Capítulo XI

EN LA OSCURIDAD DE LA NOCHE

Julián y los demás del grupo no quisieron seguir a Manitas.

—Dejadle que se vaya —dijo Julián—. Entremos en las tiendas y charlemos un poco antes de dormir.

—Siento que Manitas no esté con nosotros —dijo Ana—. Es la primera noche que acampamos. No ha sido su intención irse de la lengua.

—Eso no le disculpa, Ana —dijo Jorge—. Se porta como un tonto a cada momento y ya es hora de que aprenda. Vámonos a nuestra tienda. Estoy muy cansada. Vamos, Tim.

Jorge bostezó y Dick hizo lo mismo. Luego fue Julián quien abrió involuntariamente la boca.

—Esto de los bostezos es muy contagioso —dijo—. ¡Oh, qué noche tan estupenda! Ni frío ni calor. Y fijaos qué luna. Buenas noches, Jorge y Ana. Que descanséis. ¡Ah! No gritéis si os despierta una araña, porque no estoy dispuesto a luchar con esos inofensivos animalitos.

—Pues a ver si se te sube una a la cara, teje una tela en tu nariz y empieza a cazar moscas —bromeó Ana.

—¡Ana, por favor! —exclamó Jorge—. No me dan miedo las arañas, pero tienes unas ideas horribles. Tim, vigila y no permitas que se nos acerque ninguna.

Todos se echaron a reír.

—Buenas noches, muchachas —dijo Dick—. Siento que no esté aquí Manitas. Tiene muchas cosas que aprender aún, y tener la boca cerrada es una de ellas.

Todos estaban rendidos de cansancio. Pronto se apagó la última linterna y todo quedó en calma. Un poco más allá estaba el circo, también en silencio, aunque brillaban algunas luces en las tiendas. Un músico tocaba un banjo muy bajito, y una alegre melodía llenaba la noche.

Unas nubes ocultaron la cara de la luna. Una a una, las luces del circo se fueron apagando. El viento soplaba suavemente entre los árboles. Se oía la voz de una lechuza.

Ana seguía despierta. Escuchaba la música y el viento. Poco después se durmió también. Nadie oyó a un hombre que se deslizaba sigilosamente entre las tiendas del circo. Nadie vio aquella sombra que se amparaba en la oscuridad de la noche. Era ya muy tarde y el sueño se había apoderado de todos en los dos campamentos.

Tim estaba también profundamente dormido, pero se oyó un crujido y en seguida se despertó. No se movió, sólo sus orejas se irguieron para escuchar. Gruñó, pero débilmente para no despertar a Jorge. Si la persona que avanzaba a través del circo no se acercaba a la tienda donde estaba su dueña, no ladraría. Oyó un gruñido y lo reconoció al punto: era Charlie, el chimpancé. ¡Bah! No pasaba nada. Tim se durmió de nuevo.

También Manitas estaba profundamente dormido y Travieso seguía a sus pies. Había creído que su tristeza le impediría dormir, pero ya estaba soñando. No oyó un ligero ruido que se produjo en el jardín. Fue muy débil, como si alguien hubiese tropezado con una piedra. Luego se oyeron otros ruidos casi imperceptibles y el murmullo de una voz humana.

Nadie oyó nada hasta que Jenny se despertó a causa de la sed y se dispuso a beberse el vaso de agua que tenía en la mesilla de noche. No había encendido la luz, y ya estaba a punto de dormirse de nuevo, cuando oyó un ruido y se sentó en la cama.

«No pueden ser los niños —pensó—. Están fuera, en sus tiendas. ¡Dios mío! ¿Será un ladrón? ¿Será alguien que trata de apoderarse de los planos secretos del profesor? Menos mal que los tiene guardados casi todos en la torre».

Escuchó atentamente y pronto oyó un nuevo y leve ruido. Se estremeció.

«Ha sido en la torre», se dijo, saltando de la cama.

Pero no, en la torre no había luz. Habría que esperar a que la nube que ocultaba la luna pasara, arrastrada por el viento. ¡Otra vez! ¡Más ruidos! Quizás fuese el viento. No, no hacía viento. ¿Qué sería? Ahora oyó como si alguien hablara muy bajito en el patio. Jenny sintió tanto miedo, que empezó a temblar. Tenía que ir a despertar al profesor. Quizás pretendían robarle los planos.

La nube que tapaba la luna pasó y Jenny atisbó por la ventana. Luego lanzó un fuerte grito.

—¡Un hombre! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorroooo! Está escalando la torre. ¡Profesor! ¡Profesor Hayling! ¡Venga en seguida! ¡Ladrones! ¡Socorro! ¡Socorrooo! ¡Llame a la policía!

Se oyó un ruido más fuerte que los anteriores, y cuando Jenny iba a mirar de nuevo por la ventana, otra nube ocultó la luna, y la cocinera ya no pudo ver nada. Ahora reinaba un extraño silencio, y ello aumentó el pánico de Jenny, que salió de su cuarto corriendo y gritando a pleno pulmón:

—¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Profesor, venga en seguida!

El profesor se levantó de un salto y corrió hacia el pasillo, donde estuvo a punto de chocar con Jenny. La asió de un brazo, creyendo que era el ladrón, y Jenny empezó a gritar, creyendo a su vez que era el ladrón el que la detenía. Forcejearon, y el profesor se dio cuenta muy pronto de que no había atrapado a ningún ladrón, sino a Jenny.

—¡Jenny! ¿Por qué grita de ese modo? —preguntó el profesor, encendiendo la luz del pasillo—. ¿Una pesadilla?

—No, señor —respondió Jenny, lloriqueando—. Han entrado ladrones. He visto a uno de ellos escalando la torre, y había otros abajo: los he oído hablar. ¡Qué miedo tengo, señor Hayling! ¿Qué piensa hacer? ¿Va a llamar a la policía?

—Pues… —dijo el profesor, vacilante—. ¿Está segura de que no ha sido una pesadilla? ¿Puede asegurar que eran ladrones? Desde luego, voy a llamar a la policía, pero habrá de recorrer un largo camino para llegar aquí, y…

—Señor, ¿por qué no enciende su linterna y va a echar un vistazo? —le dijo Jenny—. Sabe mejor que yo que en la torre están esos papeles que para usted son tan importantes, y ese nuevo invento que está haciendo… Ya sé que yo no debería saber nada de esto, señor, pero tengo que quitar el polvo en sus habitaciones de trabajo, y veo muchas cosas. Sin embargo, no soy nada habladora.

—Lo sé, Jenny, lo sé —dijo el profesor, cortando el torrente de palabras—. Pero ocurre que todo está normal. He mirado al patio, y no hay nadie. Además, usted sabe tan bien como yo que es imposible entrar en la torre. Tiene tres cerraduras distintas: una en la puerta de abajo, otra en la que hay a media escalera y otra en la habitación de arriba. Jenny, reflexione. Nadie ha podido usar mis llaves, porque las tengo aquí. Mírelas.

Jenny se tranquilizó un poco, pero no quedó satisfecha.

—He oído voces y he visto que alguien escalaba la torre. Por favor, señor Hayling: venga conmigo y echemos un vistazo. No me atrevo a ir sola y no dormiré hasta que sepa que nadie ha forzado las puertas ni escalado la torre.

—Bien, Jenny —dijo el profesor, resignado—. Póngase la bata, yo me pondré la mía e iremos a ver si la puerta está cerrada y si hay alguna escalera por la que alguien haya podido subir. Aunque, para llegar hasta la cima de la torre, la escalera habría de ser altísima.

Minutos después, Jenny y el profesor estaban en el patio. No vieron escalera alguna, y la cerradura estaba intacta.

—Abra esa puerta, profesor, y vea si las de arriba están también cerradas —dijo Jenny.

—No sea pesada, Jenny —dijo el profesor—. Aquí tiene las llaves. Abra usted. Ésta, desde luego, está cerrada. Si la de arriba también lo está, tendremos la prueba de que aquí no ha entrado nadie.

Jenny, aún temblorosa; introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y empezó a subir la escalera. Cuando estaba a la mitad, halló la segunda puerta, que estaba también cerrada. La abrió. Empezó a calmarse. Era evidente que nadie podía haber entrado por aquella puerta. La de arriba estaba también cerrada. Lanzó un suspiro de satisfacción y empezó a bajar, cerrando de nuevo las puertas a su paso. Al fin, volvió a reunirse con el profesor, que estaba ya impaciente, y le devolvió las llaves.

—Todo está cerrado, señor —dijo Jenny—. Pero sigo estando segura de que alguien andaba por aquí. ¡No puedo haberme inventado que había un hombre escalando la torre y otro hablando desde abajo!

—Creo que el miedo le ha hecho ver cosas que no han ocurrido, Jenny —dijo el profesor, bostezando—. Además, no cabe duda de que la pared de la torre es demasiado vertical para escalarla. Por otra parte, tengo el sueño muy ligero y si alguien hubiese entrado con una escalera, lo habría oído.

—Siento haberle molestado, profesor —dijo Jenny—. Menos mal que no hemos despertado a Manitas. Pero me extraña que Travieso no hay oído mis gritos.

—¿Qué dice? Manitas y Travieso deben de estar en el campamento, con los otros chicos —exclamó el profesor.

—No, los dos están en casa. Los he visto durmiendo en su cama —dijo Jenny—. Seguramente, Manitas ha reñido con los demás del grupo. Es extraño que Travieso no haya venido corriendo a ver qué pasaba.

Travieso es muy listo, pero no lo suficiente para abrir la puerta de la habitación de Manitas —replicó el profesor—. Buenas noches, Jenny. No se preocupe. Mañana estará más descansada y lo habrá olvidado todo.

El profesor entró en su habitación medio dormido. Miró por la ventana, primero hacia el patio y luego hacia la torre. Sonrió. ¡Pobre Jenny! ¡Como si fuese posible trepar a lo alto de la torre! Todo había sido producto de su imaginación. Nadie puede introducir en el patio una escalera lo bastante alta para escalar la torre, sin ser visto ni oído. El profesor bostezó una vez más y se metió en la cama.

Pero alguien había entrado en la torre, alguien que era muy listo y tenía unas manos muy ágiles. ¡Qué sorpresa se llevó el profesor cuando, a la mañana siguiente, atravesó el patio, abrió la primera puerta de la torre, subió la escalera, abrió la segunda puerta, siguió subiendo y entró en el despacho!

Se quedó petrificado. Todo estaba revuelto. Los papeles se esparcían por toda la habitación. Se veían hojas sueltas de cuaderno, papeles sacados de las carpetas, cartas que había dejado el día anterior en su mesa para echarlas al correo. Había un tintero volcado sobre la mesa y faltaba el reloj despertador. Jenny no se había equivocado. Un ladrón había entrado en la torre la noche pasada, un ladrón que, por lo visto, podía pasar a través de puertas cerradas y escalar muros verticales.

«Tendré que llamar a la policía —pensó—. ¡Qué misterioso es todo esto! ¿Oiría algo Manitas? No, si hubiese oído algo habría venido en seguida a llamarme. Esto es un misterio, un gran misterio».