrin. Aún se veían algunas luces. Cruzó todo el pueblo y se dirigió a la bahía. A la luz de la luna vio las oscuras aguas.
—Mira, Tim: ahí está mi isla —dijo Jorge, orgullosa—. Mi propia isla. Me está esperando.
—¡Guau! —respondió Tim.
¿Qué pretendería su dueña? ¿Por qué habían salido a pasear sin los demás del grupo? Tim estaba extrañadísimo.
Llegaron al trozo de playa donde estaban las barcas. Jorge bajó de la bicicleta, la escondió detrás de una caseta, de modo que nadie la pudiera ver, se acercó al agua y miró hacia la isla.
De pronto, asió a Tim por el collar y exclamó:
—¡Tim, hay una luz en mi isla! ¡Mira! ¿La ves? Alguien ha acampado allí. ¡Qué atrevimiento! La isla es mía y nadie puede acampar en ella sin mi permiso.
Tim miró y también vio la luz. ¿Era una hoguera o una linterna? No lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que no debía dejar ir a Jorge Podían ser gitanos y se enfadarían si Jorge los echaba. También podía tratarse de una pandilla de chiquillos sin educación, que no habían querido tomarse la molestia de pedir permiso. Quizás hiciesen daño a la niña. Tim empujó a Jorge con el hocico, como diciéndole que quería volver a casa.
—No, Tim, no regresaremos hasta que sepamos qué gente es aquélla —dijo Jorge—. Volver ahora sería una cobardía. Y si me están esperando para quitarme los documentos, te aseguro que no los encontrarán. Los esconderé bajo alguna madera de este bote. Sería una bobada ir a esconder los documentos en la isla sabiendo que allí hay alguien que tal vez quiera quitármelos. A lo mejor, son los ladrones de la otra noche. Pero si me están esperando, se quedarán sin los documentos.
Los escondió bajo la madera central de una barca.
—Es la de Connell, el pescador. Se llama «Gitana» —dijo leyendo el nombre pintado en la popa—. No creo que le importe que esconda aquí estos papeles.
Miró de nuevo a la isla y vio que seguía encendida la luz. Jorge estaba indignada. Encendió su linterna y se dedicó a buscar su bote. No podía estar muy lejos.
—Aquí está —dijo.
Tim se subió a la barca. Jorge la arrastró hasta el agua. Afortunadamente, pesaba muy poco y la marea estaba alta. De modo que sólo tuvo que arrastrarla un par de metros. Al fin quedó flotando en el agua, cabeceando suavemente a la luz de la luna. Jorge empuñó los remos y empezó a remar.
—La marea está bajando. Mejor. Así me costará menos llegar a la isla. Iré a ver a esos excursionistas y les cantaré las cuarenta. Tienes que ladrar muy fuerte y asustarlos. Si quieres, los puedes perseguir hasta que salten a su barca y se vayan.
Tim respondió con un ladrido casi imperceptible. Sabía que Jorge no quería que hiciese ruido. Le extrañaba ir a la isla en plena noche. ¿Por qué no estaban con ellos los demás? Tenía la seguridad de que a Julián no le sentaría aquello nada bien.
—Ahora no ladres ni gimas, Tim —le ordenó Jorge—. Estamos ya muy cerca. Desembarcaré junto a aquellos árboles. Así podré esconder la barca.
Condujo el bote a una diminuta caleta que se introducía en la isla y quedaba oculta por las bajas y frondosas copas de un grupo de árboles. Saltó a tierra y ató la barca a uno de los troncos.
—¡Quédate aquí, barquita! —dijo—. Nadie te verá y estarás segura hasta que yo vuelva. Ven, Tim. Vamos a echar a esa gente.
Avanzó por la orilla, y de pronto se detuvo.
—Tim, ¿dónde habrán dejado su barca? —preguntó—. Echemos un vistazo. Debe de estar por aquí.
Pronto encontró el bote que buscaba. Estaba varado en la arena y atado con una cuerda a las rocas cercanas. El agua llegaba hasta muy cerca de su quilla.
—Tim, desataré la cuerda y empujaré la barca. El mar se la llevará. Me gustará ver la cara que pone esa gente.
Y ante el sorprendido Tim, deshizo el nudo, arrojó a un lado la cuerda y trató de empujar la barca. Pero ésta se había hundido profundamente en la arena y no se movió.
—Bueno, es igual —dijo—. Dentro de un rato subirá la marea y se la llevará la corriente.
Siguió andando por la playa. Tim la seguía de cerca.
—¡Ahora, a buscar a esos excursionistas! —dijo—. ¿Dónde está la luz? Ya no la veo. ¡Ah, sí; allí está! No es una hoguera. Debe de ser un farol o algo así. Tenemos que ir con cuidado. Acerquémonos sin hacer ruido.
Los dos avanzaron en silencio hacia la luz, que brillaba en el centro de la isla. Allí estaba el castillo. Y en su patio había dos hombres.
Jorge asió a Tim por el collar para darle a entender que no debía hacer ruido y se acercó un poco más. Los dos hombres estaban jugando a las cartas a la luz de un potente farol. Tim no pudo contener un gruñido de sorpresa al ver a uno de ellos. ¡Era el señor Wooh, el mago! El otro era un desconocido. Iba bien vestido y daba muestras de mal humor. Al fin arrojó las cartas y exclamó, irritado:
—Por lo visto, eso que me ha contado de que iban a traer los restantes documentos a la isla, no es cierto. Los que me ha entregado son valiosísimos, pero no sirven para nada sin los otros. Ese inventor debe de ser un genio. Si conseguimos reunir todas las cuartillas, nos darán por ellas una enorme suma, pero si no obtenemos las que faltan, no nos darán un céntimo.
—Ya le he dicho que alguien llegará de un momento a otro con esos papeles. Lo oí decir —afirmó el señor Wooh.
—¿Quién los robó? ¿Usted? —preguntó el desconocido.
—No, yo no hago esas cosas: no me ensucio las manos robando como un vulgar ladrón.
—¡No, claro! ¡Otros hacen por usted el trabajo difícil! —exclamó con sorna el desconocido—. El señor Wooh, el mago más maravilloso del mundo, no se ensucia las manos. Usa las de otros y luego cobra mucho más que ellos. Es usted muy astuto, señor Wooh. No me gustaría tenerlo por enemigo. ¿Cómo consiguió los documentos?
—Usando mis ojos, mis oídos y mi astucia —contestó el mago—, que superan a los de la mayoría de la gente. Hay muchos necios en el mundo, amigo mío.
—Yo no soy amigo suyo —respondió el desconocido—. Hacemos negocios juntos, señor Wooh, pero ni soy ni quiero ser amigo suyo. Antes que su amistad preferiría la de Charlie el chimpancé. ¿Por qué tardarán tanto?
Jorge acercó sus labios a la oreja de Tim y le dijo en voz baja:
Tim, voy a decirles que se vayan. No sé cómo esa gentuza se ha atrevido a venir a mi isla. ¡Son unos ladrones! Quédate aquí y espera a que te llame. Entonces, ven a toda velocidad.
Dejando a Tim escondido, Jorge apareció de pronto ante los asombrados ojos de los dos malhechores. Éstos se pusieron en pie y la miraron incrédulos.
—¡Es la niña! —dijo el mago—. No creí que los chicos la dejasen venir.
—¿Qué hacen en mi isla? —preguntó Jorge, con acento feroz—. Es mía. He visto esa luz y he venido con mi perro. ¡Mucho cuidado! Es un perro grande y temible. Salgan ahora mismo de mi isla o los denunciaré a la policía.
—¡Vaya, vaya! ¿Así que los muchachos te han mandado aquí porque no se han atrevido a venir ellos? ¡Qué cobardes! —exclamó el señor Wooh—. ¿Dónde están los documentos? Dámelos.
—Los he escondido —dijo Jorge—. No están muy lejos. Sólo un tonto habría venido con ellos, sabiendo que había gente en la isla. Los he escondido en un sitio donde nunca los encontrarán. ¡Ahora lárguense los dos!
—¡Vaya! ¡Qué señorita tan valiente y tan segura de sí misma! —exclamó el señor Wooh, haciéndole una reverencia.
—¡Desde luego, nadie diría que es una señorita! —dijo el desconocido, asombrado—. ¡Vaya con la niña! Oye, jovencita: si tienes esos papeles, entrégamelos y te daré un buen montón de dinero para que se lo lleves al profesor Hayling con mi más profunda admiración.
—Venga a buscarlos —dijo Jorge, dando media vuelta y echando a andar.
Los hombres se miraron sorprendidos. El señor Wooh asintió con la cabeza. Si Jorge hubiese visto sus ojos, habría leído en ellos estos pensamientos del mago: «Sigamos a esa niña. Así veremos dónde ha escondido los papeles, nos apoderaremos de ellos y nos largaremos en la barca sin pagar absolutamente nada. ¡Pero cuidado con el perro!».
Jorge iba delante. Tim, entre ella y los dos hombres. De cuando en cuando, gruñía ferozmente como diciendo: «Si tocáis un solo pelo a Jorge os haré pedazos». El mago y su acompañante procuraban no acercarse a él. Lo enfocaban a cada momento con su linterna, para asegurarse de que no se estaba preparando para arrojarse sobre ellos.
Jorge los condujo al lugar de la playa donde los malhechores habían dejado su barca. El señor Wooh exclamó:
—¿Dónde está nuestro bote? Estaba atado a esas rocas.
—¿Es aquél que está detrás de aquella roca? —preguntó Jorge, subiendo a una gran roca que se internaba en el agua.
Los dos hombres se acercaron al borde de la roca para mirar y Jorge les dio la mayor sorpresa que habían recibido en su vida. Se arrojó sobre el señor Wooh y, de un fuerte empujón, lo lanzó al agua. Luego azuzó a Tim, que estaba ya bastante excitado, y éste se abalanzó sobre el desconocido, haciéndolo caer igualmente al agua.
—Tendrán que ir nadando a tierra firme —les gritó Jorge—. La corriente se ha llevado su barca, después de haberla desatado yo. Les aconsejo que no traten de volver a la isla. Tim está vigilando y los hará pedazos si se atreven a acercarse.
Los dos hombres sabían nadar, pero no lo bastante bien para llegar a tierra firme. Lo malo era que tampoco podían volver a la isla, pues allí estaba aquel perrazo, ladrando con furia y enseñando sus afilados colmillos. Empezaron a nadar describiendo círculos, sin saber qué hacer.
—¡Me voy a tierra firme! —dijo Jorge subiendo a su barca—. Avisaré a la policía, y los agentes vendrán por ustedes mañana por la mañana. Ya pueden volver a la isla. Pero van a pasar mucho frío esta noche. Adiós.
Y la niña se alejó en su barca. Tim iba en la popa, vigilando para evitar que se acercasen los dos enemigos. El perro dio un lengüetazo a Jorge. ¡Era una niña admirable: no tenía miedo a nadie ni a nada! ¡Qué orgulloso estaba de ser su perro! ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!