Capítulo XIV

¡QUÉ DIVERTIDO!

Los niños se quedaron mirando al señor Wooh y a Charlie. De pronto, vieron que el chimpancé se apoderaba de dos cubos y echaba a correr con uno en cada mano.

—¿A dónde irá? —preguntó Ana.

—Seguro que a llenarlos de agua en el riachuelo y luego llevarlos a alguien que estará lavando los caballos —dijo Jorge.

Así era. Charlie volvió en seguida, pero más despacio, pues los dos cubos que transportaba estaban llenos de agua.

—¡Ese chimpancé es la mar de útil! —comentó Dick—. Mirad. Allí está Madelón, la amazona. No parece la misma con esos tejanos viejos. Y Charlie deja a su lado los cubos. Seguro que si ella se lo pide irá por más agua.

—Me es simpático Charlie —dijo Ana—. Al principio me daba un poco de miedo, pero ya no me da. Me gustaría que no fuese su dueño el señor Wooh.

Julián examinó las cuartillas que tan hábilmente había emborronado con cifras y dibujos para imitar los documentos del profesor.

—Me parece que ya no nos servirán para nada —dijo—. El señor Wooh habrá adivinado que son falsos apenas los ha visto. Sin embargo, no ha sabido disimular. Ha mirado estas cuartillas extrañado, como si acabase de ver otras parecidas.

—Si ha enviado a alguien a robar los planos en la torre, no cabe duda de que las habrá visto —dijo Manitas—. ¿Qué os parece si vamos a echar un vistazo por el circo? Tal vez encontremos una escala lo bastante larga para llegar a lo alto de la torre.

—¡Buena idea! —exclamó Dick—. Vamos ahora mismo. Deja el tablero de dibujo y las cuartillas aquí, Julián. No creo que valga la pena terminar la imitación de los documentos.

Los cinco, acompañados de Manitas y Travieso, se fueron a pasear por el circo. Dick vio una escala en el suelo y llamó a Julián.

—¿Qué te parece? —le preguntó—. ¿Se podría escalar con ella la torre?

Julián se paseó sobre la escala. Desde luego era muy larga, pero no lo suficiente. De todos modos, averiguarían quién era su propietario.

En este momento apareció el hombre sin huesos. Andaba normalmente. Saludó sonriendo y, de pronto, hizo funcionar sus singulares articulaciones. Dobló las rodillas hacia atrás, giró el cuello hasta que pudo ver su propia espalda y puso los codos al revés. Su aspecto era por demás extraño.

—¡No haga eso! —exclamó Ana—. Parece un monstruo cuando se pone así. ¿Por qué le llaman el hombre sin huesos? Los tiene todos, aunque sus articulaciones hagan parecer que no tiene ninguno.

Entonces el contorsionista pareció perderlos todos de una vez y se desplomó, quedando en una cómica postura. Los niños se echaron a reír. Parecía no tener un solo hueso.

—A pesar de sus articulaciones dobles, ¿puede subir por escaleras de mano? —preguntó súbitamente Julián.

—Claro que sí —respondió el contorsionista—. Puedo subirlas de lado, de espaldas, de frente y de todas formas.

—¿Es suya esta escalera? —preguntó Dick, señalando la que estaba en el suelo.

—No, pero la uso de cuando en cuando, como todos los demás —respondió el hombre sin huesos mientras volvía la cabeza hacia atrás por completo.

Era desconcertante hablar con un hombre que podía dar media vuelta completa a su cabeza. Estaban hablándole a la cara y de pronto se encontraban con que le hablaban a la nuca.

—¡Por favor, no haga eso! —dijo Ana—. ¡Me da no sé qué verle!

—¿Usan esa escalera para poner la bandera en lo alto del toldo del circo? —preguntó Dick—. No parece lo bastante larga.

—Y no lo es —dijo el contorsionista—. Para eso hay otra muchísimo más larga. Pesa tanto, que se necesitan tres hombres para moverla.

Los niños se miraron. Aquello descartaba la posibilidad de que la hubiesen utilizado para robar en la torre. Si hacían falta tres hombres para moverla, de haberla llevado al patio, los ruidos oídos por Jenny habrían sido mucho más fuertes.

—¿Y no hay más escaleras de mano en el circo? —preguntó Dick.

—No, sólo esas dos. ¿Por qué? ¿Queréis comprar una? Bueno, me voy. El director del circo me necesita. Adiós.

Y el contorsionista se fue.

—¿Qué me decís de los acróbatas? —preguntó Julián—. Son muy ágiles y están acostumbrados a subir por todas partes. ¿No creéis que un acróbata pudo escalar la pared de la torre y cometer el robo?

—No, no lo creo —dijo Manitas—. La he mirado bien esta mañana. Es demasiado vertical. Ni siquiera un acróbata podría trepar por ella.

—¿Y los payasos? —preguntó Jorge. Pero en seguida se dio cuenta de que había dicho una tontería y añadió—: No, los payasos no son más ágiles que los acróbatas. Me parece que no ha sido nadie del circo… ¿Qué hay allí?

Todos se acercaron a lo que Jorge señalaba. Parecía una gran piel. Jorge la tocó y exclamó:

—¡Ah, es la piel de asno!

—¡Estupendo! —dijo Manitas, entusiasmado.

Y trató de levantarla, pero en seguida vio que él solo no podía.

En un abrir y cerrar de ojos, Dick y Jorge se metieron en la piel. Dick, que ocupaba la parte delantera, advirtió que podía ver perfectamente por dónde iba, pues la piel tenía dos agujeros a la altura de los ojos. Jorge se introdujo en las patas traseras y empezó a avanzar a saltos, ante las risas de los demás del grupo. Pero, de pronto, alguien gritó:

—¡Eh, dejad eso!

Era Jeremías, que llegaba corriendo, indignado. Llevaba un palo en la mano y golpeó con él la parte trasera del asno, alcanzando a Jorge, que lanzó un grito.

—¡Ay! ¡Qué daño me has hecho!

Manitas se acercó furioso a Jeremías.

—¡No seas bruto! ¡Son Dick y Jorge los que están dentro de la piel! ¡Deja ese palo!

Pero Jeremías volvió a golpear al asno y Jorge gritó de nuevo. Manitas lanzó una exclamación y se arrojó sobre Jeremías para quitarle el palo. Jeremías intentó apartarse, pero Manitas le dio un puñetazo en el pecho y lo derribó.

—Te dije que algún día sería yo quien te tiraría al suelo a ti de un puñetazo, y ya lo he hecho —gritó Manitas—. ¡Levántate y pelea! ¡No te quedarán ganas de volver a pegar a una niña!

—¡Basta, Manitas! —dijo Julián—. Jeremías no podía saber que eran Dick y Jorge los que estaban ahí dentro. Jorge, Dick: salid de la piel antes de que llegue el abuelo.

Jeremías se había levantado ya y saltaba alrededor de Manitas con los puños cerrados. Pero antes de que ninguno de los dos atacase al otro, se oyó el vozarrón del señor Tapper.

—¡Ya está bien! ¡Basta!

Jeremías lanzó un puño contra Manitas, pero éste lo esquivó y alcanzó de nuevo a Jeremías, arrojándolo sobre el abuelo, que recibió a su nieto en sus brazos.

Jorge y Dick habían salido ya de la piel. Estaban avergonzados. El abuelo les sonrió sin soltar a Jeremías, que no disimulaba su indignación.

—¡Ha terminado la lucha! —exclamó el abuelo—. Si queréis continuar, el contrincante seré yo.

Ninguno de los dos aceptó el reto. El señor Tapper era viejo, pero daba tremendas bofetadas, como sabía Jeremías por experiencia.

—Bueno, daos la mano, y tan amigos como antes —dijo el abuelo—. ¡Obedeced o empiezo a repartir leña!

Manitas y Jeremías se dieron la mano, sonriendo.

—Bien —dijo el señor Tapper—. No hay huesos rotos ni sangre. Así que aquí no ha pasado nada.

Luego se volvió hacia Dick y Jorge.

—Y vosotros podéis jugar, si queréis, con la piel de asno, pero la buena educación exige que antes se pida permiso al dueño.

—Así lo haremos, señor Tapper —dijo Dick, sonriendo—. Y perdone que no lo hayamos hecho esta vez.

Se preguntaba cómo se quedarían Jenny y el profesor si de pronto vieran entrar un asno en la casa. Sería divertido, pero no creía que les hiciese ninguna gracia.

El abuelo se fue y Julián dijo a Jeremías, que vacilaba entre quedarse o irse.

—Hemos visto cómo Charlie ha llevado agua a los caballos. Es un chimpancé muy fuerte.

Jeremías sonrió, satisfecho de volver a ser amigo del grupo, y se fue a pasear por el circo con los cinco y Manitas. Vieron los magníficos caballos, y a Dick Tiroloco entrenándose, y a un acróbata dando saltos mortales.

Travieso iba con ellos. Había hecho amistad con todos Los componentes del circo, personas y animales. Saltó al lomo de uno de los caballos y éste relinchó alegremente. Luego intentó ayudar a Charlie a transportar un cubo de agua y la derramó toda. Además, le quitó a Dick Tiroloco la gorra e incluso entró en la tienda del abuelo y se llevó una botella de limonada. Intentó destaparla, pero no pudo y se la entregó a su amigo Charlie, el cual, con su enorme fuerza, le quitó el tapón en un momento. Pero, ante la indignación de Travieso, se bebió toda la limonada.

Travieso se enfureció. Se introdujo en la jaula de Charlie, que estaba abierta, y empezó a revolver la paja y a ensuciarlo todo. El chimpancé lo observaba atentamente, pero sin enfadarse. Por el contrario, estaba visiblemente contento.

—Ven, Travieso. Charlie acabará por perder la paciencia —le dijo Manitas.

—Déjalo —dijo el acróbata—. A Charlie le gusta ver a alguien enfadado de cuando en cuando. Míralo: está sentado tan tranquilo.

Esperaron unos momentos para asegurarse de que Travieso no molestaba al chimpancé y se alejaron para ver a Tip y Top, los payasos. Éstos discutían, y Tip arrojó un cubo de agua a Top, a lo que éste contestó escasquetándole en la cabeza el cubo de la basura. ¡Qué pareja!

Cuando volvieron, preguntándose si Travieso estaría aún con Charlie, vieron que el monito corría hacia la casa.

—Debe de figurarse que ya es la hora de comer —dijo Manitas, consultando su reloj—. ¡Caramba! Pues sí que es la hora. ¡Corramos! Jenny se enfadará si llegamos tarde.

Y todos corrieron hacia la casa. ¡Qué apetito tenían! Llegaron a la cerca, la saltaron y siguieron corriendo por el jardín.