EN EL CAMPO DEL CIRCO
Todos estaban deseando terminar y levantarse de la mesa. Tenían unas ganas locas de ir a instalar su pequeño campamento.
—Veremos estupendamente todo lo que pase en el circo —dijo Dick—. ¡Estaremos tan cerca! Procuraremos que Travieso no haga demasiada amistad con la gente del circo. Se lo podrían llevar cuando se marchasen.
—¡No se irá! —aseguró Manitas—. ¡Qué tonterías dices! ¡Como si Travieso se marchara con cualquiera! ¡No creo que haga verdadera amistad con esa gente!
—Eso lo veremos —bromeó Dick—. Bueno, termina pronto. Estoy impaciente por plantar nuestras tiendas detrás de la casa y ver lo que hacen los del circo.
En seguida terminaron y pronto llegaron a la cerca, donde se detuvieron asombrados. El campo estaba lleno de grandes camiones pintados de vivos colores. Todos ellos llevaban el nombre de Tapper en los costados. Vieron también remolques, más pequeños que los camiones, con ventanas en las que no faltaban las cortinas. En ellos habitaban las familias del circo. Jorge se dijo que le gustaría vivir en una de aquellas casitas con ruedas que no cesaban de viajar.
—¡Mirad! ¡Los caballos! —exclamó Dick, señalando un pequeño grupo de ellos que acababa de aparecer. Eran preciosos. Marchaban con la cabeza erguida y lucían una bien peinada cola. Con ellos iba el niño que había golpeado a Manitas.
—¿Está cerrada la cerca? —preguntó una voz de hombre.
El muchacho se apresuró a contestar:
—Sí, abuelo, ya la he cerrado. No podrán escaparse. ¡Cómo les gusta la hierba!
De pronto, vio a Julián y a sus compañeros, que lo miraban encaramados a la cerca, y los saludó. Luego dijo:
—¿Os gustan nuestros caballos? ¡Son magníficos!
Y, para demostrarlo, montó a uno de ellos y galopó hasta llegar a la cerca. Jorge lo miró con envidia. ¡Cómo le gustaría tener un caballo como aquél!
—Bueno, metamos las tiendas y todo lo demás —dijo Manitas—. Cuanto más cerca del circo nos instalemos, mejor: más nos divertiremos.
Saltó la cerca seguido por Dick.
—Yo os iré pasando las cosas —dijo Julián—. Jorge me ayudará: tiene tanta fuerza como un chico.
Jorge sonrió, halagada por el cumplido. Pasar las cosas sobre la cerca fue un trabajo duro, pero, al fin, todo quedó extendido sobre la hierba. Luego Julián y Jorge saltaron la cerca, se reunieron con sus compañeros y todos empezaron a buscar un buen sitio para montar las tiendas.
—¿Qué os parece allí, junto a aquellos arbustos? —preguntó Julián—. Hay un gran árbol que nos protegerá del viento. Además, no estaremos demasiado cerca de la gente del circo. A lo mejor, no les haría gracia tenernos ante sus narices, y desde allí lo veremos todo perfectamente.
—¡Cómo nos vamos a divertir! —exclamó Ana, mientras sus ojos centelleaban de entusiasmo.
—Creo que debo ir a visitar al señor Tapper —dijo Julián—. Sólo quiero decirle que estamos aquí. Así no nos tomará por unos intrusos que no tienen ningún derecho a instalarse en este campo.
—No tienes que pedir permiso para estar en un terreno mío —dijo Manitas ásperamente.
—No sigas portándote como un niño tonto, Manitas —le dijo Julián—. Hay que tener buena educación, cosa que a ti parece faltarte. Esa gente puede molestarse si acampamos demasiado cerca del circo. Lo mejor que podemos hacer es mostrarnos amistosos desde el primer momento.
—Está bien, está bien —dijo Manitas, malhumorado—. Pero no olvides que este campo es mío. Sólo falta que tuviese que tratar como a un amigo a ese niño odioso.
—Pues sería lo mejor, Manitas —dijo Ana—. De lo contrario, podría darte otro puñetazo. Créeme y pórtate bien. Pocos tienen la suerte de que monten un circo en su jardín y poder ver a los artistas de cerca.
Julián se dirigió al carromato más próximo. Estaba vacío; nadie respondió a su llamada.
—¿Qué quiere usted, señor? —preguntó una vocecita a sus espaldas.
Era una niña pequeña, de ojos negros y cabello rizado.
—¿Dónde está el señor Tapper? —preguntó Julián, sonriendo.
—Con uno de sus caballos —respondió la niña—. ¿Quién es usted?
—Somos vuestros vecinos —dijo Julián—. ¿Nos quieres llevar al lado del señor Tapper?
—Sí. Está allí —dijo la niña, dando su sucia manita a Julián—. Te llevaré, porque eres simpático.
La niña condujo a Julián, al que seguía todo el grupo, al centro del campo cercado. A sus espaldas resonaron fuertes ladridos. Jorge se detuvo en seco.
—Es Tim —dijo—. Debe de habernos seguido. Voy por él.
—Será preferible que no lo traigas —dijo Julián—. Puede haber jaleo si se encuentra con el chimpancé. Piensa que un chimpancé tiene fuerza para hacerlo pedazos.
—Con Tim no podría —replicó Jorge.
Pero no fue a buscar a Tim. Y Julián pidió a Dios que el perro no saltase la cerca y se reuniese con ellos.
—Ahí está el abuelo —dijo la niña, sin soltar la mano de Julián. Y añadió—: Me eres muy simpático y tu mano huele muy bien.
—Huele bien porque me la lavo con agua y jabón cuatro o cinco veces al día —dijo Julián—. Si tú hicieras lo mismo, la tuya también olería bien.
La niña olió la mano de Julián y gritó a un hombre que estaba sentado en la escalerilla de un carromato próximo:
—¡Abuelo! ¡Aquí hay unos chicos que quieren verte!
El abuelo estaba curando a un precioso caballo alazán que tenía ante sí. Había levantado una de sus patas y la examinaba. Los niños lo miraron atentamente… Barba negra, cejas espesas y… «¡Oh, qué pena! —pensó Ana—. Sólo tiene una oreja. ¡Pobre hombre! ¿Cómo habrá perdido la otra?».
—¡¡Abuelo!! —gritó de nuevo la niña—. ¡¡Aquí hay unos chicos que quieren verte!!
El señor Tapper la miró, soltó la pata del caballo y le dio una palmadita en el cuello.
—¡Ya no cojearás, amigo! —le dijo—. Te he quitado la piedra que tenías clavada. Podrás bailar de nuevo.
El caballo levantó la cabeza y relinchó como si le diera las gracias. Manitas se llevó un susto tremendo y Travieso se abrazó a su cuello fuertemente, temblando de miedo.
—¿Qué te pasa, monito? ¿Es que no has oído nunca relinchar a un caballo? —le dijo el abuelo.
—¿De veras baila ese caballo? —preguntó Ana, que de buena gana habría acariciado la cabeza del hermoso animal.
—¡Claro que baila! Es uno de los mejores caballos bailarines del mundo —repuso el abuelo.
Inmediatamente empezó a silbar una alegre tonadilla. El caballo levantó las orejas, miró al abuelo y comenzó a bailar. Los niños estaban pasmados.
Una y otra vez daba vueltas al compás de la música, golpeando rítmicamente el suelo con sus cascos.
—¡Qué maravilla! —exclamó Ana—. ¿Todos sus caballos bailan tan bien como éste?
—Sí, y algunos incluso mejor —respondió el abuelo—. Éste tiene muy buen oído para la música, pero otros lo aventajan. Te quedarás boquiabierta cuando los veas enjaezados con sus penachos de plumas… ¡Caballos!… No hay en el mundo nada más bonito que un buen caballo.
—Señor Tapper —dijo Julián—. Venimos de la casa que hay al otro lado de la cerca. Como ya sabe, el padre de Manitas es el dueño de este campo y…
—Sí, sí; ya lo sé. Pero nosotros tenemos derecho a acampar aquí cada diez años —dijo el señor Tapper, levantando la voz—. Así que no empieces a discu…
—No he venido a discutir —le atajó Julián—, sino sólo a decirle que a mis amigos y a mí nos gustaría montar aquí nuestras tiendas. Pero no quisiéramos molestarle y…
—¡Ah, si es eso lo que queréis, sed bien venidos! —dijo el señor Tapper—. Creía que querías echarnos de aquí, como ese niño.
Señaló con el dedo a Manitas y éste se puso tan rojo como un pimiento. El señor Tapper se echó a reír.
—A mi nieto no le hizo mucha gracia la cosa, ¿verdad, muchacho? De un puñetazo te tiró al suelo… Sí, el pequeño Jeremías tiene mucho temperamento, pero quizás otro día sea él quien se vea de pronto en el suelo, ¿no?
—Sí —dijo al punto Manitas.
—Bien. Pero ahora debéis hacer las paces y daros la mano como dos caballeros —dijo el señor Tapper—. Bueno, ahora a traer vuestras cosas y a montar el campamento. Os mandaré a Charlie, el chimpancé, para que os ayude. Es tan fuerte como un hombre.
—¿Un chimpancé? —exclamó Ana, maravillada—. ¿De veras será tan amable que nos ayudará?
—El viejo Charlie es más listo que todos vosotros juntos, y, por lo menos, igual de amable —dijo el abuelo—. Hasta os podría ganar jugando al criquet. Traed un día los palos y lo veréis. Lo llamaré para que os ayude. ¡Charlie! ¡Charlie! ¿Dónde estás? Seguro que estará durmiendo. ¡Charlie!
Pero Charlie no apareció.
—Id a buscarlo —dijo el señor Tapper, señalando una jaula que no estaba muy lejos—. Hará todo lo que queráis con tal que os mostréis agradecidos y lo alentéis de cuando en cuando.
—¡Vamos por él, Julián! —exclamó Dick—. ¡Tener un chimpancé como ayudante! ¡Es increíble!
Y todos se dirigieron a la gran jaula, gritando:
—¡Charlie, despierta! ¡Tienes que ayudarnos!