UNA VELADA INOLVIDABLE
Apenas vio Jeremías que sus amigos saltaban la cerca, corrió a ayudarlos. Feliz de tenerlos como invitados, los condujo en primer lugar a presencia de su abuelo.
—Supongo —dijo éste— que tus amigos querrán curiosear un poco por nuestro campamento. Charlie os acompañará. Esta noche tenemos ensayo. De modo que podréis ver casi toda la función.
Aquello entusiasmó a los niños. Los cubos de madera pintada estaban ya enlazados formando un gran anillo. En seguida aparecieron en él los caballos musicales. El primero de ellos iba montado por una hermosa joven, Madelón, que lucía un vestido de lentejuelas doradas.
«¡Qué bonitos son! —pensó Ana—. ¡Cómo lucen sus cabellos con esos vistosos penachos de plumas!».
La banda comenzó a tocar y los caballos empezaron a trotar, siguiendo a la perfección el compás de la pieza. Los músicos tenían algo extraño: iban vestidos con trajes corrientes. Los niños comprendieron que reservaban sus brillantes uniformes para la noche de la presentación.
Después de dar dos o tres vueltas, los caballos salieron de la pista y apareció Fred, que estuvo unos momentos tocando el violín. Primero la música fue lenta y solemne. Luego, Fred empezó a tocar de prisa, y los niños sintieron que se les iban los pies, siguiendo el ritmo.
—No puedo tenerlos quietos —exclamó Ana—. Es como si la música se metiera en el cuerpo.
En este momento apareció Charlie, el chimpancé, andando sólo con las patas traseras. Parecía mucho más alto. Bailó durante unos momentos al son de la música, dando grandes saltos, y luego se acercó al violinista y se abrazó a sus piernas.
—Lo quiere mucho —dijo Jeremías—. Ahora tiene que ir a ensayar su número. Juega al criquet[1]. Perdonadme. He de ir a arrojarle las pelotas.
Jeremías salió a la pista y Charlie corrió hacia él y lo abrazó. Un bate fue lanzado a la pista. El chimpancé lo recogió y lo hizo girar sobre su cabeza. Estaba muy contento y no cesaba de parlotear.
Alguien arrojó la pelota a Jeremías, que la cazó al vuelo con seguridad.
—Veréis como no le da —dijo, y arrojó con gran fuerza la pelota sobre Charlie.
Pero éste acertó a golpearla con el bate, y con tal fuerza, que la pelota salió disparada a enorme velocidad y Jeremías no pudo atraparla. Los niños no habían visto nunca un partido de criquet tan divertido. El chimpancé no fallaba ninguna pelota. Al fin se cansó y empezó a perseguir a Jeremías por toda la pista, con el bate en alto, como si le quisiera pegar. Los niños estaban muertos de risa.
—Es un payaso como no hay dos —dijo Dick—. ¿Es esto lo que hace Charlie todas las noches ante el público?
—Sí, y a veces lanza la pelota a los espectadores —respondió Jeremías—. Se arman unos alborotos de miedo. Otras veces, para animar el espectáculo, dejamos que uno de los niños del público arroje la pelota. Una tarde, un niño la lanzó con gran fuerza y tuvo la desgracia de darle a Charlie. Éste se enfadó tanto, que lo persiguió por toda la pista, como ahora ha hecho conmigo. El pobre niño pasó un gran susto.
Charlie se acercó a Jeremías y empezó a darle abrazos cariñosos.
—Estate quieto, Charlie —dijo el niño—. Mira, ahí llega el Asno Bailarín. Salgamos de la pista. Nunca sabe uno las coces que va a dar.
Pronto apareció el Asno Bailarín. Tenía el pelo gris oscuro. Avanzó hasta el centro de la pista, galopando y con la cabeza torcida. Luego se sentó, levantó una de sus patas traseras y se rascó la nariz. Los niños estaban asombradísimos. Nunca habían visto a un asno hacer nada semejante. De pronto, la banda empezó a tocar y el asno se levantó y prestó atención, moviendo extrañamente las orejas y la cabeza al compás de la música.
La banda cambió de ritmo: empezó a tocar una marcha. El asno escuchó atentamente y luego echó a andar dando vueltas por la pista y marcando perfectamente el paso: «clip, clop, clip, clop, clip, clop». Luego, por lo visto, se cansó, ya que dobló sus patas traseras y se sentó. Los niños se reían de buena gana. Después se levantó, pero las patas traseras parecieron enredársele con las delanteras y cayó al suelo con una contorsión ridícula.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó Ana, preocupada—. Como siga así, se va a romper una pata. Mira, Jeremías; no puede levantarse.
El asno rebuznó, intentó ponerse de nuevo en pie y cayó al suelo. Pero, de pronto, la orquesta empezó a tocar otra cosa y el asno se levantó en seguida para moverse al compás del nuevo ritmo, bailando un zapateado.
—Nunca hubiese creído que a un asno se le pudiera enseñar a bailar un zapateado —dijo Jorge, maravillada.
Pronto volvió a dar el asno muestras de cansancio y se detuvo. Pero la banda siguió tocando y entonces el animal corrió hacia el estrado de los músicos y dio una patada a la tarima. De su boca salieron estas palabras:
—¡No tan de prisa! ¡No tan de prisa!
Pero los músicos no le hicieron caso y siguieron tocando. El asno se dobló de pronto y su cabeza cayó al suelo. Ana lanzó un grito de angustia.
—¡Qué tonta eres, Ana! —dijo Dick—. ¿Creías que era un asno de verdad?
—¿No lo es? —exclamó Ana, aliviada—. Es igual que aquél que nos llevaba a la playa en Kirrin.
El asno se había partido en dos mitades y de cada una de ellas salió un hombre bajito. La piel del asno estaba en el suelo.
—Me gustaría tener una piel de asno como ésa —dijo Manitas—. Tengo un amigo en el colegio que podría ocupar las patas traseras y yo me metería en las delanteras. ¡Cómo nos divertiríamos!
—A juzgar por las cosas que haces a veces, no me extrañaría que fueses un asno de primera —dijo Jorge, burlona—. Mira, ése debe de ser Dick Tiroloco.
Pero antes de que Dick Tiroloco pudiese empezar a disparar sus revólveres, los dos hombres que habían salido de la piel de asno se dirigieron al estrado de la banda y entablaron una viva discusión con los músicos.
—¿Por qué tocáis tan de prisa? —exclamaron—. Ya sabéis que no podemos hacer nuestros trucos a esa velocidad. ¡Lo que queréis es que no nos salga bien el número!
El director de la banda dijo, gritando, algo que los niños no entendieron. Pero no debía de ser nada agradable, pues uno de los hombres salidos del asno avanzó hacia él con el puño en alto.
Un atronador vozarrón cortó en seco la disputa. Era el señor Tapper, el abuelo, que empezó a dar órdenes.
—¡Basta! ¡Pat! ¡Jim! Salid de la pista. Soy yo quien manda aquí. ¡¡He dicho que basta!!
Los dos hombrecillos lo miraron con rabia, pero no se atrevieron a decir palabra. En silencio, recogieron su disfraz y salieron de la pista.
Dick Tiroloco tenía el aspecto de un hombre cualquiera. Iba vestido con un traje gris corriente.
—No ensayará todo su número —explicó Jeremías—. Ya lo veréis otra noche, cuando actúe ante el público. Es formidable. Dispara contra toda clase de objetos, incluso contra una moneda que cuelga de un cordel, y nunca falla. En función va vestido de cow-boy. Tiene un caballito estupendo, que galopa por la pista a toda velocidad, pero no mueve ni un músculo cuando Dick dispara. Mirad, allí está esperando a que Dick lo llame.
El caballito era blanco y miraba fijamente a Dick Tiroloco. Pateaba nerviosamente el suelo, como diciendo: «¡Vamos, date prisa! Te estoy esperando. ¿Me llamas o no?».
—Basta, Dick; puedes marcharte —le gritó el abuelo—. He oído decir que tu caballo se ha hecho daño en una pata. Conviene que hoy lo dejemos descansar. Mañana lo necesitaremos.
—Bien, señor Tapper —respondió Dick Tiroloco. Y, después de saludar, se marchó, llevándose a su caballo.
—¿Qué viene ahora, Jeremías? —preguntó Jorge, que estaba pasando uno de los mejores ratos de su vida.
—No lo sé —contestó Jeremías—. Déjame pensar. Faltan los acróbatas, pero los trapecios no están montados, o sea que no ensayarán. Luego está el hombre sin huesos. ¡Mirad, ahí está! Es un gran artista y me quiere mucho. Es muy bueno. No se parece a otros artistas de nuestra compañía.
El hombre sin huesos tenía un aspecto extraño. Era muy alto y delgado. Sus piernas podían doblarse en todas direcciones por las rodillas y también doblaba completamente los tobillos. Lo mismo podía hacer con los brazos, y su cuello le permitía volver enteramente la cabeza. Realizó unas cuantas contorsiones dificilísimas, y finalmente se echó en el suelo y se deslizó como una serpiente.
—Se presenta al público vestido con un traje de piel de serpiente —dijo Jeremías—. Interesante, ¿verdad?
—¿Cómo puede retorcerse de ese modo? —preguntó Dick—. Dobla los brazos y las piernas de una forma que parece imposible. A mí se me romperían si lo intentase.
—Para él es muy fácil —dijo Jeremías—. Tiene articulaciones de doble juego, de modo que puede doblar los codos y las rodillas tanto hacia adelante como hacia atrás. Es muy simpático; ya lo veréis cuando lo conozcáis. Parece que no tenga huesos, ¿verdad?
Ana se sentía un poco atemorizada. ¡Qué extraña era la gente de circo! Era un mundo completamente distinto. De pronto sonó una estridente trompeta y Ana se sobresaltó.
—Nos llaman para cenar —dijo Jeremías, alegremente—. ¡Vamos! ¡Mi abuela debe de haber preparado un guiso para chuparse los dedos! ¡Corramos!