Capítulo XII

UNA SORPRESA PARA MANITAS

Manitas se estremeció cuando Jenny le contó a la mañana siguiente lo que había sucedido.

—Tu padre está de muy mal humor —dijo—. Se ha levantado muy temprano para terminar un trabajo, y cuando ha llegado a la torre y ha abierto la puerta de su despacho se lo ha encontrado todo revuelto. Le han desaparecido unos papeles importantísimos.

—¡Oh, Jenny! ¡Qué horror! —exclamó Manitas—. Papá guarda allí sus documentos más secretos, sobre todo los cálculos de su nuevo invento. Es un invento fantástico, Jenny. Sirve para…

—¡Calla! No hables a nadie de los secretos de tu padre, ni siquiera a mí —dijo la cocinera—. Te lo han dicho muchas veces. A lo mejor, te has ido de la lengua, y el que ha venido a visitarnos esta noche es alguien que te ha oído.

Manitas sintió una angustia repentina. ¿Habrían entrado a robar en la torre porque él había hablado más de lo que debía? ¿Quizás en el autobús? ¿Tal vez en el circo? ¿Qué dirían sus amigos, sobre todo Julián, cuando se enterasen de que un ladrón se había llevado documentos de su padre? Estaba seguro de que Julián le echaría las culpas a él. A lo mejor, los periódicos publicaban algo sobre el suceso y la casa se llenaba de curiosos que querrían ver la torre y sus extraños tentáculos.

Se vistió rápidamente y bajó la escalera de dos en dos. Jenny le dijo que la noche anterior había visto a alguien trepando por el muro de la torre.

—Tu padre dice que nadie podía haber entrado en el patio con una gran escalera sin que le hubiésemos visto u oído. Pero bien pudieron utilizar una escala de cuerda como las que emplea el hombre que viene a limpiar los cristales.

—Exacto —dijo Manitas—. ¿Crees que habrá sido el limpiacristales?

—No, ese hombre es honrado —dijo la cocinera—. Lo conozco desde hace veinte años. Sólo he dicho que la escala podría ser como las que él usa. Iremos al patio cuando haya terminado de fregar los platos y lo miraremos todo para ver si encontramos alguna huella.

—Quizás el ruido que oíste lo hizo el ladrón al colgar la escala —dijo Manitas—. Mira a Travieso. Nos escucha como si entendiese lo que decimos. Travieso, ¿por qué no me despertaste anoche? Tú siempre te despiertas si oyes algo extraño.

Travieso se subió al hombro de Manitas y se enroscó junto a su cuello. No le gustaba que Manitas estuviese preocupado, y sabía perfectamente, por su voz, cuánto lo estaba.

—Lo mejor será que vayas a ver a tu padre —dijo Jenny—. Quizá puedas tranquilizarlo un poco. Está muy nervioso. Lo encontrarás en la torre, tratando de ordenar sus papeles. No te puedes imaginar lo revueltos que los han dejado.

Manitas se encaminó hacia la torre y se sorprendió al notar que las piernas le temblaban. A lo mejor, su padre le preguntaría si había hablado del trabajo que estaba haciendo. ¡Qué estúpido había sido al hablar en el circo como una cotorra!

Pero, afortunadamente, su padre estaba demasiado atareado ordenando los papeles, para pensar en lo que Manitas hubiese podido decir o hacer. Lo encontró en medio de la habitación tratando de averiguar cuáles eran los papeles que faltaban.

—¡Hola, Manitas! Pasa —dijo el profesor al ver a su hijo—. Échame una mano, ¿quieres? El ladrón tiró por el suelo todos los papeles que encontró en el escritorio. Afortunadamente, no se fijó en unos que cayeron debajo de la mesa, por lo que no creo que los que se ha llevado le sean útiles. Habría de ser un científico de primera línea para entenderlos faltando una parte.

—¿Crees que vendrá a buscar los que le faltan, papá? —preguntó Manitas.

—Es probable —contestó el profesor—. Pero los esconderé en algún sitio. ¿Sabes de algún buen escondite, Manitas?

—Papá, no los escondas sin decirme dónde —le advirtió Manitas—. Ya sabes que todo se te olvida. Luego no te acordarías de dónde los escondiste y no podrías seguir trabajando en tu invento. ¿Tienes copias de los planos que te han robado?

—No, pero los tengo registrados en mi cabeza —respondió el profesor—. Me ocupará algún tiempo rehacerlos, pero no demasiado. Es un fastidio, porque me convendría tenerlos ya. En fin, Manitas; ahora vete. Tengo mucho trabajo.

Manitas bajó la escalera, diciéndose que tendría que asegurarse de que su padre escondía los documentos en algún sitio apropiado.

«Debo evitar que haga lo mismo que la última vez que escondió papeles. Los metió en la chimenea y Jenny estuvo a punto de quemarlos. ¿Por qué hombres de talento como papá suelen hacer tantas tonterías? Estoy seguro de que, o se olvida de dónde los esconde o elige un escondite que cualquiera puede descubrir».

Luego se dirigió a la cocina para tratar del caso con Jenny.

—Jenny —le dijo—. Papá dice que el ladrón sólo se llevó algunos de sus papeles y que le servirán de poco los que ha robado si no tiene otros que son parte de ellos. Por eso cree que cuando el ladrón se dé cuenta, intentará venir por los que le faltan.

—¡Conmigo tendría que tropezar! —dijo Jenny, retadora—. Si tu padre me lo permitiera, yo podría esconderlos en un sitio donde nadie los encontraría. Pero no te diré qué sitio es ése.

—Me temo que los esconderá en la chimenea, como la otra vez, o en algún lugar igualmente tonto —dijo Manitas—. Tenemos que ocultarlos en algún sitio donde a nadie se le ocurra mirar. Si papá descubre un buen escondite, luego no se acordará de dónde los puso, y nunca los encontrará.

—Vamos a la torre. Hay que limpiar las manchas de tinta y ver si tu padre ha escondido ya los papeles —dijo Jenny—. Es muy capaz de esconderlos en la misma habitación que registró el ladrón. Estoy segura de que subió por una escala de cuerda, encontró la ventana abierta, entró y se llevó lo que quiso.

—Vamos a la torre —dijo Manitas—. No creo que papá esté ya allí.

—Ahora cruza el patio —dijo Jenny, mirando por la ventana—. ¿Lo ves? Lleva algo debajo del brazo.

—Los periódicos de la mañana —dijo Manitas—. Eso quiere decir que estará un buen rato leyendo. Quiera Dios que los periódicos no digan nada de esto. Se nos vendría encima un diluvio de curiosos. ¿Te acuerdas de lo que ocurrió no hace mucho? La gente vino a montones a curiosear y el jardín quedó hecho una lástima.

—Hay personas a las que les gusta meter las narices en todas partes —dijo Jenny—. Aquella vez arrojé por la ventana el agua con que había fregado los platos y di un baño a un grupo de curiosos que había debajo. Yo no podía imaginarme que había gente allí.

Manitas se echó a reír.

—Me habría gustado verlo —exclamó—. Si otra vez viene gente a curiosear los trabajos de papá, vuelve a regarla. Anda, Jenny. Vamos a la torre ahora que papá no está.

Pronto estuvieron en el patio. Al cruzarlo, Jenny se detuvo con la vista fija en el suelo.

—¿Qué buscas? —preguntó Manitas.

—Estoy buscando las señales que habría dejado en el suelo una escalera —dijo Jenny—. Aunque, a decir verdad, el ruido que oí no se parecía en nada al que haría una persona que arrastrase una escalera.

Los dos buscaron por todo el patio, pero no hallaron huella alguna.

—¡Qué raro! —dijo Jenny—. No sé qué ruido sería el que oí.

Los dos miraron hacia la torre. Estaba construida con piedras de varias clases y tamaños. Se habían empleado todas las que se podían encontrar en la zona de Kirrin.

—Creo que un gato podría escalarla —dijo Jenny—. Pero un hombre no podría hacerlo. En un momento o en otro resbalaría. Es demasiado peligroso. Seguramente, ni siquiera un gato llegaría muy arriba.

—Sin embargo, dices que viste a alguien escalándola —dijo Manitas—. No puede ser, Jenny. Quizá fuese la sombra de una pequeña nube lo que viste. Mira esa pared, ¿crees que alguien puede escalarla de noche, en plena oscuridad?

—Tienes razón: no es posible. Sólo un loco se atrevería a intentarlo —dijo Jenny—. Mis ojos debieron de hacerme una mala pasada. Estaba convencida de haber visto una sombra escalando la torre. Desde luego, es imposible. Además, no hemos encontrado huella alguna. Bueno, basta de charlar. Vamos a la torre antes de que tu padre vuelva.

Subieron por la escalera en espiral. Todas las puertas estaban abiertas, de lo que dedujeron que el profesor volvería en cuanto terminara de leer los periódicos.

—Tu padre —dijo Jenny— no debería dejar las puertas abiertas ni un solo minuto. Bien, ya estamos en el despacho. ¡Fíjate en esas manchas de tinta! ¡Cuánto siento que se hayan llevado el reloj! ¡Con lo bonito que era! ¿Para qué lo querrán?

—Era tan pequeño, que se lo pudo meter en el bolsillo —dijo Manitas—. Si el ladrón fue lo bastante mala persona para llevarse los documentos de papá, no sé por qué no había de llevarse también el reloj. Quizás haya robado más cosas.

De pronto, Jenny lanzó una exclamación.

—¡Mira esos papeles, Manitas! ¡Esos llenos de números que están sobre la mesa! Deben de ser del trabajo que ahora está haciendo tu padre, ¿no?

Manitas se acercó a mirarlos.

—Sí, es su último trabajo. Me los enseñó el otro día. Recuerdo muy bien ese dibujo. ¡Qué distraído es! Se los deja tranquilamente sobre la mesa, sin ni siquiera cerrar las puertas, cuando sólo hace unas horas que ha entrado un ladrón. Dijo que los escondería donde el ladrón, si volvía, no pudiera encontrarlos, ya que así, los que ha robado no le servirían para nada. En cambio, si el ladrón encuentra esos papeles, tendrá el trabajo completo. Y sabiendo esto, se olvida de ocultarlos.

—Escondámoslos nosotros, Manitas —dijo Jenny—, y no le digamos dónde están. Estoy segura de que el ladrón, o los ladrones, volverán por ellos. Busquemos un escondite completamente seguro.

—¡Ya sé uno! —exclamó Manitas—. Los esconderemos en la isla de Kirrin, en algún lugar del castillo en ruinas. Nadie sospechará que puedan estar allí.

—Es una gran idea —dijo Jenny—. Para mí será un alivio saber que no están en casa. Lo mejor será que avises a Julián y a los demás del grupo y vayáis a la isla lo antes posible. ¡Qué tranquila me sentiré cuando estén lejos de aquí! Dormiré mucho más a gusto.

Manitas introdujo los valiosos papeles debajo de su jersey y bajó a toda velocidad la escalera, seguido de Jenny. De pronto vieron al profesor que venía hacia ellos gritando:

—¡Manitas! ¡Jenny! Ya sé lo que me vais a preguntar. Queréis saber dónde he escondido los papeles, ¿verdad? Acercaos. Os lo diré en voz baja.

Sin saber qué decir, asombradísimos, Manitas y Jenny se acercaron al profesor, que les dijo susurrando:

—Los he envuelto y los he metido debajo del carbón, en la carbonera.

—¡Cómo se ha ensuciado los pantalones! —exclamó Jenny, malhumorada—. Debe de haberse sentado sobre el carbón. ¡Qué desastre! Venga con nosotros. Le cepillaré el traje.

—¿Verdad que es un buen escondite, Jenny? —preguntó el profesor—. Estoy seguro de que creía que me había olvidado de esconderlos.

Y se alejó muy satisfecho, mientras Jenny hacía grandes esfuerzos por no echarse a reír.

—¡Qué hombre este! ¿Sabes lo que ha escondido, Manitas? ¡Los periódicos! ¡Figúrate lo que ocurrirá cuando quiera leer las noticias del día! Lo mejor será que vayas en bicicleta al pueblo y compres de nuevo los periódicos. ¡Es horrible tener un sabio en casa! ¿Qué se le olvidará la próxima vez?