JENNY TIENE UNA BUENA IDEA
Manitas corrió hacia la cocina cargado con varios platos y haciendo un ruido especial. Por un momento, Tim se quedó paralizado de sorpresa.
—¡Vaya! —gruñó Julián—. Por lo visto, Manitas sigue teniendo la manía de imitar a los vehículos de motor. No sé cómo puede soportarlo su padre. ¿Ahora qué se imaginará que es? Por el ruido, supongo que una motocicleta.
De pronto se oyó un gran estrépito seguido de fuertes gritos. Los cinco corrieron a la cocina para ver qué había sucedido. Tim iba delante.
—¡Un accidente! —exclamó Manitas—. He tomado la curva con tanta velocidad, que la rueda delantera ha patinado y me he estrellado contra la pared. Se me ha abollado el guardabarros.
—¿Pero aún no se te ha pasado esa mema chifladura de imaginarte que eres un coche, una moto o un tractor? —le preguntó Julián—. Cuando estuviste en casa nos volvías locos con tus juegos. ¿Por qué has de ser tan escandaloso?
—No lo puedo remediar —dijo Manitas, encogiéndose de hombros—. Es algo que me da de pronto y que me hace salir corriendo. ¡Si me hubieras visto ayer! Me imaginé que era uno de esos camionazos que transportan coches y que el camión iba cargado hasta los topes. Mi padre creyó que de veras se había metido en la casa un camión y salió del despacho para sacarlo del jardín. Pero sólo me vio a mí, y entonces yo toqué la bocina. Así.
Y el sonido de un tremendo bocinazo llenó toda la casa. Julián empujó a Manitas al interior de la cocina y cerró la puerta.
—Me extraña que tu padre no se haya vuelto loco —le dijo—. Ahora haz el favor de callarte. ¿Es que no puedes portarte como una persona mayor?
—No —dijo Manitas—. No quiero crecer. Si creciera, a lo mejor sería como mi padre y me olvidaría de las comidas y saldría a pasear con sólo un calcetín puesto. No quiero olvidarme de las comidas. Sería horroroso. Siempre estaría hambriento.
Julián no pudo contener la risa.
—Basta ya. Saca una bandeja y ayúdanos a terminar de quitar la mesa. Y si no puedes evitar convertirte en un coche de cuando en cuando, por lo menos sal al jardín. En la casa haces demasiado ruido: imitas demasiado bien el ruido de los motores.
—¿De veras lo hago bien? —preguntó Manitas, halagado—. Oye: ¿quieres oírme imitar a un avión que vuela bajo, haciendo un ruido espantoso y…?
—¡No, no quiero oírlo! —dijo Julián con voz firme—. Ahora saca la bandeja y dile a Travieso que deje en paz los cordones de mis zapatos.
Pero Travieso, que estaba sobre el pie de Julián, se negó a soltar los cordones.
—¡Bien, bien! —le dijo Julián—. Tendré que andar todo el día llevándote encima de mi pie.
—Si vas dando puntapiés al aire mientras andas, verás qué pronto se suelta —le dijo Manitas.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —exclamó Julián. Y empezó a correr por la habitación, dando un puntapié al aire de cuando en cuando. Travieso se soltó muy pronto y trepó a la mesa. Estaba visiblemente ofendido.
—A veces se sienta en el pie de papá, y allí está un buen rato, aunque papá ande —dijo Manitas—. Pero mi padre no se da cuenta. Una vez se le subió a la cabeza, y papá creyó que llevaba puesto el sombrero. Hasta que intentó quitárselo, no se enteró de que era Travieso lo que llevaba en la cabeza.
Todos soltaron la carcajada.
—¡Bueno, ahora a trabajar! —dijo Julián con voz enérgica—. ¡Quitemos la mesa de una vez! Nosotros llevaremos los platos a la cocina y vosotras los fregaréis. No dejéis que Travieso toque nada.
Jenny les agradeció que la ayudasen. Era una mujer bajita y regordeta. Andaba de un modo que daba risa, y tenía la buena cualidad de hacerlo todo con gran rapidez.
—Cuando hayamos terminado de lavar los platos, os enseñaré las habitaciones —dijo—. Oye, Manitas: los colchones que mandamos al colchonero para que los rehiciera, todavía no los han traído, y eso que le he dicho a tu padre una docena de veces que telefonease reclamándolos. Estoy segura de que se le habrá olvidado.
—¡Oh, Jenny! —exclamó Manitas, alarmado—. Eso quiere decir que no hay colchones en las habitaciones de mis amigos. ¿Qué podemos hacer?
—Lo mejor sería que tu padre telefoneara al colchonero y le dijera que los mande hoy mismo —respondió Jenny—. Todo se arreglaría si los enviara con su furgoneta.
Manitas se transformó inmediatamente en una furgoneta de reparto y salió corriendo por el pasillo hacia el comedor, seguido por Travieso. Hacía exactamente el mismo ruido que una camioneta que avanzara lentamente. Sus amigos se echaron a reír.
El profesor salió de su despacho como un cohete, tapándose los oídos con las manos.
—¡Manitas! ¡Ven aquí! —le ordenó, furioso.
—¡Oh, no! —dijo Manitas—. Perdona, papá. Es que estaba imitando a la furgoneta que tiene que traer los colchones para las camas de mis amigos, esos colchones que tú te has olvidado de reclamar.
Pero el profesor no lo oyó. Avanzó hacia Manitas y éste salió disparado escaleras arriba, seguido por Travieso. El profesor Hayling se volvió hacia Jenny.
—¿Por qué no obliga al niño a estarse quieto? ¿Para qué le pago? —preguntó agriamente.
—Para limpiar, cocinar y lavar —respondió secamente Jenny—. Pero no para hacer de niñera. Ese hijo suyo tendría media docena de niñeras y seguiría molestándole a usted. ¿Por qué no le deja cargar con su tienda de campaña e irse a acampar por ahí con sus amigos? Hace buen tiempo y los colchones no han llegado. Además, a ellos les dará usted una alegría. Puedo hacerles la comida a diario, y llevársela, o que vengan a buscarla ellos.
Poco faltó para que el profesor diera un abrazo a la cocinera, tanta era su alegría. Los niños esperaban, ansiosos, su respuesta. Acampar con aquel tiempo sería una delicia. Además, les inquietaba la idea de vivir días y más días en la misma casa que el profesor. Tim emitió un leve gemido como diciendo: «¡Buena idea! ¡Vámonos ya!».
—¡Es una idea estupenda, Jenny! —exclamó el profesor—. Que se marche también el mono. Así no se encaramará a la ventana de mi despacho y me dejará en paz.
Volvió a su despacho y cerró la puerta con tal violencia que tembló toda la casa. Tim volvió a gemir. Travieso se acurrucó, tembloroso, en un rincón y Manitas empezó a saltar alegremente.
—Espera, Jenny —dijo el muchacho—. Acabo de pensar en algo importante. Sólo tenemos una tienda, la mía, y es pequeña. He de preguntar a papá si puedo comprar otras dos.
Antes de que pudieran detenerlo, abrió la puerta del despacho y dijo a voz en grito a su padre:
—¡Necesitamos dos tiendas más, papá! ¿Podemos comprarlas?
—¡Por Dios, Manitas; haz el favor de dejarme en paz! —contestó el señor Hayling, fuera de sí—. ¡Cómprate seis tiendas si quieres, pero no me molestes más!
—¡Gracias, papá! —dijo Manitas.
Y ya estaba cerrando la puerta, cuando su padre gritó:
—¿Para qué diantres quieres tantas tiendas?
Pero Manitas terminó de cerrar la puerta y dijo a sus amigos, sonriendo:
—Tendremos que comprar también una nueva memoria para mi padre. Acaba de decir que nos vayamos de camping y ya lo ha olvidado. Sabe muy bien que sólo tengo una tienda de campaña pequeña y me pregunta para qué queremos más.
—¡Cuánto me alegro de que nos vayamos de la casa! —exclamó Ana—. Es una gran molestia para tu padre que estemos aquí, Manitas.
—¡Otra vez de camping! —dijo Jorge alegremente—. Tomemos el autobús y vayamos a casa a recoger nuestras tiendas. Las tengo guardadas en el garaje. También podemos decirle a Jim, el recadero, que nos las traiga.
—Yo misma se lo diré. Precisamente hoy tiene que traernos unas cosas —dijo Jenny—. Cuanto antes las tengáis, mejor. El profesor fue muy amable al invitaros a venir, pero ya sabía yo que las cosas no irían bien. Estaréis estupendamente en los campos que hay detrás de la casa. Por mucho que gritéis, el profesor no os oirá. Voy a ver si encuentro unas mantas para vosotros.
—No te preocupes, Jenny —dijo Julián—. Tenemos todo lo que necesitamos. Hemos ido de camping muchas veces.
—Confío en que en esos campos no habrá vacas —dijo Ana—. La última vez que acampamos, una vaca metió la cabeza en mi tienda y lanzó un mugido. El susto que me llevé fue de los que no se olvidan.
—No, no creo que haya vacas —dijo Jenny, riendo—. Bueno, tengo que fregar los cacharros. Terminad de llevarlos a la cocina. Pero no permitáis que el mono os ayude. No hace mucho, se apoderó de la tetera e intentó mantenerla en equilibrio sobre su cabeza. El final fue que la tetera se hizo trizas.
Pronto no quedó nada en la mesa, y Jenny empezó a lavar los platos con la ayuda de las niñas.
—Estoy deseando empezar la vida al aire libre —dijo Ana—. Me da miedo esta casa. El profesor Hayling se parece un poco a mi tío Quintín: es olvidadizo, tiene mal genio y siempre está gritando.
—¡Bah! No hay por qué temer al señor Hayling —dijo Jenny, dando un plato a Ana para que lo secase—. Cuando no está enfadado es muy amable y una cosa compensa a la otra. Cuando mi madre estuvo enferma, le pagó la clínica y me dio dinero para que le comprase flores y fruta.
—¡Oh, Jenny! —dijo Jorge—. Me has recordado algo importante. Tenemos que mandar flores a Juana, nuestra cocinera. Tiene la escarlatina. Por eso estamos aquí.
—Entonces id a telefonear a la florista —dijo Jenny—. Terminaré de fregar los platos yo sola.
Pero Jorge temía que el profesor saliera de su despacho para ver quién se permitía usar su teléfono.
—No, compraremos las flores en Kirrin y haremos que se las envíen —dijo—. Tenemos que ir a casa para preparar las cosas que el recadero traerá aquí. Cuando hayamos hecho esto, encargaremos las flores. Quizás volvamos en bicicleta. Aquí nos harán falta.
—En ese caso os debéis ir ahora mismo. De lo contrario, no estaréis de vuelta a la hora del té, y entonces sí que habría jaleo.
—Yo traeré la bicicleta de Ana —dijo Julián—. La puedo llevar perfectamente a mi lado, sujetando el manillar con una mano y conduciendo la mía con la otra.
Dick, Jorge y Julián se fueron, y Ana y Manitas se quedaron con Jenny para ayudarla. Pero la cocinera alejó muy pronto a Manitas, pues temía que rompiese algo.
—Vete al fondo del jardín —le dijo— y corre por allí tan silencioso como un Rolls-Royce. ¿Entendido? Cuando hayas hecho unos cincuenta kilómetros ven aquí por gasolina.
—¡De acuerdo! —exclamó Manitas, entusiasmado—. Hace mucho tiempo que no soy un Rolls-Royce, en el fondo del jardín papá no me oirá.
Manitas se fue y Ana y Jenny terminaron rápidamente de lavar los platos. Travieso se había quedado con ellas y les hizo más de una jugarreta. En un momento de descuido se apoderó de las cucharillas de café y se subió al armario.
En aquel momento Manitas se asomó a la ventana de la cocina y gritó a Ana:
—¡Ven al campo donde tenemos que instalar las tiendas! ¡Escogeremos un buen sitio! ¡Date prisa! Ya habréis terminado con los platos. Estoy ya harto de ser un Rolls-Royce.
Los dos niños avanzaron por el jardín, atravesaron una cerca y se encontraron en el campo de detrás de la casa.
—¡Vaya! —exclamó de pronto Manitas con la vista fija ante sí—. Mira esos carromatos. Están entrando en el campo por la otra puerta. Voy a decirles que se vayan. Este terreno es nuestro.
Y echó a correr hacia los carromatos.
—¡Ven aquí, Manitas! —le gritó Ana—. Te vas a meter en un lío. ¡Vuelve, Manitas!
Pero Manitas seguía adelante, manteniendo la cabeza alta con un gesto de orgullo. Pronto sabrían los de la caravana a quién pertenecía aquel campo.