Capítulo III

OTRA VEZ MANITAS Y TRAVIESO

Los cuatro niños y Tim empujaron la puerta de madera, que se abrió chirriando, y entraron en el recinto. Tim se asustó al oír aquel ruido tan raro y empezó a ladrar furiosamente.

—¡Silencio! —le ordenó Jorge—. Tendrás problemas con el profesor si ladras de ese modo. De ahora en adelante tendremos que hablar en susurros para no molestar a ese sabio. De modo que aprende tú también a ladrar en voz baja.

Tim gimió débilmente, como para demostrar que también él era capaz de expresarse en susurros. Al lado de Jorge y en compañía de los demás niños, se dirigió a la casa por un estrecho sendero. La casa era una extraña construcción, alargada y sin apenas ventanas.

—Sin duda, el profesor Hayling tiene miedo de que le espíen —dijo Ana—. Su trabajo es secreto, ¿verdad?

—Sólo sé que hace miles y miles de números —repuso Dick—. Manitas me dijo una vez que Travieso, cuando era pequeño, se comió una cuartilla llena de números, y el profesor lo estuvo persiguiendo durante una hora. Al fin lo atrapó y le sacó varios trozos de papel de la boca, con lo que recuperó parte de las cifras. Al pobre Travieso le costó cara su travesura, pues los dos días siguientes los pasó escondido en una madriguera de conejo.

Todos se echaron a reír al imaginarse a Travieso escondido en la estrecha madriguera.

—Tú no cabrías, Tim —dijo Julián—. Así que debes tener cuidado y no comerte ningún papel.

—No es tan tonto —dijo Jorge en el acto—. Tim sabe lo que se puede comer y lo que no se puede comer.

—¿Ah, sí? —exclamó Ana—. Pues me gustaría saber qué clase de comestible se imaginó que era mi zapatilla cuando se la zampó en nuestras últimas vacaciones.

—No mientas —dijo Jorge—. Sabes muy bien que la mordió porque lo encerraron en tu habitación y tenía que entretenerse con algo.

—¡Guau! —ladró Tim, asintiendo. Y lamió la mano de Ana, como diciendo: «Lo siento mucho, pero ¡estaba tan aburrido!».

—Oye, Tim —le dijo Ana—. No me importa que destroces mis zapatillas, pero, por lo menos, escoge las más viejas.

De pronto, Tim se quedó inmóvil, mirando a unos arbustos, y empezó a gruñir. Jorge lo sujetó al punto por el collar. Le daban mucho miedo las serpientes, que merodeaban en aquella época del año.

—¡Puede ser una víbora! —exclamó—. El perro de la casa de al lado se peleó con una y luego se le hinchó horriblemente una pata y le dolía mucho. ¡Ven, Tim! ¡Es una víbora y tiene veneno en los colmillos!

Pero Tim siguió gruñendo. De pronto, empezó a olfatear y seguidamente dio un gran salto, se alejó de Jorge y se lanzó sobre una mata. Y de ella no salió una serpiente, sino Travieso, el mono de Manitas.

Travieso se subió al lomo de Tim, se aferró con sus deditos al collar y empezó a parlotear alegremente. Tim estuvo a punto de dislocarse el cuello, a fuerza de volver la cabeza para lamer al mono.

—¡Travieso! —gritaron todos a la vez, en una explosión de alegría—. ¡Gracias por haber venido a darnos la bienvenida!

Y el monito, sin dejar de parlotear en su extraño lenguaje, saltó primero al hombro de Jorge y luego al de Julián. Tiró a éste del pelo, le retorció una oreja y saltó al hombro de Dick, de donde pasó al de Ana. Allí se acurrucó, con una expresión de felicidad en sus ojos brillantes.

—¡Oh, qué contento está de volvernos a ver! —dijo Ana—. Travieso, ¿dónde está Manitas?

Travieso bajó de un salto del hombro de Ana y se alejó por el camino como si hubiese entendido a la niña. Los cinco corrieron tras él; pero, de pronto, una voz terrible que llegaba desde el otro lado del sendero los detuvo.

—¿Qué hacéis aquí? ¡Hala, fuera! ¡Este jardín es particular! ¡Largo de aquí o llamaré a la policía!

Los cinco se estremecieron. De pronto, Julián vio a la persona que les gritaba. ¡Era el profesor Hayling! Julián se acercó a él.

—Buenas tardes, señor —le dijo—. Sentimos molestarle, pero usted le dijo a mi tía que viniésemos.

—¿A tu tía? ¿Quién es tu tía? No conozco a ninguna tía —gruñó el profesor—. Sois unos curiosos entrometidos y nada más. Venís a meter las narices en mi trabajo, sólo porque un estúpido periódico ha hablado de él. ¡Repito que os vayáis! ¡Y llevaos a ese perro! ¡Sois unos atrevidos!

—Pero, ¿de veras no nos conoce, señor? —exclamó Julián—. Usted vino una vez a nuestra casa a pasar unos días y…

—¡Qué tontería! ¡No he dejado mi casa desde hace años! —gritó el profesor.

Travieso estaba tan asustado, que se escondió detrás de unas matas. Pero en seguida salió corriendo, mientras parloteaba visiblemente excitado.

—Ojalá vaya a buscar a Manitas —dijo Julián a Dick en voz baja—. El profesor no recuerda quiénes somos ni por qué hemos venido. Retrocedamos un poco.

Pero cuando se alejaban lentamente hacia la puerta de entrada, seguidos por el enojado profesor, oyeron fuertes gritos y vieron a Manitas que llegó corriendo hasta ellos, con Travieso aferrado firmemente a su pelo para no caerse. El monito había ido a buscarlo. «¡Bien por Travieso!», pensó Julián.

—¡Papá! ¡No hables a nuestros amigos de ese modo! —gritó Manitas, plantándose ante su padre—. Están aquí porque tú les dijiste que viniesen, bien lo sabes.

—¡Yo no he hecho tal cosa! —dijo el profesor—. ¿Quiénes son?

—Esta chica es Jorge, la hija del señor Kirrin, y los otros son primos de ella. Y éste es su perro, Tim. Tú les dijiste que viniesen, porque los señores Kirrin están en cuarentena, por haber estado con un enfermo de escarlatina —siguió diciendo Manitas, sin dejar de moverse nerviosamente ante su padre.

—¡Deja ya de bailotear como un tonto! —exclamó el profesor—. No recuerdo haberlos invitado. Si lo hubiese hecho, lo sabría Jenny, la muchacha.

—¡Pero si se lo has dicho! —gritó Manitas, levantando todavía más la voz—. Ya ha hecho las camas. Yo la he ayudado. Y me ha dicho que te preguntase si es que no te había gustado el desayuno, pues ni siquiera lo has tocado todavía y ya es casi la hora de comer.

—¡Válgame Dios! ¡Por eso estoy tan hambriento y malhumorado! —exclamó el profesor.

Se echó a reír. Tenía una risa imponente y tan contagiosa, que los niños se echaron a reír también como locos. ¡Qué tipo tan divertido aquel profesor! Un hombre tan inteligente, con montañas de conocimientos en su cabeza y, sin embargo, era incapaz de acordarse de cosas tan sencillas como el desayuno, las visitas y las llamadas telefónicas.

—Ha sido un simple olvido, señor —dijo Julián, cortésmente—. Ha sido usted muy amable al invitarnos a su casa al ver que no podíamos estar en la nuestra por culpa de la escarlatina. Trataremos de no molestarle y, si podemos ayudarle en algo, no tiene más que decirlo. No haremos ruido y permaneceremos alejados de usted.

—¿Has oído, Manitas? —dijo el profesor, dando media vuelta y encarándose con el asombrado Manitas—. ¿Por qué no haces tú lo mismo? ¿Por qué no procuras hacer poco ruido y alejarte de mí? Ya sabes que estos días tengo mucho trabajo, pues estoy ocupado en un proyecto muy importante.

Luego se volvió hacia Julián.

—Os estaré muy agradecido si mantenéis a Manitas lejos de mi puesto de trabajo. Y, sobre todo, que nadie, absolutamente nadie, se acerque a aquella torre. ¿Entendido?

Todos miraron hacia donde señalaba el profesor y vieron una torre alta y de escasa anchura que se alzaba entre los árboles. De su parte más alta salían extrañas antenas que parecían tentáculos y se mecían suavemente al impulso de la brisa.

—Y no me preguntéis nada sobre esa torre —siguió diciendo el profesor, mientras miraba a Jorge con semblante severo—. Tu padre es el único hombre que sabe para qué sirve todo esto…, y sabe también tener la boca cerrada.

—A ninguno de nosotros le pasará por el pensamiento hacerle preguntas —afirmó Julián—. Es usted muy amable al tenernos aquí, y le repito que no le causaremos ninguna molestia, sino que le ayudaremos si usted nos lo ordena.

—Bien, muchacho. Hablas como un niño responsable y formal —dijo el profesor, que se había ido calmando—. Bueno, os dejo. Voy a tomar el desayuno. Me vendrán muy bien un par de huevos fritos con jamón. Estoy hambriento.

—¡Pero papá! ¡Hace ya horas que Jenny se ha llevado tu desayuno! —exclamó Manitas—. Ya te he dicho que es casi la hora de comer.

—¡Pues vamos a comer ahora mismo! —dijo el profesor—. Pero no me hace ninguna gracia que esa chica se lleve el desayuno sin ni siquiera dejármelo probar.

Y se dirigió a la casa seguido por los niños, a los que acompañaban Tim y Travieso. Todos estaban un poco desconcertados. ¡Cualquiera sabía lo que podría decir el profesor en los cinco minutos siguientes!

Jenny les había preparado una comida estupenda. Como primer plato había unas exquisitas patatas estofadas, con zanahorias, guisantes y cebollas. Todos se sirvieron un gran plato, y Travieso, al que le gustaban mucho los guisantes, tomó unos cuantos del plato de Manitas.

Las chicas, que ayudaban a Jenny, sacaron a la mesa el postre, un incomparable budín con pasas. Travieso se encaramó a la mesa: le encantaban las pasas. Pero, apenas puso las patas en el mantel, el profesor le lanzó un manotazo. Pero, en vez de darle al monito, le dio a la fuente del budín, que estuvo a punto de salir volando.

—¿Qué haces, papá? Casi nos quedamos sin budín —dijo Manitas—. ¡Con lo que a mí me gusta!… ¡Jenny, no hagas los pedazos tan pequeños! ¡Travieso, baja de la mesa!

El monito se escondió debajo de la mesa, donde, sin que se diese cuenta el profesor, recibía las pasas que todos le iban dando disimuladamente. Tim estaba de mal humor. Lo habían asustado los gritos del profesor Hayling, y aunque no le gustaban las pasas, tenía un poco de celos al ver que todos estaban pendientes de Travieso.

—¡Ah, qué satisfecho me he quedado! —dijo el profesor, mirando su plato vacío—. No hay nada como un buen desayuno.

—¡Pero si esto es la comida, papá! —exclamó Manitas—. Nunca se come budín en el desayuno.

—¡Pues es verdad! ¡Acabo de comer budín! —exclamó el científico, riendo a carcajadas—. Bueno, ahora podéis hacer lo que queráis, con tal que no entréis en mi despacho, ni en mi laboratorio, ni en la torre. ¡Travieso, deja el jarro del agua! ¡A ver si lo educas mejor, Manitas!

Dicho esto, salió del comedor y se alejó por el pasillo que conducía a su despacho. Todos lanzaron un suspiro de alivio.

—Ahora vamos a quitar la mesa —dijo Manitas—, y luego os enseñaré vuestras habitaciones. Procuraré que no os aburráis mientras estéis en esta casa.

¿Aburrirse? No temas, Manitas. A los cinco les esperan muchas emociones. Y a ti también. Pronto lo verás.