PLANES A MONTONES
Después de comprar los periódicos, Manitas decidió ir al campamento de sus amigos para explicarles lo que había sucedido la noche anterior. Seguía enfadado por la forma en que le había tratado Julián, pero se moría de ganas de hablar a todos del robo y de su magnífica idea de esconder los documentos de su padre en la isla de Kirrin.
Y Manitas, con el simpático Travieso en su hombro, se dirigió al pequeño campamento. Todos estaban allí. Hacía poco que habían vuelto de la compra, y a Manitas se le hizo la boca agua al ver la comida: las latas de conserva, la fruta, los tomates, las lechugas, el jamón y todo lo que habían traído del pueblo.
Julián se alegró al ver a Manitas de tan buen humor. Después de la reprimenda de la noche anterior, temía que el muchacho estuviese enfadado todavía.
—¡Oíd! —gritó Manitas—. ¡Traigo noticias importantes!
Rápidamente contó a sus amigos lo sucedido la noche pasada, y luego les explicó que su padre había escondido los periódicos en la carbonera, creyendo que escondía los planos.
—¿Pero por qué no le dijiste que se había dejado los documentos en la mesa y que había escondido los periódicos? —preguntó Jorge.
—Porque, si se lo hubiera dicho, habría escondido los documentos y a los diez minutos no se acordaría de dónde los había puesto, y no sería posible encontrarlos nunca.
—¿Y qué vais a hacer con esos papeles? —preguntó Dick.
—He tenido una gran idea —dijo Manitas, con fingida modestia—. He pensado que podemos esconderlos nosotros donde no sea posible encontrarlos.
—¿Y dónde está ese maravilloso escondite? —preguntó Dick.
—¡En la isla de Kirrin! —exclamó Manitas, triunfante—. ¿A quién se le puede ocurrir buscarlos allí? Además, como todos conoceremos el escondite, siempre lo recordará uno u otro. Mi padre podrá seguir trabajando tranquilamente, sin preocuparse por estos planos.
—¿Le has explicado todo esto a él? —preguntó Julián.
—No —repuso Manitas—. Jenny dice que es preferible que la cosa quede entre nosotros. Está convencida de que los ladrones volverán por los documentos que completan los que se llevaron.
—Tengo una idea —dijo Dick—. Podríamos llenar unas cuantas cuartillas de números y dibujos y dejarlas en la torre para que se las lleven los ladrones. Creerán que son las que buscan. ¡Menudo chasco se llevarán!
—Bien pensado —dijo Julián—. Y mientras los ladrones tratan de descifrar nuestros números, nosotros iremos a esconder las cuartillas verdaderas en la isla de Kirrin.
—¿Cuándo iremos? —preguntó Jorge—. Hace ya mucho tiempo que no he estado en mi isla. La última vez que fui, me encontré con que los excursionistas domingueros la habían dejado perdida de pieles de plátano y de naranjas, y latas vacías. ¡Daba pena ver aquello!
—¡Qué personas tan mal educadas! —exclamó Ana—. No les gusta sentarse encima de la basura de los demás, pero no recogen la que ellos dejan.
—Supongo que en su casa no serán menos desordenados —dijo Dick—. Vivirán rodeados de suciedad. ¡Con lo poco que cuesta recoger los restos de comida y dejarlo todo limpio para no molestar a las personas que vengan después!
—¿Qué hiciste con aquellos desperdicios, Jorge? —le preguntó Julián.
—Los enterré en la arena —contestó la niña—, a bastante profundidad para que la marea no los pusiera al descubierto. Os confieso que mientras recogía la basura con la pala me decía que ojalá los que habían hecho aquello encontraran un agua sucia y maloliente cuando fuesen a bañarse.
Jorge dijo esto con tanta fiereza, que todos se echaron a reír. Tim estaba sentado, con la lengua fuera y mirando con la cabeza ladeada a Jorge. Parecía reírse también. Y Travieso emitía unos sonidos entrecortados que bien podrían ser carcajadas.
Se sentaron y estuvieron un rato hablando de los documentos del profesor.
—Dick y Julián pueden hacer las cuartillas falsas —dijo Jorge— y Manitas irá a la torre y las dejará en sitio visible. Estoy segura de que el ladrón vendrá por ellas. Le daremos toda clase de facilidades.
—Y tú, Jorge, puedes llevar los documentos verdaderos a tu isla y allí esconderlos bien —dijo Ana.
—Para eso será mejor esperar hasta la noche —dijo Dick—. Si alguien viese a Jorge dirigiéndose en barca a la isla, podía adivinar que va a esconder algo importante. Quizás vigilen a su padre. Bueno, ¿dónde están los documentos? No te los habrás dejado olvidados en casa, ¿verdad, Manitas?
—De ningún modo —dijo Manitas—. Estoy tan intranquilo como si unos ojos amenazadores me estuvieran vigilando constantemente, en espera de que deje los papeles en algún sitio. Los traigo aquí, debajo del jersey.
—¡Ahora comprendo por qué parece que hayas comido demasiado! —bromeó Jorge—. Bueno, ¿qué hacemos?
—Lo mejor será que empecemos a hacer los documentos —propuso Julián—. A lo mejor, los ladrones vuelven antes de lo que esperamos. Iremos a hacerlos en tu casa, Manitas. Si fuéramos a la de Jorge, su padre nos vería y querría saber lo que hacíamos. Además, no nos dejarían entrar: todavía deben de estar en cuarentena.
—También mi padre puede vernos —dijo Manitas—. Además, no debemos molestarle. Está muy ocupado con su último invento. Es algo maravilloso que…
—No empieces otra vez a irte de la lengua —dijo Julián—. Repito que debemos ir a tu casa.
—¿Qué os parece si voy yo solo, recojo unas cuartillas, los lápices de dibujo y la tinta especial para mapas y lo traigo todo a la tienda? —propuso Manitas—. Nunca sé cuándo va a entrar papá en mi habitación, y si nos viese a todos juntos sospecharía que estamos tramando algo. Teniendo los documentos verdaderos, podremos hacer otros que no parezcan falsos.
—De acuerdo —dijo Julián, advirtiendo que Manitas tenía mucho miedo de que su padre los sorprendiera haciendo los documentos falsos—. Ve a buscar todo lo que necesitamos y tráelo. Jorge, acompáñalo.
—Conforme —dijo Jorge.
Y ambos se dirigieron a la casa, mirando en todas direcciones por temor a encontrarse con el profesor. Manitas cargó con un tablero de dibujo, lápices, cuartillas de las que empleaba su padre y un libro en el que había algunos planos fáciles de copiar. Tomó también tinta china, bolígrafos especiales para mapas e incluso clips para sujetar las cuartillas. Jorge le pidió la mitad de las cosas, mientras vigilaba por si venía el padre de Manitas.
—Todo va bien —dijo el niño—. Está durmiendo. ¿Oyes ese ruido?
Jorge prestó atención y poco después oyó un débil ronquido en la habitación de al lado. Cuando tenían todo lo necesario, se dirigieron al campamento.
—¡Estupendo! —exclamó Julián al verlos regresar tan cargados—. Vamos a hacer unos documentos formidables. Sólo un sabio podrá ver que no tienen ningún valor.
—Lo mejor será que entremos en la tienda —dijo Jorge—. De lo contrario, si se acerca alguien del circo verá lo que estamos haciendo.
Todos entraron en una de las tiendas, la de los chicos. Tim y Travieso entraron también. Estaban entusiasmados con todo aquel trajín. Pronto puso Julián manos a la obra. Y cuando todos admiraban la facilidad con que hacía números y más números y dibujaba figuras que no tenían ningún significado, Tim dio un fuerte gruñido.
Julián escondió el tablero de dibujo. De pronto, alguien apartó la lona que servía de puerta. ¿Quién era el misterioso visitante? Todos lanzaron un suspiro de alivio al ver la simpática cara de Charlie, el chimpancé.
—¡Hola, Charlie! —exclamó Dick—. ¡Menudo susto nos has dado! ¿Cómo estás?
El chimpancé los saludó a todos dándoles la mano. Estaba muy contento. Todos correspondieron al saludo, riendo de buena gana.
—Siéntate, Charlie —dijo Julián—. Supongo que habrás salido por tu cuenta a dar un paseo…, y a ver qué tenemos para comer. No te preocupes: hay comida para todos.
Charlie se introdujo entre Tim y Travieso y observó con gran interés el trabajo de Julián.
—Apuesto lo que queráis a que si le dais un lápiz, dibuja —dijo Ana.
Así fue. Le dieron un lápiz y el chimpancé empezó a emborronar cuartillas con un gesto de satisfacción.
—¡Vaya! También sabe hacer números —dijo Ana—. Te está imitando, Julián.
—Pues como lo siga haciendo tan bien, se encargará él del trabajo —bromeó Julián—. Jorge, hablemos de tus planes para esta noche. Opino que si vas a la isla a esconder los documentos, como has dicho, debes llevarte a Tim.
—Sí, desde luego —respondió Jorge—. No creo que haya allí nadie que pueda hacerme daño, pero me gusta que Tim me haga compañía. Me llevaré los documentos, desembarcaré y los esconderé.
—¿Dónde? —preguntó Julián.
—Ya lo pensaré cuando esté allí —dijo Jorge—. En algún sitio muy secreto. Conozco la isla palmo a palmo y no será difícil encontrar un buen escondite. Allí no correrán peligro los documentos, y allí estarán hasta que pase el peligro. Dejaremos creer al profesor que los ha escondido él y que no recuerda dónde los puso. Será divertido ir remando a la isla y esconder los documentos.
—Mirad los míos —dijo Julián—. Los ladrones no se darán cuenta de que son falsos. ¿Verdad que parecen auténticos?
Desde luego, lo parecían. Todos estuvieron mirando con admiración las cifras y las figuras hasta que, de pronto, Tim empezó a gruñir amenazadoramente. Charlie, el chimpancé, le puso una mano en el lomo como diciendo: «¿Qué sucede, muchacho?». Pero Tim no le hizo caso y salió de la tienda ladrando. Poco después los niños oyeron gritos.
—¡Vete! ¡Largo de aquí!
Jorge salió de la tienda y vio al señor Wooh. Estaba asustado, y no apartaba la vista de Tim, que daba vueltas a su alrededor, enseñándole sus afilados colmillos, sin cesar de gruñir. Charlie se enfadó al ver que el perro se mostraba hostil con un amigo suyo y se plantó frente a Tim, enseñando también los dientes. Jorge gritó aterrada:
—¡No dejéis que se peleen!
—¡Charlie! —ordenó el señor Wooh, con su voz cavernosa—. ¡Ven aquí!
El chimpancé dejó de gruñir, se encaramó al hombro del mago y lo abrazó cariñosamente.
—No quiero molestaros —dijo el mago—. Me iré a dar un paseo con mi amigo Charlie. ¿Vendréis esta noche a ver el espectáculo?
—Quizás —dijo Dick, dándose cuenta de que el mago miraba con interés las cuartillas que Julián tenía en la mano y que se apresuró a esconder tras su espalda.
No quería que el señor Wooh las viese. ¿Tendría algo que ver con el robo de la noche pasada? Lo cierto era que sabía mucho de matemáticas, tanto que quizás pudiera comprender perfectamente los documentos del profesor. Sin embargo, no podría sacar nada en limpio de los imitados por Julián.
—Si os he interrumpido, perdonadme —dijo el señor Wooh. Y se alejó, después de saludarlos amablemente, en compañía de Charlie. Éste miró hacia atrás para ver si Travieso los seguía. Pero el mono se quedó junto a Manitas.
—No se me había ocurrido pensar que alguna persona del circo podía acercarse a nuestra tienda, oírnos y enterarse de lo que planeamos —dijo Julián—. Esto no me gusta nada. Dick, ¿crees que habrá oído algo?
—¿Eso que importa? —exclamó Dick.
—Ya lo creo que importa —dijo Julián—. A lo mejor ha oído a Jorge decir que irá esta noche a la isla de Kirrin para esconder los verdaderos documentos, los que no se llevaron los ladrones. Si estuviese seguro de que ese hombre la ha oído, no la dejaría ir. Quizá corra peligro… En fin, lo mejor será que no vaya.
—No seas tonto, Julián —dijo Jorge—. Iré y Tim vendrá conmigo.
—No, Jorge, no irás —dijo Julián con firmeza—. Yo me encargaré de llevar los documentos a la isla. Esperaré a que oscurezca, iré en bicicleta a Kirrin, tomaré tu barca e iré a la isla.
—Bien, Julián —admitió Jorge. Y añadió—: ¿Comemos un poco? Podemos abrir unas cuantas latas y preparar una cena estupenda en un par de minutos.
—De acuerdo —dijo Julián, alegrándose de que Jorge apenas hubiese protestado de que no la dejara ir. Sí, él se encargaría de esconder los planos. Le sería fácil llegar a la isla en el bote de Jorge y encontrar un buen escondite. Si hubiese peligro, siempre saldría mejor librado que Jorge, ya que ella, al fin y al cabo, no era más que una niña.
Sí, Julián: no es más que una niña, pero, como tú has dicho más de una vez, tan valiente como un chico. No estés tan seguro de lo que sucederá cuando llegue la noche.