JULIÁN RECIBE UNA SORPRESA
Manitas y los cinco llegaron con unos minutos de retraso a la mesa. Jenny estaba un tanto indignada. Había buscado a los niños por el jardín y no había conseguido encontrarlos.
—¡Ah! ¿Ya estáis aquí? —exclamó—. ¡Menos mal que habéis llegado! Si tardáis cinco minutos más, retiro la comida.
—¡Oh, Jenny, mi querida Jenny! ¿Serías capaz de hacernos una cosa así? —exclamó Manitas dándole un fuerte abrazo—. ¡Qué bien huele la comida! ¡Hummm!
—¡Déjame en paz! —dijo Jenny, empujando a Manitas—. ¡Te he dicho mil veces que no me importa que me abraces! ¡Pero estos apretones me cortan la respiración! ¡Aparta, Manitas! ¡No quiero que me exprimas como a un limón!
Todos se echaron a reír. Jenny decía cosas graciosísimas. Ana sintió no haber llegado a tiempo para ayudarla a poner la mesa. ¡Pasaba el tiempo tan de prisa cuando estaban todos juntos!
Durante la comida conversaron animadamente. Travieso estaba loco de alegría. Se apoderaba de la comida de los platos de todos y se la iba dando a Tim, echado, como de costumbre, debajo de la mesa, y que no se sentía menos feliz.
—No hemos visto en el circo ninguna escalera lo bastante larga para llegar a lo alto de la torre —dijo de pronto Jorge.
—Es verdad —convino Dick—. Si había alguna, estaba bien escondida. Dadme la mostaza.
—La tienes delante de tus narices, cabeza de corcho —respondió Julián—. Oíd: empiezo a dudar de que el señor Wooh tenga nada que ver con el robo de los documentos. No sé por qué, pero no puedo imaginármelo escalando la torre. Es tan…
—Bien educado, tan elegante —continuó Ana—. Francamente, no creo que a ninguna persona del circo le interesen esos documentos, ni que sea lo suficiente malvada para robarlos en el caso de que le interesaran. Son todos tan simpáticos…
—De todos modos, creo que el señor Wooh es el más sospechoso —dijo Julián—. Le interesan las matemáticas y los inventos. Aún así, temo estar equivocado. No ha podido subir a la torre. Sólo hay una escala lo bastante alta, y ésa pesa demasiado para que la transporte un hombre solo.
—Es verdad —dio Manitas—. Pero si no ha subido nadie por la escalera de la torre, ya que las puertas estaban cerradas, si nadie ha podido utilizar una escalera de mano, ¿cómo han desaparecido los documentos?
—Quizá los levantara el viento y los echase por la ventana —sugirió Ana.
—Eso no puede haber ocurrido, por dos razones. Primera: la ventana no es lo bastante grande para que el aire que entra por ella tenga la fuerza suficiente para llevarse los papeles, y segunda: habríamos encontrado alguna hoja en el patio, y no ha ocurrido así.
—Bueno. Entonces, ¿cómo diantre han desaparecido los documentos? —preguntó Jorge, nerviosa—. No pueden haberse evaporado por arte de magia.
Hubo un largo silencio. Estaban ante un verdadero misterio.
—Tal vez el padre de Manitas se levantara de la cama sonámbulo y se los llevase —dijo Ana.
—No —replicó Julián—. Un sonámbulo no puede abrir tres puertas, cada una con su llave, robar sus documentos, dejar algunos en el suelo, bajar la escalera, cerrar de nuevo las puertas, llegar a su dormitorio y meterse en la cama, todo ello sin despertarse, y levantarse al día siguiente sin acordarse de nada.
—Desde luego, es imposible —dijo Dick. Y preguntó a Manitas—: ¿Sabes si tu padre se ha levantado dormido alguna vez?
—Yo no lo he visto nunca. Tiene un sueño muy profundo. No puede haber sido él.
—Quien haya sido, tiene que ser un hombre extraordinario —dijo Jorge—. Ninguna persona corriente puede hacerlo. Además, el que lo haya hecho, ha de tener gran interés en poseer esos documentos. De lo contrario, no se habría expuesto tanto.
—Pues si tan gran interés tiene, seguro que intentará obtener los que le faltan —dijo Julián—. Menos mal que están en nuestro poder. Supongo que tratará de entrar en la torre del mismo modo que lo hizo la vez anterior y que nosotros desconocemos.
—Los papeles ya estarán a salvo entonces —dijo Jorge—. ¡A salvo en mi isla!
—Sí —dijo Julián—. Encontraré un buen escondite, probablemente en las ruinas del castillo. Por cierto que tengo la impresión de que ya no los llevas bajo tu jersey, Manitas. Ahora ya no pareces tan gordo. ¿Dónde los has metido?
—Jorge me dijo que se los diese a ella. Temía que se me pudieran caer. Los tienes, ¿verdad, Jorge?
—Sí —dijo la niña—. No hablemos más de ello.
—¿Por qué no hemos de hablar? El ladrón no está aquí, y no puede oírnos —dijo Manitas—. Lo que ocurre es que Jorge está enfadada porque Julián no la deja ir a la isla.
—¡Calla, Manitas! —exclamó Jorge—. Lo que tienes que hacer es decir a Travieso que no me tire la limonada en el pan. Bájalo de la mesa. Su falta de educación va en aumento.
—Eso no es verdad. Tu mal humor es lo que va en aumento —dijo el niño.
Inmediatamente recibió un puntapié de Julián. Su intención fue devolvérselo, pero no lo hizo. Los de Julián eran mucho más fuertes que los suyos. Decidió, pues, hacer lo que Jorge le había dicho, antes de que la niña le diese un bofetón, y puso a Travieso debajo de la mesa, donde estaba Tim. El monito se acercó al perro y le rodeó el cuello con sus bracitos. Tim le dio dos o tres cariñosos lengüetazos. Lo quería mucho.
—¿Qué haremos esta tarde? —preguntó Dick, cuando entre todos hubieron quitado la mesa y lavado los platos—. ¿Queréis que vayamos a la playa a bañarnos? El agua debe de estar estupenda.
—A mí me parece que estará un poco fría —dijo Ana—. Pero no importa: cuando hayamos nadado un poco, nos parecerá que ha perdido el frío. Jenny, ¿vienes a bañarte con nosotros?
—¡Ni pensarlo! —respondió Jenny, temblorosa—. Soy muy friolera. Sólo al imaginarme que puedo meterme en esa agua tan fría, me estremezco. Si necesitáis vuestras toallas, id al armario, que allí están. No volváis demasiado tarde si no queréis encontrar el té frío.
—De acuerdo, Jenny —dijo Manitas, disponiéndose a darle uno de sus abrazos, pero conteniéndose al ver la cara de la cocinera—. Julián, ¿puedo ir contigo a la isla esta noche? Me gustaría; para mí sería una distracción.
—No —respondió Julián—. Además, no pasará nada.
—No estés tan seguro. A lo mejor, el señor Wooh oyó a Jorge decir que llevaría los documentos a la isla —dijo Manitas—. Si fuera así, te alegrarías de haberme llevado contigo.
—No tendré ocasión de alegrarme —declaró Julián—, tú te quedarás aquí. Estaré mucho mejor solo que preocupándome por lo que podáis hacer. Iré solo y es inútil que me mires con esa cara de pocos amigos, Jorge.
Se levantó de la mesa y miró por la ventana.
—Ya no hace viento —dijo—. Ya podemos ir a la playa. ¡Andando!
El grupo se dirigió a la playa, y poco después todos estaban nadando. Todos menos Travieso, que había empezado por introducir una pata en el agua y había retrocedido inmediatamente. Y se alejó, temeroso de que Manitas lo metiese a la fuerza. Tim estaba encantado. Nadaba muy bien. Manitas se asió a su cuello y se dejó remolcar. De pronto, Tim, y con él Manitas, se hundieron.
—¡Tim, eres un bribón! —dijo el niño—. Me has hecho tragar agua. ¡Ya verás cuando te pille!
Pero Tim nadaba más de prisa que él. A Tim le gustaba el juego y ladraba alegremente. Se acercó a Jorge y nadó junto a ella. ¡Qué felicidad estar con todos los niños!
El resto de la tarde pasó rápidamente. Jenny les había preparado una merienda suculenta. El baño les había abierto el apetito y se lo comieron todo en un abrir y cerrar le ojos. Después dieron un largo paseo.
—Saldré para Kirrin en mi bicicleta tan pronto como oscurezca —dijo Julián—. Supongo que tu barca estará en el sitio de siempre, ¿verdad, Jorge? Siento no poder llevarte conmigo, pero puede ser peligroso. No estaré tranquilo hasta que haya escondido los documentos. Me los puedes dar en el momento de marcharme, Jorge.
Ana bostezó.
—No te vayas muy tarde. Me caigo de sueño. Ya empieza a oscurecer. El baño me ha dejado rendida.
—Yo también tengo sueño —dijo Dick, bostezando—. Me iré a dormir apenas te vayas, Julián. Vosotras dos os debéis ir ya a vuestra tienda. Estáis muy cansadas.
—Tienes razón —dijo Ana—. ¿Vienes, Jorge?
—Sí, vamos —respondió Jorge—. Manitas, te apuesto lo que quieras a que llego al campamento antes que tú. Jenny, adiós. ¡Hala! ¡Hagamos carreras!
Jorge, Ana y Manitas, seguidos por Tim, se alejaron corriendo. Dick y Julián ayudaron a Jenny a cerrar las persianas.
—Buenas noches, Jenny —dijo después Dick—. Cierra la puerta cuando hayamos salido y vete a la cama. Nos vamos al campamento. Que duermas bien.
—Yo duermo siempre como un tronco —dijo Jenny—. Tened los ojos bien abiertos para no caer en ninguna trampa. Esconded esos documentos donde nadie pueda encontrarlos.
Julián y Dick se dirigieron al campamento, mientras oían a Jenny cerrar la puerta con todo cuidado.
Manitas y las niñas habían llegado ya a la cerca. Travieso iba cómodamente sentado en el hombro de su dueño. Ana estaba preocupada.
—Temo que a Julián le pase algo en la isla —dijo—. Lo mejor sería que se llevase a Dick.
—Si alguien va con él seré yo —dijo Jorge— ¡La isla es mía!
—No seas tonta, Jorge —replicó Ana—. Los documentos estarán más seguros en poder de Julián. Sería demasiado para ti ir pedaleando a Kirrin, arrastrar la barca al agua, llegar a fuerza de remo a la isla, esconder los papeles y volver.
—Nada de eso. Si Julián puede hacerlo, yo también lo puedo hacer —afirmó Jorge—. Entra en la tienda, Ana. Vuelvo en seguida. Voy a pasear a Tim.
Esperó a que Ana entrase en la tienda y se marchó en silencio, seguida por el extrañado Tim. Pronto se oyeron las voces de Dick y Julián que entraban en su tienda, donde les esperaba Manitas, bostezando de sueño.
Los tres muchachos se acostaron y se envolvieron en sus mantas.
Al cabo de un rato, Julián se incorporó, consultó su reloj y se asomó a la puerta de la tienda.
—¡Ya es completamente de noche! —dijo—. Hay un poco de luna. Voy a pedirle los documentos a Jorge y tomaré la bicicleta y me iré. A la luz de la luna podré ver la carretera.
—Ya sabes dónde tiene Jorge la barca —dijo Dick—. La encontrarás en seguida. ¿Llevas la linterna?
—Sí, y con pilas nuevas —respondió Julián—. ¡Mira!
Encendió la linterna. Su luz era potente.
—Con esta luz encontraré la isla fácilmente —dijo—. En fin, voy en busca de Jorge. ¡Jorge! ¡Me has de dar los documentos!
Se acercó a la tienda de las niñas. Ana estaba medio dormida. Abrió los ojos, pero los cerró inmediatamente, deslumbrada, cuando Julián la enfocó con la linterna.
—¡Jorge! —gritó Julián—. ¿Quieres darme los documentos? ¡Ana! ¿Dónde está Jorge?
Ana miró a su lado. Vio las mantas de su prima amontonadas, pero ni rastro de ella ni de Tim. En el acto dedujo lo sucedido.
—¡Julián! —exclamó—. Jorge se ha ido con Tim, ¡y con los documentos! Debe de haberse marchado en su bicicleta. Habrá ido a Kirrin y desde allí habrá salido en barca para su isla. ¿Qué pasará si se encuentra con los ladrones?
—¡De buena gana le daría un bofetón! —dijo Julián, indignado—. ¡Ir sola y de noche a Kirrin, trasladarse en barca a la isla, esconder los documentos y volver! ¡Qué locura! ¡Si el señor Wooh y sus amigos la están esperando, lo va a pasar muy mal! ¡Qué poca cabeza!
—Julián, id tú y Dick a ver si la alcanzáis —dijo Ana, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Id, por favor! ¡Qué tonta! ¡Menos mal que Tim va con ella!
—Eso me tranquiliza un poco —dijo Julián, todavía enojado—. La cuidará lo mejor que pueda. ¡Uf, qué chica! ¡Le estaría dando bofetadas hasta saltarle todos los dientes! Ya me extrañaba a mí verla tan tranquila esta tarde. Seguramente estaba planeando la fuga.
Fue con Dick a la casa para contárselo todo a Jenny, y luego los dos muchachos se pusieron en camino, pedaleando con todas sus fuerzas. Jorge no debía ir sola, y de noche, a la isla. Y menos sabiendo que los ladrones podían estar al acecho, esperándola.
Jenny estaba preocupadísima. Vio a los dos chicos alejarse pedaleando y desaparecer en la oscuridad.
Manitas pidió a la cocinera que le dejase ir con Dick y Julián, pero ella le respondió con un no tajante.
—Tú y Travieso no haríais más que molestar —dijo con firmeza—. ¡Dios mío! ¡Qué escándalo se va a llevar esa tonta de Jorge cuando vuelva! Menos mal que Tim la acompaña. Ese perro vale por una docena de policías.