Capítulo I

HAN LLEGADO LAS VACACIONES

Jorge, ¿quieres hacer el favor de sentarte y estarte quieta? —dijo Julián—. Sólo falta que, encima del movimiento del tren, tengamos el tuyo. No paras de ir de una ventanilla a otra, ni de darme pisotones.

—Es que ya estamos tan cerca de Kirrin, que es como decir de casa —dijo Jorge—, que no puedo estarme quieta. He echado tanto de menos a Tim mientras hemos estado fuera, que estoy impaciente y nerviosa. Me gusta mirar por la ventanilla y ver lo cerca que estamos ya de Kirrin. ¿Crees que Tim nos esperará en la estación ladrando como un loco?

—No seas tonta —exclamó Dick—. Tim es un perro muy listo, pero no tanto que pueda leer los horarios de los trenes.

—Ni falta que le hace —respondió Jorge—. Siempre sabe cuándo llego a casa.

—Es verdad —dijo Ana—. Tu madre dice que el día de tu llegada, Tim está excitado, no para un momento, y continuamente se está asomando a la puerta de la casa para mirar a la calle.

—¡Es una maravilla de perro! —exclamó Jorge, pisando una vez más a Julián, al acercarse a la ventanilla—. ¡Ya llegamos! Ahí está el paso a nivel. ¡Hurra!

Sus tres primos la miraron riendo. Jorge se portaba siempre así cuando regresaban a casa para disfrutar de las vacaciones. No cesaba de hablar de su querido Tim en todo el camino. Julián pensó que parecía verdaderamente un chico, con su pelo corto y rizado y su expresión resuelta. Jorge suspiraba por ser un muchacho y hacía lo posible por hablar y obrar como si lo fuera. Cuando la llamaban por su nombre verdadero, Georgina, nunca contestaba.

—¡Estamos llegando a la estación de Kirrin! —gritó Jorge, sacando medio cuerpo por la ventanilla—. Ahí está nuestro Pedro. ¡Hola, Pedro! ¡Ya estamos otra vez aquí!

El tren entró en la estación. Pedro saludó a la niña sonriendo. Conocía a Jorge desde que era casi un bebé. Jorge abrió la puerta y saltó al andén.

—¡Otra vez en casa! —gritó alegremente—. ¡Otra vez en Kirrin! Tim está en la estación, ¿verdad?

Pero Tim no estaba en la estación.

—Debe de haberse olvidado de que llegabas —dijo Dick con sorna.

Jorge le dio un pellizco. Pedro se acercó a ellos sonriente para darles la bienvenida. Todo Kirrin conocía a los cinco, contando a Tim, claro es. Pedro puso las maletas en su carretilla y se dirigió con ellos hacia la salida.

—Las mandaré a «Villa Kirrin» tan pronto como llegue la furgoneta —dijo—. ¿Cómo os ha ido en el cole?

—Estupendo —respondió Dick—. Pero este trimestre se nos ha hecho un poco largo. Este año Pascua ha caído muy tarde. ¡Mirad qué bonitas están las flores de la estación!

Pero Jorge no tenía ojos para las flores. Seguía buscando con la mirada a su querido Tim. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había acudido a la estación para recibirla? Era la primera vez que pasaba esto. Se volvió hacia Dick, con un gesto de preocupación.

—¿Estará enfermo? —preguntó—. ¿Me habrá olvidado? Quizás ha…

—No temas, Jorge —respondió Dick, tratando de tranquilizarla—. Estará encerrado en casa y no habrá podido salir. ¡Cuidado! A ver si te aplasta un pie la carretilla.

Jorge se apartó. ¿Qué le habría pasado a Tim? Seguro que estaría enfermo…, o habría sufrido un accidente…, o quizás Juana, la cocinera, se habría olvidado de soltarlo, y estaría atado.

—Si tengo dinero suficiente, tomaré un taxi para ir a casa —dijo, buscando en su monedero—. Vosotros podéis ir a pie. Quiero saber en seguida si le ha ocurrido algo a Tim. Es la primera vez que no ha venido a la estación.

—No, Jorge. Piensa en lo fantástico que será ir dando un paseo hasta «Villa Kirrin» —dijo Ana—. A todos nos encanta ver tu isla, la isla de Kirrin, la bahía. Será magnífico oír el ruido de las olas mientras vamos paseando.

—Tomaré un taxi —repitió Jorge, tercamente, contando su dinero—. Si queréis, podéis venir conmigo en el taxi. A quien quiero ver es a Tim, no la isla, la bahía o todo eso. Seguro que está enfermo, o que ha tenido un accidente, o algo por el estilo.

—Bien, Jorge; haz lo que quieras —dijo Julián—. Verás como encuentras perfectamente al viejo Tim. Se habrá olvidado de venir a la estación y eso será todo… Hasta luego.

Los dos hermanos y Ana se fueron juntos, deseosos de disfrutar del paseo. ¡Era emocionante ver de nuevo la bahía de Kirrin y la isla de Jorge!

—¡Qué suerte! ¡Tener una isla sólo para ella! —exclamó Ana—. Es curioso. Ha pertenecido a su familia desde hace muchos años y, de pronto, su madre se la regala. Apostaría la cabeza a que ha estado dando la lata a tía Fanny hasta que ha conseguido que se la regale… Ojalá no le haya pasado nada a Tim. No disfrutaríamos de las vacaciones si le hubiese ocurrido algo.

—Seguro que Jorge se iría a vivir con él en su caseta —dijo Dick, sonriendo. Y exclamó de pronto—: ¡Mirad! ¡El mar, la bahía, la isla…! ¡Todo tan maravilloso como siempre!

—¡Y las gaviotas maullando como gatos! —dijo Julián—. ¡Y el castillo en ruinas! Todo sigue igual. Al castillo no se le ha caído ni una sola piedra.

—Desde aquí no lo puedes ver —le advirtió Ana—. ¡No hay nada como un primer día de vacaciones! ¡Se tiene tanto tiempo por delante para disfrutarlas!

—Sí, pero luego, sólo unos cuantos días después, ve uno que las vacaciones se han acabado —dijo Julián, y preguntó—: ¿Estará ya en casa Jorge?

—El taxi nos ha adelantado a una velocidad de miedo —respondió Dick—. Apuesto lo que queráis a que Jorge le iba gritando al conductor que acelerase.

—¡Mirad! ¡Allí está «Villa Kirrin»! —exclamó Dick—. Ya veo las chimeneas. De una de ellas sale humo.

—¡Qué raro! ¿Por qué sólo una? —preguntó Julián—. Tanto la cocina como la chimenea del despacho de tío Quintín están siempre encendidas. Tío Quintín es muy friolero y no quiere estar sin calefacción cuando trabaja en sus inventos.

—Quizás no esté en casa —dijo Ana, esperanzada, acordándose del mal genio que tenía el padre de Jorge—. Creo que a tío Quintín le convendría tomarse de cuando en cuando unas vacaciones. Siempre está rodeado de montañas de papeles llenos de números.

—Bueno, confío en que lograremos no molestarle demasiado —dijo Julián—. Tía Fanny lo pasa muy mal cuando tío Quintín sale de su estudio hecho una fiera, gritando. Procuraremos estar en casa lo menos posible.

Estaban ya muy cerca de «Villa Kirrin». Cuando se acercaban a la verja del jardín vieron a Jorge que salía corriendo de la casa. Lloraba amargamente.

—Por lo visto, al pobre Tim le ha ocurrido algo malo —dijo Julián, preocupado—. Jorge no llora nunca. ¿Qué habrá pasado?

Todos corrieron alarmados hacia «Villa Kirrin». Ana gritó mientras corría:

—¡Jorge! ¡Jorge! ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a Tim? ¿Qué pasa, Jorge?

—Que no podemos quedarnos aquí —respondió la niña lloriqueando—. Tenemos que irnos a otra parte. Ha sucedido algo espantoso.

—¡Di de una vez lo que ha pasado! —gritó Dick, inquieto—. ¡Por favor, habla! ¿Han atropellado a Tim? ¿Está enfermo?

—No, no es cosa de Tim —repuso Jorge, secándose los ojos con el dorso de la mano, pues no llevaba pañuelo—. Se trata de Juana, la cocinera…

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Julián, imaginándose cosas atroces—. ¿Quieres hablar de una vez?

—Juana tiene la escarlatina —explicó Jorge, entre lágrimas—. Por eso no podemos quedarnos en «Villa Kirrin».

—¿Por eso? —exclamó Dick—. ¡Bah! A Juana la llevarán a un hospital. Nosotros podemos quedarnos para ayudar a tu madre. Compadezco a Juana, pero la escarlatina no es nada del otro mundo, Jorge. De modo que anímate… En fin, vamos a ver a tu madre. ¡Pobre tía Fanny! ¡Vaya panorama! Juana enferma y nosotros aquí. Bueno, ya buscaremos el modo de…

—¡No digas más tonterías, Dick! —dijo Jorge, furiosa—. No podemos quedarnos en «Villa Kirrin». Mi madre no me ha dejado pasar ni siquiera al recibidor. Me ha dicho que me quede en el jardín. Pronto llegará el doctor.

Alguien los llamó desde una de las ventanas de la casa.

—¿Estáis ahí? ¡Hola, muchachos! ¡Oye, Julián! ¡Acércate, por favor!

Todos entraron en el jardín y vieron a tía Fanny asomada a la ventana de su dormitorio.

—Escuchad —dijo—. Juana tiene la escarlatina y estamos esperando a que llegue una ambulancia para llevarla al hospital y…

—¡No te preocupes, tía Fanny, te ayudaremos en todo lo que podamos! —contestó Julián.

—No me entiendes, Julián —dijo tía Fanny—. Escucha. Ni tío Quintín ni yo hemos tenido nunca la escarlatina. Por lo tanto, estamos en cuarentena. No se puede acercar nadie a nosotros: se expondría a contagiarse. ¿Comprendes?

—¿También puede contagiarse Tim? —preguntó Jorge.

—¡No digas tonterías, Jorge! —le contestó su madre—. ¿Cuándo has visto que un perro tenga el sarampión, la gripe o cualquiera otra de nuestras enfermedades? Tim no está en cuarentena. Lo puedes sacar de su caseta cuando quieras.

La cara de Jorge se iluminó inmediatamente, y la niña echó a correr hacia la parte trasera de la casa, mientras llamaba al perro a voz en grito. En seguida se oyeron alegres ladridos.

—Tía Fanny, ¿qué debemos hacer? —preguntó Julián—. A mi casa no podemos ir porque mi familia sigue en Alemania. ¿Tendremos que hospedarnos en un hotel?

—No. Ya pensaré adónde podéis ir —le respondió su tía—. ¡Válgame Dios! ¡Qué jaleo está armando Tim! ¡Con el dolor de cabeza que tiene la pobre Juana!

—Ahí está la ambulancia —gritó Ana, al ver una gran furgoneta blanca que se acercaba por la calle.

La señora de Kirrin desapareció de la ventana para ir a dar la noticia a Juana. Un enfermero y el conductor de la furgoneta se dirigieron a la puerta de la casa transportando una camilla. Los cuatro niños observaron con curiosidad toda la operación. Poco después los dos camilleros aparecieron nuevamente con la camilla, en la que estaba la cocinera envuelta en una sábana. La enferma saludó con la mano a los niños.

—¡Pronto estaré de vuelta! —dijo—. Ayudad a la señora Kirrin si podéis.

—Adiós, Juana —dijo Ana entre lágrimas—. ¡Ponte buena pronto! Te echaremos mucho de menos.

Las puertas de la ambulancia se cerraron y el vehículo se alejó lentamente.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Julián, volviéndose hacia Dick—. Ni podemos quedarnos aquí ni podemos entrar en casa. ¡Oh, aquí está Tim! ¿Cómo va eso, Tim? Menos mal que tú no puedes enfermar de escarlatina. ¡Aparta! ¡Me vas a tirar al suelo!

Tim era el único que se sentía feliz. Los demás estaban preocupados. ¿Qué harían? ¿Adónde podían ir? ¡Qué principio de vacaciones tan desastroso!

—¡Aparta, Tim, apártate! ¡Qué perro tan pesado! ¡Cualquiera diría que no ha oído hablar nunca de la escarlatina! ¡Quieto, Tim; no me lamas!