Capítulo VI

PREPARÁNDOSE PARA ACAMPAR

Dick y Julián escucharon con gran interés cuando Ana les explicó el encuentro de Manitas con el señor Tapper, para hablarles después del antiguo documento que el profesor les había mostrado.

—Te has portado como un tonto, Manitas —dijo Julián—. En fin, como el incidente no ha sido nada importante, mi opinión es que vayamos a buscar un sitio para plantar nuestras tiendas. A mí me gustará tener un circo tan cerca. No sé cómo se las arreglarán para preparar un espectáculo tan complicado en tan poco tiempo. Sin duda lo llevarán todo consigo y lo montarán rápidamente.

—Hay muchos camiones —dijo Ana—. Hace una media hora he ido a echar un vistazo. Han ocupado todo el terreno menos un rincón del lado de la valla. Deben de haberlo dejado libre para que levantemos en él nuestras tiendas.

—Cuando veníamos hacia aquí —dijo Dick—, he visto los carteles del circo. Anuncian a Dick Tiroloco, al chimpancé que juega al criquet, al hombre sin huesos, a Madelón y sus caballos, a los payasos Tip y Top, al asno bailarín, al mago Wooh, y otros muchos números. Al parecer, es un circo muy importante. Para mí es una suerte que podamos acampar tan cerca.

—Te has olvidado de Charlie, el otro chimpancé —dijo Julián—. Sería divertido que se metiese en el despacho del profesor.

—No sería nada divertido —replicó Ana—. El profesor saldría corriendo y gritando, y lo mismo haría Travieso.

—¿No os parece que podríamos montar las tiendas después de merendar? —preguntó Dick—. El recadero ha dicho que llegaría alrededor de esa hora… ¡Uf, qué calor hace! Por eso no tengo ganas de hacer nada.

—¡Guau! —ladró Tim, que estaba echado en el suelo, con la cabeza entre las patas.

—Tú también tienes pereza ¿verdad, Tim? —le dijo Julián, acariciándolo—. Estás cansado del paseo de ida y vuelta que has dado hasta Kirrin.

—¡Hay tanto polvo en la carretera! —dijo Dick—. Ha ido todo el camino estornudando. Los automóviles que nos pasaban levantaban nubes de polvo, que se le metía en la nariz. ¡Pobre Tim! ¡Estás reventado! Ha sido un paseo interminable.

—¡Guau! —profirió Tim, levantándose de pronto y empezando a corretear ante Jorge.

Todos se echaron a reír.

—Dice que no está nada cansado, que quiere ir a pasear —dijo Dick.

—Pues si él no está cansado, yo sí —dijo Julián—. Ha sido muy pesado recoger todas las cosas y, cargados con ellas, venir en bicicleta hasta aquí. No, Tim, no te llevaré a pasear.

Tim gimió e inmediatamente saltó Travieso a su espalda para consolarlo con su extraño parloteo. Incluso intentó rodear el cuello de Tim con sus diminutas manos.

—Tienes una facha la mar de ridícula, Travieso —le dijo Manitas.

Pero a Travieso no le importaban las críticas. Su amigo Tim estaba triste por algo. De lo contrario, no habría gemido. Tim sacó la lengua y lamió cariñosamente la nariz del monito. De pronto, irguió las orejas y prestó atención. Había oído un ruido extraño. Los niños lo habían percibido también.

—¡Es música! —dijo Ana—. ¡Ah, ya sé lo que es!

—¿Qué es? —preguntaron Jorge y los chicos.

—La banda del Circo Tapper, que está ensayando.

—Creo que la primera función se celebra mañana —dijo Jorge—. Sí, parece una banda. Quizás la veamos luego, cuando vayamos a plantar las tiendas. Me gustaría ver al hombre sin huesos.

—¡A mí no! —exclamó Ana—. Debe de ser horrible, algo repugnante, gelatinoso, como una lombriz o una babosa. En cambio, me gustaría ver a los caballos y al asno bailarín. ¿Creéis que bailará al son de la banda?

—Ya lo sabremos cuando lo veamos —dijo Dick—. Si el señor Tapper no está enfadado con Manitas por haber intentado echarle, quizás nos deje curiosear todo.

—Pues yo no iré —dijo Manitas—. El señor Tapper es un antipático y su nieto me dio un puñetazo.

—No me extraña —dijo Julián—. Yo habría hecho lo mismo si te hubieras portado groseramente con mi abuelo… Bueno, entonces quedamos en que después de la merienda iremos con nuestras tiendas a ese campo para ver dónde podemos acampar, ¿no?

—Sí —dijeron todos.

Dick hizo cosquillas en la nariz a Travieso con una ramita de hierba. El mono estornudó. Luego se frotó la nariz con las manos y miró a Dick con cara de pocos amigos. Luego volvió a estornudar.

—Tendrás que comprarte un pañuelo —le dijo Julián.

Inmediatamente, el mono, ante la sorpresa de todos, saltó hacia Dick y le sacó limpiamente el pañuelo del bolsillo. Luego hizo como si se sonara.

Todos rieron de buena gana. Travieso se sintió halagado.

—Si sigues haciendo cosas así te contratarán para un circo —dijo Dick, quitándole el pañuelo—. «El mono carterista». Tendrás mucho éxito.

—Desde luego —afirmó Julián.

—Nunca lo dejaré ir a un circo —dijo Manitas—. Llevaría una vida muy dura.

—No lo creas —dijo Julián—. La gente de circo quiere mucho a sus animales y se enorgullece de ellos. Además, si los tratasen mal, los animales no estarían contentos y se negarían a hacer sus números. Algunos domadores tratan a sus animales como si fuesen personas de su familia.

—¿Incluso a los chimpancés? —preguntó Ana, horrorizada.

—Los chimpancés son simpáticos e inteligentes —dijo Julián—. Travieso, haz el favor de apartar la mano de mi pañuelo. La primera vez me hizo gracia, pero la segunda no me hará ninguna. Mirad; ahora intenta quitar el collar a Tim.

—Ven aquí y siéntate —le ordenó Manitas.

El mono obedeció en el acto y se sentó sobre las rodillas de su dueño, con un gesto de satisfacción y parloteando sin cesar.

—Eres un ladronzuelo —le dijo Manitas, acariciándolo—. Lleva cuidado. Piensa que podría llevarte al circo y cambiarte por un elefante.

Todos rieron al imaginarse a Manitas como propietario de un elefante que le seguiría a todas partes. ¡No sabría dónde tenerlo!

En la casa resonó una voz.

—¡Manitas! ¡Manitas! ¡El recadero ha traído todos los trastos del camping! Los ha dejado en medio del pasillo. Debéis venir a recogerlos antes de que tu padre pueda tropezar con ellos y arme un escándalo de los suyos.

—Dentro de un minuto iremos, Jenny —gritó Manitas—. Ahora estamos muy ocupados.

—Eres un embustero, Manitas —dijo Dick—. No estamos ocupados. No te costaría nada ir a ver dónde ha dejado el recadero las cosas.

—Ya iremos —dijo Ana, bostezando—. Apostaría cualquier cosa a que el padre de Manitas está amodorrado por el calor y no tiene ningún deseo de salir de su despacho.

Pero se equivocaba. El profesor Hayling estaba completamente despierto y, cuando acabó su trabajo, sintió el deseo de beberse un vaso de agua fresca. Salió de su despacho, se encaminó a la cocina y tropezó con un montón de trastos que había en el suelo. El montículo se derrumbó y el profesor rodó por el piso. El estrépito fue espantoso.

Jenny salió de la cocina aterrada, dando gritos. El señor Hayling estaba furioso. Se levantó con un saco de dormir en una mano y un palo de la tienda en la otra.

—¿Qué hace todo esto en medio del pasillo? ¡Jenny! ¡Jenny! Recoja todas estas cosas y quémelas en la caldera.

—¡Nuestro equipo de camping! —exclamó Jorge, horrorizada—. ¡Tenemos que recogerlo en seguida! ¡Quiera Dios que el padre de Manitas no se haya hecho daño! ¡Qué mala pata!

Mientras Julián y Dick recogían las cosas y las iban trasladando al jardín, Ana y Jorge pidieron perdón al profesor, y lo hicieron con tanto pesar y tanta dulzura, que poco después al padre de Manitas se le había pasado el enojo casi por completo.

—Supongo que os lo habréis llevado todo al jardín —dijo.

—Sí —contestó Manitas—. No te preocupes, que no volverás a tropezar.

—Tómese una taza de té, profesor —dijo Jenny, entrando en la sala—. Vaya al comedor, siéntese y beba despacio. El té es lo mejor después de una caída.

Luego se volvió hacia Manitas y le susurró, indignada:

—¿No te dije que tu padre tropezaría con ese montón de cosas? Id a la cocina y preparad vosotros mismos el té. Yo voy a llevar al señor Hayling al comedor para que se tome una taza y coma un poco.

—Yo lo prepararé todo —dijo Ana—. Luego iremos a plantar las tiendas. Manitas, supongo que no volverás a armar gresca con la gente del circo.

—Ya me encargaré yo de que no lo haga —dijo Jorge con firmeza—. Podemos esperar fuera a que Ana prepare el té.

Dick y Julián lo habían trasladado ya todo al jardín: las tiendas, las mantas, los sacos, los palos de las tiendas y todo lo demás. Tim saltaba alrededor de los niños, excitado, preguntándose a qué se debería todo aquel trajín. Travieso, como de costumbre, se encaramaba sobre todo cuanto veía a su alrededor y trepaba por los palos, sin cesar en su alegre parloteo.

Una vez se apoderó de un palo y echó a correr, pero Tim lo persiguió, se lo arrebató y regresó para depositarlo a los pies de Julián.

—¡Así se hace, Tim! —dijo Julián—. No lo pierdas de vista. Apenas nos descuidamos, se lleva algo.

Y Tim siguió vigilando a Travieso, al que empujaba con el morro cada vez que intentaba atrapar algo. Finalmente, Travieso se cansó de recibir empujones y se subió al lomo del perro, se aferró a su collar y allí se quedó, como montado a caballo.

—Harían buena pareja en un número de circo —dijo Dick—. Seguro que Travieso conduciría perfectamente a Tim si pusiéramos a éste unas riendas.

—No se las pondremos —dijo Jorge—. Luego pediríais un látigo. ¡Ni hablar!… ¡Oh, qué montón de cosas! ¿Está todo aquí?

Sí, todo estaba allí.

En la casa sonó una campana y todos recibieron la señal alegremente.

—¡Al fin! —exclamó Dick—. Ya está listo el té. Me bebería un cubo bien lleno. ¡Vamos! Ya está todo ordenado. Después del té tendremos que trabajar mucho. Ahora ya no puedo con mi alma. Tú también estás cansado, ¿verdad, Tim?

—¡Guau! —asintió el perro. Y salió disparado hacia la casa, cargado con Travieso, que seguía asido a su collar.

—No sé para qué queremos ver el circo. Ya tenemos todo el día en casa el de esa pareja —dijo Dick—. ¡Ya vamos, Ana! ¡En seguida vamos!