Capítulo X

FUEGO DE CAMPAMENTO

Siguiendo a Jeremías, salieron de la pista del circo. La iluminación en ella era tan espléndida, que, por contraste, la noche parecía oscurísima. A través del campo, se dirigieron a un fuego cuyas llamas salían de unos troncos cuidadosamente apoyados en grandes piedras. En el centro había una enorme olla que despedía un humo blanco, y los niños percibieron un olorcillo delicioso.

Allí estaba la abuela. Cuando los vio, empezó a remover el contenido de la olla.

—Habéis estado mucho tiempo en el circo —dijo al abuelo—. ¿Ha ocurrido algo?

—No —repuso el señor Tapper, olfateando el agradable olor a comida—. Tengo mucho apetito. ¡Qué bien huele esto! Jeremías, ayuda a tu abuela.

—Sí, abuelo —respondió el niño.

Se puso delante de un rimero de platos y los fue pasando uno a uno a su abuela, que, con un enorme cazo, los fue llenando de patatas, carne y verduras. El abuelo preguntó a Julián:

—¿Os ha gustado el ensayo?

—¡Ya lo creo! —contestó Julián—. ¡Lástima que no se hayan ensayado todos los números! Me habría gustado ver a los acróbatas y a los payasos. ¿Están por aquí? Estoy deseando verlos.

—Sí, por aquí ronda uno de los payasos —dijo el señor Tapper—. Míralo. Está con Madelón, la amazona.

Los niños lo miraron y tuvieron una desilusión.

—¿De veras es un payaso? —preguntó Dick, incrédulo—. No parece un hombre divertido, sino todo lo contrario: triste.

—Es Tip —dijo el abuelo—. Fuera de la pista siempre tiene esa cara. Pero cuando lo veáis trabajar os desternillaréis de risa. Es un payaso graciosísimo. Hay muchos payasos como Tip: cuando están ante el público son alegres y divertidos, pero apenas salen de la pista, se les ve tristes y pensativos. Top es un poco más alegre. Es aquél que le está tirando del pelo a Madelón. Veréis qué pronto recibe un tortazo. ¿Veis? Ya lo ha recibido.

Top se acercó al grupo, llorando a lágrima viva. Parecía llorar de verdad.

—¡Es mala! ¡Me ha pegado! —dijo sollozando como un niño pequeño.

Los niños se reían a carcajadas. Travieso se fue hacia el payaso y se encaramó a su hombro para emitir sonidos consoladores junto a su oído. Charlie salió de su jaula y le puso una mano en el hombro para confortarlo. Los dos creían que Top lloraba de verdad.

—Basta, Top —dijo el abuelo—. Sólo falta que vengan a consolarte los caballos. Repite eso en la función de mañana y tendrás un éxito loco. Siéntate y cena.

—Señor Tapper —dijo Julián—. Uno de los artistas no ha aparecido en el ensayo: Wooh, el mago. ¿Por qué?

—¡Ah, ése nunca ensaya! —dijo el señor Tapper—. Es un tipo muy raro. No habla con nadie. Quizás venga a cenar, pero también puede ser que no venga. Como mañana hay función, supongo que sí que vendrá esta noche. A decir verdad, le tengo un poco de miedo.

—Pero no será un mago de verdad —dijo Manitas.

—No sé, pero cuando hablo con él tengo la impresión de que es un verdadero mago —dijo el señor Tapper—. No hay nada sobre números que ese hombre no sepa, ni nada que no pueda hacer con ellos. Pedidle que multiplique cualquier número por otro, aunque aquél tenga doce cifras, y os dará el resultado en un segundo. No debería estar en un circo. Debería ser un científico, uno de esos hombres que llenan cuartillas y cuartillas de números.

—Como mi padre —dijo Manitas—. Porque mi padre es inventor, ¿sabe? Cuando entro en su despacho, veo montones de hojas de papel donde hay millones de cifras, planos y diagramas.

—Muy interesante —dijo el abuelo—. Deberíamos presentarle al señor Wooh. Se pasarían el día hablando de números. ¿Qué llevas en la mano, niña?

—La comida que hemos traído —respondió Ana—. Pruebe una salchicha, señor Tapper, o un tomate de la huerta de Manitas.

—Gracias —dijo el señor Tapper, sinceramente agradecido—. Eres muy amable. Celebro de veras haberos conocido. A lo mejor, incluso podríais dar a Jeremías algunas lecciones de buenos modales.

—¡Abuelo! Ahí viene el señor Wooh —dijo Jeremías, levantándose.

Todos se volvieron para mirarlo. ¿Aquél era el fantástico señor Wooh? Desde luego, parecía un mago.

El señor Wooh los observó con una leve sonrisa. Era un hombre alto y de porte autoritario. Tenía el cabello negro y unos ojos brillantes medio ocultos por unas cejas espesísimas. Lucía una barbita recortada y hablaba con voz profunda y acento extranjero.

—Por lo que veo, tenemos visita —dijo, sonriendo y mostrando sus blancos dientes—. ¿Puedo sentarme con vosotros?

—¡Desde luego, señor Wooh! —dijo Ana calurosamente—. Hemos traído mucha comida. ¿Quiere una salchicha?

—¡Gracias! Tienen muy buena cara —dijo el mago, sentándose.

—Lo hemos echado de menos en el ensayo —dijo Dick—. Nos han dicho que hace usted maravillas con los números y que calcula con la rapidez de un rayo.

—Mi padre también lo hace —dijo Manitas con un gesto de orgullo—. Sí, también hace brujerías con los números. ¡Es inventor!

—¡Ah, caramba! Inventor. ¿Y qué es lo que inventa? —preguntó el señor Wooh mientras saboreaba una salchicha.

Esto fue suficiente para que Manitas se disparase y empezara a explicar lo grande que era su padre.

—Puede inventar todo lo que le pidan que invente —dijo—. Inventó un aparato para guiar a los aviones sin que el piloto tenga que tocar los mandos. También ha inventado una rueda neumática eléctrica y el termocitrón. Pero no creo que usted haya oído hablar nunca de estas cosas tan…

—Espera, muchacho, espera —le interrumpió el señor Wooh, visiblemente interesado—. Sí que he oído hablar de esas cosas. No sé lo que son, pero he oído hablar. Tu padre debe de ser un hombre de gran talento, un verdadero sabio.

Manitas rebosaba de orgullo.

—Hace poco los periódicos hablaron de algunos de sus inventos —dijo—. Vinieron muchos periodistas para entrevistar a papá, y él se enfadó mucho con ellos. Está ocupado en su invento más importante y no podía trabajar porque a cada momento llegaban para hacerle preguntas, y algunos incluso lo espiaban e iban a mirar por las ventanas de la torre…

—¿La torre? ¿De modo que tiene una torre? —preguntó el señor Wooh con gran interés.

Pero antes de que Manitas pudiera contestar, Julián le dio un fuerte pellizco. Manitas se volvió hacia él, sorprendido, y vio que Julián le miraba muy enfadado, y lo mismo Jorge. Se puso rojo como la grana y recordó que su padre le había dicho que no hablase de su trabajo, pues se trataba de asuntos secretos.

Fingió que se le había atragantado un trozo de carne y esperó a que Julián cambiase de conversación.

—Señor Wooh —dijo Julián—, ¿podría hacernos una demostración de su habilidad para manejar los números? Nos han dicho que usted puede hacer en un segundo las operaciones aritméticas más complicadas.

—Es cierto —contestó el mago—. No hay nada que yo no pueda hacer con los números. Ponme la operación que quieras y te daré el resultado en seguida.

—A ver, señor Wooh. Multiplique sesenta y tres mil trescientos cuarenta y dos por ochenta mil novecientos cincuenta y tres. Seguro que no lo podrá hacer en un momento.

—El resultado es 5.127.724.926 —respondió inmediatamente el señor Wooh, sin darle importancia—. Ha sido una operación muy fácil.

—¡Asombroso! —exclamó Manitas, y preguntó volviéndose hacia Julián—: ¿Es ése el resultado?

Julián estaba haciendo la multiplicación rápidamente con ayuda de papel y lápiz.

—Sí, es exacto —dijo cuando hubo concluido—. Ni el más insignificante error. ¡Y sólo en un segundo! ¡Qué barbaridad!

—Yo también quiero ponerle una multiplicación —dijo Jorge—. 602.491 multiplicado por 352.

—Exactamente 212.076.832 —respondió inmediatamente el señor Wooh.

De nuevo hizo Julián la operación con papel y lápiz, luego levantó la cabeza y asintió.

—Exacto. ¿Cómo lo hace tan de prisa?

—Magia, sólo un poco de magia. Es muy fácil. Probadlo alguna vez. Estoy seguro que este chico podría hacerlo —dijo señalando a Manitas. Y añadió—: Me gustaría mucho conocer a tu padre. Sería una conversación sumamente interesante para los dos. He oído hablar mucho de su maravillosa torre. Es un verdadero monumento a su genio. Como ves, hasta en el extranjero se conocen los extraordinarios trabajos científicos de tu padre. ¿Teme acaso que le roben sus secretos?

—¡No lo creo! —dijo Manitas—. La torre es un escondite seguro y…

De pronto se detuvo, volviendo a enrojecer, mientras recibía un nuevo y más fuerte pellizco de Julián. ¿Cómo podía ser tan estúpido? ¡Decir que su padre guardaba sus secretos en la torre!

Julián creyó conveniente llevarse aparte a Manitas y darle una buena lección para que tuviese la boca cerrada. Consultó su reloj e hizo ver que le inquietaba lo tarde que era.

—¡Santo Dios! ¿Sabéis qué hora es? —dijo—. Jenny estará a punto de avisar a la policía. Tenemos que volver en seguida a casa. ¡Vamos, Manitas! ¡Venid todos! Tenemos que irnos. Abuelo, muchas gracias por habernos invitado a compartir su comida.

—¡Pero si todavía no hemos terminado! —dijo el señor Tapper—. Os habréis quedado con apetito.

—¡Qué va! ¡Si ya no podemos más! —dijo Dick, comprendiendo las señas que le hacía Julián—. Hasta mañana, abuelo. Buenas noches, abuela. Muchas gracias por todo.

—Todavía quedan plátanos y manzanas —dijo Manitas, tozudo.

—Las hemos traído para Charlie —dijo Dick, mintiendo descaradamente y sintiendo unas ganas locas de dar a Manitas un buen puñetazo.

¡Qué estúpido! No se daba cuenta de que Julián trataba de alejarlo de allí para que el señor Wooh no siguiera sonsacándole. ¡Vería lo que era bueno cuando estuviesen solos!

Manitas notó que todos lo empujaban y empezó a asustarse. Julián parecía muy enfadado. El abuelo estaba sorprendido ante la repentina marcha de los niños. En cambio, Charlie el chimpancé se sentía feliz: le habían dejado una imponente provisión de fruta.

Llegaron a la cerca. Julián sujetaba firmemente el brazo de Manitas, y cuando llegaron al otro lado de la cerca y estuvieron fuera del alcance del oído del señor Wooh, se volvió hacia él y le dijo furioso:

—¿Estás loco, Manitas? ¿No te has dado cuenta de que ese extranjero estaba tirándote de la lengua para que le dieras detalles sobre los trabajos secretos de tu padre?

—¡Eso no es verdad! —replicó Manitas, casi llorando—. ¡Son exageraciones tuyas!

—A mí nunca se me ocurriría decir una sola palabra del trabajo de mi padre —dijo Jorge, en un tono tan agrio, que para Manitas fue una acusación.

—¡Yo no he dicho nada! —protestó—. Además, el señor Wooh parece una buena persona. ¿Qué os hace sospechar que no lo es?

—No me gusta y no me fío ni un pelo de él —dijo Julián—. Sin embargo, tú le escuchabas embobado y muriéndote de ganas de contestar a sus preguntas. Estoy avergonzado de ti. Lo habrías pasado muy mal si tu padre te hubiese oído. Ojalá que no hayas dicho demasiado. Ya sabes lo mucho que se enfadó tu padre cuando se publicó en un periódico aquella información sobre sus últimos descubrimientos, lo que atrajo a tu casa a una multitud de curiosos…

Manitas no pudo resistir más. Lanzó un gemido que asustó a Travieso, haciéndole dar un salto, y se alejó corriendo hacia la casa. El monito lo siguió para consolarlo. ¿Qué le pasaría? El pobre Travieso estaba extrañadísimo y en vano trataba de consolar a su afligido amo. Al fin se encaramó a su hombro, le rodeó el cuello con sus diminutos brazos y empezó a murmurarle sonidos extraños al oído.

—¡Oh, Travieso! —dijo Manitas—. ¡Sigues siendo amigo mío! Cuánto me alegro. Los otros ya no lo son. ¿Crees que soy un idiota? Yo he hablado con orgullo de mi padre, y nada más.

Travieso seguía abrazado al cuello de Manitas, extrañado y triste. Manitas se detuvo al fin ante la torre. En lo alto de ella brillaba una luz. Su padre debía de estar aún trabajando. Un sonido extraño llegó en esto a sus oídos y se preguntó si serían aquellas raras antenas de la torre las que lo producían. De pronto, la luz se apagó.

«Papá habrá acabado el trabajo por esta noche —pensó Manitas—. Ahora se irá a casa. Yo también he de ir. Quizás me pregunte por qué estoy tan agitado. Nunca había visto a Julián tan enfadado conmigo. Me ha hablado con desprecio».

Avanzó por el sendero que conducía a la casa. Sería preferible que no viese a Jenny. En seguida notaría que le había ocurrido algo anormal y se lo haría confesar todo. Quizá se enfadara tanto como Julián. Además, le preguntaría por qué no estaba en el campamento con los demás. Si, sería preferible ir directamente al piso y meterse en la cama.

—Ven, Travieso —susurró—. Vamos a la cama. Puedes acurrucarte a mi lado. Tú nunca te enfadarás conmigo, ¿verdad? Siempre tendré en ti un amigo.

Travieso empezó a parlotear alegremente para entretener a Manitas mientras se desnudaba. Se metió en la cama y Travieso se acurrucó a sus pies.

«No creo que pueda dormir —pensó Manitas, tristemente—. No, no podré».

Pero en seguida se quedó dormido. Fue una lástima. Si hubiese estado despierto, habría vivido unos momentos de gran emoción. ¡Pobre Manitas!