EL CIRCO AMBULANTE
Ana observó ansiosamente a Manitas, que seguía avanzando hacia la caravana. Habían entrado ya en el campo cuatro carromatos y tras ellos, en la carretera, había cuatro enormes camiones con grandes letreros pintados en los costados:
CIRCO AMBULANTE TAPPER
«Le diré al señor Tapper lo que pienso de él por meterse en mi campo», se dijo Manitas.
Travieso iba sentado en su hombro, y subía y bajaba a cada paso que daba su amo. Cuatro niños de la caravana lo miraron con curiosidad cuando pasó por su lado. Uno de ellos corrió hacia Manitas, atraído por el mono.
—¡Mirad! ¡Un mono! —gritó—. Es más pequeño que nuestro chimpancé. ¿Cómo se llama?
—Como a ti no te importa —respondió Manitas—. ¿Dónde está el señor Tapper?
—¿El señor Tapper? ¡Ah, sí! El abuelo —dijo el niño—. Está ahí, en ese gran camión. Pero no debes ir a verle ahora: tiene mucho trabajo.
Manitas se acercó al camión y se encaró con el hombre que estaba en él. Tenía cara de mal genio, una larga barba negra, ojos de color castaño y nariz pequeña. Le faltaba una oreja. El señor Tapper miró con curiosidad a Manitas y acarició a Travieso.
—¡Cuidado! ¡Le puede morder! —le advirtió Manitas—. No le gustan los extraños.
—Yo no soy un extraño para ningún mono —dijo el señor Tapper con su voz cavernosa—. No hay un solo mono en el mundo, ni un solo chimpancé que no se acerque a mí si le llamo. Y ni siquiera un gorila.
—Pues mi mono no se acercará a usted —dijo Manitas—. Pero vayamos al grano. He venido a decirle que…
En este momento el señor Tapper hizo un extraño ruido con su garganta, un ruido semejante al que hacía Travieso cuando estaba contento. Travieso lo miró sorprendido y, de pronto, saltó desde el hombro de Manitas al suyo, se acurrucó junto a su cuello y profirió un grito de alegría. Manitas se quedó tan asombrado, que no pudo articular palabra.
—¿Lo ves? —dijo el hombre—. Ya somos amigos. No te extrañe, muchacho. He amaestrado monos durante toda mi vida. Si me prestas éste le enseñaré a montar en bicicleta en dos días.
—¡Ven aquí, Travieso! —dijo Manitas, extrañado y molesto por el comportamiento del mono.
Pero Travieso se acurrucó aún más en el hombro de su nuevo amigo y no hizo caso a su dueño. El señor Tapper se lo entregó a Manitas.
—Ahí lo tienes —dijo—. Es muy simpático. ¿Qué es lo que querías decirme?
—Que este campo es de mi padre, el profesor Hayling —dijo Manitas—. No tiene derecho a estar aquí con su caravana. Así que hagan el favor de irse. Mis amigos y yo vamos a acampar aquí.
—Eso no nos importa —dijo el señor Tapper alegremente—. Escoged el sitio que queráis. Si vosotros no os metéis con nosotros, nosotros no os molestaremos.
Un niño de la edad de Manitas se acercó a ellos y miró con interés a Travieso y a su amo.
—¿Te viene a vender el mono, abuelo? —preguntó.
—¡No! —gritó Manitas—. He venido a decir que os vayáis de aquí, porque este terreno es de mi familia.
—Nosotros tenemos permiso para venir aquí cada diez años y montar nuestro circo —dijo el señor Tapper—. Y tanto si lo crees como si no, desde 1648 se ha instalado aquí un circo Tapper cada diez años. De modo que vuelve a tu casa y no digas más tonterías.
—¡Es usted un embustero! —gritó Manitas, fuera de sí—. ¡Llamaré a la policía! ¡Se lo diré a mi padre! Yo…
—No le hables así a mi abuelo —gritó el niño, plantado firmemente junto al señor Tapper—. Si lo vuelves a hacer, te aplastaré las narices.
—¡Le hablaré como me dé la gana! —gritó Manitas—. ¡Y tú te callas!
Un segundo después, Manitas estaba sentado en el suelo. El niño le había derribado de un puñetazo en el pecho. Se levantó hecho una furia, rojo de rabia. El señor Tapper lo sujetó por el brazo.
—No seas tonto —le dijo—. Éste es un Tapper, como yo, y no podrás con él. Ahora sé buen chico y vete a tu casa. No pienso hacer caso a un crío de mal carácter como tú. Montaremos aquí nuestro circo como cada diez años.
Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió a uno de los carromatos tirados por caballerías. Éste reanudó la marcha y los otros le siguieron. El niño del circo sacó la lengua a Manitas.
—¡Chúpate ésa! —dijo—. No tienes nada que hacer frente a mi abuelo ni frente a mí. Tú te lo has buscado. Me he divertido mucho contigo.
—¡Cierra la boca! —exclamó Manitas, sorprendido al ver que estaba casi llorando—. ¡Ya verás cuando mi padre avise a la policía! ¡Os iréis más de prisa que habéis venido! ¡Y a ti te daré una buena paliza!
Dio media vuelta y echó a correr hacia donde estaba esperándole Ana. Había oído decir tantas veces a su padre que aquellos campos de detrás de la casa eran suyos, que no comprendía la conducta de aquella gente. ¿Cómo se atrevían a instalarse en una propiedad de su padre?
—Se lo diré a papá —dijo Manitas a Ana—. ¡Los echará de aquí! Es nuestro campo. ¡Con lo que me gusta ahora que está tan verde! Le diré que ese chico me tiró al suelo de un puñetazo. Hizo así con el puño y, ¡zas!, al suelo. ¡Cómo me gustaría hacerle lo mismo a él!
Entró en la casa seguido de Ana. Allí estaba Jorge.
—Manitas, ¿por qué te pegó ese chico? —preguntó Ana.
—Sólo porque dije a su abuelo que se fuera con su caravana a otra parte —respondió Manitas—. Pero no me ha hecho daño. Y yo le he dicho lo que tenía que decirle.
—¿Pero se marcharán con su caravana?
—Les he dicho que iba a llamar a la policía. De modo que deben de estar marchándose a toda prisa. No tienen ningún derecho a estar en ese campo. Es nuestro.
—¿De veras vas a llamar a la policía? —preguntó Jorge, incrédula—. No creo que la cosa merezca que armes tanto ruido. Quizá nos dejen acampar a nosotros.
—Pero ya os he dicho que ese terreno es mío —replicó Manitas—. Papá me ha dicho muchas veces que él no lo usa para nada y que puedo considerarlo mío. Acamparemos en mi campo, diga lo que diga el jefe del circo.
—¡Oh, Manitas! Es fantástico tener un circo tan cerca de casa —exclamó Jorge.
Ana asintió y Manitas las miró furioso.
—¡Chicas teníais que ser para hablar así! ¿Os gustaría que se metieran en vuestra casa con sus caballos, sus tigres y sus leones que rugen, sus osos que gruñen y sus chimpancés que lo roban todo? Y no hablemos de esos niños sucios y mal educados que dan puñetazos.
—¡Oh, Manitas! —exclamó Jorge—. ¡Todo eso es magnífico! ¿De veras hay tigres y leones? ¡Imagínate que se escapa alguno! ¡Sería emocionante!
—Pues a mí eso no me haría ninguna gracia —dijo Ana—. No me gustaría que un león se asomase a mi ventana ni que un oso entrara en mi cuarto.
—A mí tampoco —dijo Manitas—. Por eso se lo voy a decir a mi padre. Él tiene los documentos de propiedad de esas tierras. Me los enseñó una vez. Le diré que me los deje y los llevaré a la policía, a la que pediré que echen de nuestro campo a ese viejo y a su horrible circo.
—¿Cómo sabes que es horrible? —preguntó Jorge—. Puede ser un gran circo… Estoy segura de que nos dejarán acampar en ese rincón que hay junto al jardín. Desde allí podremos ver el espectáculo… Mira, ahí está tu padre. Va paseando por el jardín con su pipa en la boca. Nunca hace eso cuando tiene trabajo. Es una buena ocasión para preguntarle por el documento. A lo mejor nos lo enseña.
—Es verdad —dijo Manitas—. Veréis como tengo razón. Venid.
Pero Manitas estaba muy equivocado. Su padre fue a buscar el viejo título de propiedad, un pergamino amarillento.
—¡Ajá! ¡Aquí está! —exclamó—. Es una joya por su antigüedad. Tiene varios siglos.
Quitó la cinta que lo sujetaba y lo desenrolló. Ni las chicas ni Manitas pudieron descifrar aquella escritura tan antigua.
—¿Qué dice? —preguntó Ana con visible interés.
—Pues que el terreno conocido por el nombre de «Campo Cromwell» pertenece y pertenecerá siempre a la familia Hayling —respondió el profesor—. Fue otorgado a la familia por el propio Cromwell, porque mis antepasados le permitieron acampar en él después de una batalla. Desde entonces ha sido nuestro.
—¡O sea que nadie puede acampar en él, ni traer a pacer a su ganado, sin nuestro permiso! —dijo Manitas, triunfante.
—Así es —aprobó su padre—. Pero espera un momento. Creo recordar que hay una cláusula que dice algo sobre un espectáculo ambulante que tiene ciertos derechos sobre este campo desde el año 1066. Ni siquiera Cromwell pudo anular ese derecho, que existía desde mucho antes de que él librase ninguna batalla. Vamos a ver. Esa cláusula debe de estar al final…
Las dos niñas y Manitas esperaron mientras el profesor iba leyendo aquella escritura de letra tan bella y complicada. Finalmente, su dedo se detuvo. Estaba sobre las tres últimas líneas.
—Sí, aquí está. La voy a leer. Escuchad. «Y por la presente cláusula ordeno que el espectáculo ambulante conocido por el nombre de “Circo Tapper”, que siempre ha tenido derecho a acampar en este terreno una vez cada diez años, seguirá teniéndolo mientras siga recorriendo los caminos de este país. Londres…», etc, etc. Pero supongo que, habiendo pasado tantos años desde que se extendió este documento, ya no quedará ningún espectáculo ambulante Tapper. Mirad, aquí está la firma y la fecha: 1648.
Las niñas miraron la fecha y se volvieron hacia Manitas. Éste estaba visiblemente enojado: tenía la cara roja de ira.
—Me lo podrías haber dicho antes, papá —dijo.
—¿Por qué? —preguntó el profesor, extrañado—. ¿Qué interés puede tener esto para ti?
—Es que el «Circo Ambulante Tapper» está ya en ese campo que hay detrás de la casa —dijo Ana—. Un viejo llamado Tapper ha dicho a Manitas que tenía derecho a acampar aquí y…
—Se ha portado muy mal conmigo. Debes echarlo en seguida —dijo Manitas—. Queremos acampar allí nosotros.
—No creo que el señor Tapper se oponga a que lo hagáis —dijo el señor Hayling—. Me parece que te estás poniendo un poco tonto, Manitas. Supongo que no te habrás portado groseramente con ninguno de esos forasteros…
Manitas enrojeció hasta las orejas, dio media vuelta y salió de la habitación, con Travieso colgando de su cuello. Se llevó la mano al pecho, al sitio donde le había dado el puñetazo el niño del circo, y murmuró para sí: «Espera. Un día de éstos sabrás lo que es bueno».
—Oye, Ana —dijo el profesor, extrañado de la conducta de su hijo—: si queréis acampar en el mismo terreno donde se va a montar el circo, hablaré con el señor Tapper.
—¡Oh, no! No es necesario —se apresuró a responder Ana—. El señor Tapper ya ha dicho que no le importa que acampemos allí… Ahí están los chicos. Voy a ver si han traído las bicicletas… ¡Gracias por habernos enseñado ese valioso documento, profesor!
Y echó a correr a cien por hora hacia sus hermanos.