No era habitual que Dex cuestionara la actitud de los espíritus malignos. Las reglas con las que éstos se manejaban no se parecían a las de las demás personas. Comían y bebían durante toda la noche —se acordaba de Brad Smith— y se acostaban al caer la noche y a veces se iban a trabajar, pero lo que hicieran además de eso era para él un misterio. De ahí que ver aparecer regularmente, si no a diario, al espíritu maligno que se había instalado en el número 7 de Hexam Place, trotando decididamente por la calle para volver a aparecer aproximadamente media hora después, era sin duda un rompecabezas, aunque no requería solución.
El espíritu maligno se comportaba en muchos aspectos como un ser humano. «Debe de ser un banquero», pensó Dex, que había visto banqueros en la televisión. En una ocasión, mientras corría, el espíritu sacó un teléfono móvil del bolsillo y habló con él, habló con Orange o con Apple, o eso es lo que Dex supuso. Beacon le llevaba cuando el espíritu bajaba los escalones después del ejercicio y de haberse cambiado de ropa, y según palabras del propio Beacon, su nombre era señor Still. Pero Dex sabía la verdad. Su nombre era Belzebú o Moloch.
Rabia no había recibido ninguna respuesta a su carta de renuncia. Lucy era famosa por no responder a las cartas, e incluso por ignorar su existencia. Pero marido y mujer volvían a estar juntos. Beacon había subido las maletas del señor Still a la habitación de Lucy y desde el piso de arriba la niñera había visto salir al señor Still de ese dormitorio por la mañana. El adulterio debía de ser agua pasada y la conducta de Lucy probablemente había sido perdonada. Pero ¿qué sería de ella y de su futuro? Quizá su carta había llegado, Lucy la había leído y se la había enseñado al señor Still, aunque nadie se había acordado de decírselo a ella. La fecha de su partida sería con toda probabilidad los últimos días de marzo. Sería entonces cuando volvería a instalarse en casa de su padre hasta el día de la boda.
La boda. Quizás en menos de un año tendría un bebé.
—No puedo volver a pasar por eso —dijo en voz alta en la habitación de los niños mientras Thomas dormía—. Puede que ocurriera no porque Nazir y yo tuviéramos ese gen malo, sino porque era yo quien lo tenía y quizá cualquier niño que engendre enferme y muera. No puedo volver a pasar por eso. Pero ¿qué elección me queda? —Ya debían de haber encontrado a una nueva niñera que ocuparía su lugar y algún día, muy pronto, esa nueva mujer entraría en casa y se presentaría. Rabia pensó entonces: «Tengo que saber. No puedo dejar que eso le ocurra a Thomas sin avisarle antes. Debo aunar valor e ir a ver a Lucy y averiguarlo».
Rabia ya no se llevaba a Thomas al vivero durante sus paseos. Khalid estaba allí, el amable, guapo y considerado Khalid, con el que Rabia debía pasar el resto de su vida. Y también su padre, que ya no hablaba de otra cosa que de la boda y de la familia Iqbal. La joven se vio de pronto evitándole. En vez de ir al vivero, llevaba a Thomas en su lujoso carrito a Hyde Park o cruzaba hasta Green Park, y a veces incluso hasta Saint James Park para ver los pelícanos. Una mañana, al regresar al número 7, se encontró con que la madre del señor Still había llegado para quedarse. Acostumbrada como estaba a que se tratara a las madres, a las tías y a los ancianos en general con el máximo respeto, se quedó horrorizada al día siguiente cuando oyó cómo Lucy le gritaba a la anciana señora Still. Thomas reaccionó como lo hacía siempre que tenía lugar una pelea a voces entre los adultos de la casa: abrió los ojos como platos, empezó a temblarle el labio inferior, y después de un rato de silencio, llegaron los hipidos y las lágrimas le surcaron las mejillas.
Fue precisamente verle así de acongojado, cuando dio comienzo una segunda discusión —esta vez entre marido y mujer—, lo que la armó de valor. El señor Still había empezado a llegar tarde a casa desde que había vuelto a instalarse en el número 7, y ambos estaban más enfadados que nunca el uno con el otro. La madre del señor Still estaba en casa. Rabia bajó al salón a ver a Lucy, pero la anciana señora Still le comunicó que su nuera no estaba en condiciones de ver a nadie. Sin embargo, la propia madre del señor Still tenía muchas cosas que contarle a Rabia.
Según tenía entendido, la niñera de Thomas iba a casarse. Mejor así, puesto que ya no se la necesitaba en la casa.
—Mi hijo está pensando en contratar a una niñera de Norland para Thomas, no sé si sabes lo que es eso. A mi hija le gusta mucho la idea y lo han hablado durante la Navidad. Ella —un dedo largo y nudoso apuntó en dirección a la habitación de los niños— se opone, cómo no, pero eso poco importa mientras él vuelva a vivir en esta casa, cosa que espero que dure por lo menos hasta que esos niños hayan crecido. Lo mejor para las niñas será que las manden a estudiar a un colegio internas. Algo habrá que hacer para limar sus modales.
—¿Cuándo debo marcharme?
—Pregúntaselo a mi hijo. Lucy, como creo que ella te permite que la llames, quizá no tenga voz ni voto en el asunto. Quizá sea sólo cuestión de unas semanas.
Rabia tenía que saber más. Cuando se estaba armando de todo su valor para enfrentarse a Lucy, en el dormitorio de ésta si era necesario, la propia Lucy entró en la habitación de los niños convertida en una mujer flaca y exhausta, aparentando los treinta y siete años que tenía más otros diez.
—No quiero que te vayas, tesoro. Preston se quedó muy complacido cuando vio tu carta de renuncia porque eso significa que puede contratar a la niñera que le recomendó su espantosa hermana. Cree que será más firme con Thomas. —Lucy dejó escapar un profundo suspiro—. Si él no estuviera, podrías quedarte eternamente. No quiero que te vayas. ¿Por qué ha vuelto?
Rabia fue incapaz de dar respuesta a eso. Entró en la habitación de las niñas, donde Thomas estaba viendo la televisión con ellas.
—Sé bueno con mamá —le dijo—. Siéntate en su regazo.
Y Thomas así lo hizo. Lucy se quedó tan sorprendida y aparentemente complacida que abrazó al pequeño y le besó en la rechoncha mejilla rosada. Rabia preparó el té para Lucy y para ella y le dio una galleta de chocolate al pequeño. Oyó que la anciana señora Still llamaba a Lucy con su voz de vieja bronca y escandalosa, y dijo tan educadamente como le fue posible:
—Tendrá que irse. Su suegra la llama.
Lucy se marchó, no sin antes haber besado a Thomas y haber repetido por enésima vez lo feliz que sería si Preston y su madre se marcharan y la dejaran sola con Rabia y con los niños.
Que la primera de esas deseadas partidas estuviera ocurriendo fue algo que tuvo por testigo a June, que en ese momento presentaba a Gussie a su adiestrador canino, recién llegado en una furgoneta negra en la que figuraba una foto de un gran danés. Un taxi se había detenido delante del número 7, y una anciana con un abrigo de piel bajó los escalones y empezó a montar una escena. A June le chiflaban las escenas y escuchaba en trance mientras la anciana regañaba al taxista por estar en su propio taxi y no ser Beacon en su Audi. Luego apareció Rabia con dos maletas, puesto que, como supuso June, no había nadie más que lo hiciera. El paseador de perros se marchó con Gussie y el taxi con la anciana a bordo. June pensó en lo maravilloso que era tener dinero y no tener que volver a pasear al can nunca más.
Fue al jardín trasero, donde Dex trabajaba por segundo día, y miró con aprobación mientras él excavaba en el parterre de flores que había vaciado concienzudamente de dientes de león, semillas de fresno y malas hierbas. Se le ocurrió que el hombre parecía estar disfrutando y sabía, por experiencia propia, que se trabaja mejor si a uno le gusta lo que hace. Diez libras la hora, que Jimmy, que parecía haberse autoproclamado agente de Dex, le había dicho que era la cantidad que debía pagar. Le había parecido demasiado, pero podía permitírselo.
Esa mañana Dex había seguido por fin al espíritu maligno. No estaba seguro de si Moloch, como ahora le llamaba, tomaría la misma ruta todos los días o ni siquiera si saldría a trotar a diario. Lo único que sabía con absoluta certeza era que cuando regresara se iría a trabajar ejerciendo de banquero, un trabajo que, según había oído decir en la televisión repetidas veces y a casi todo el mundo con el que hablaba, era la ocupación más malvada y más cruel que podía tenerse. Debía de ser mucho peor de lo que había sido Brad Smith.
Moloch había trotado por Lower Sloane Street, siguiendo por Pimlico Road y de allí por Ebury Street para volver después por Eaton Terrace y a casa. No muy lejos. Dex se preguntó por qué lo haría, aunque no había modo alguno de saberlo. Los caminos de los espíritus malignos eran inescrutables. Lo que más le gustaría era que Moloch se adentrara en los terrenos del Royal Hospital. Le seguiría hasta allí.
Al día siguiente estaría trabajando en casa de la señora Neville-Smith. Era una lástima lo de su apellido, aunque Dex había decidido que la parte del «Neville» anulaba la malignidad del «Smith». Los bulbos que había plantado en el jardín del señor Jefferson no sólo habían empezado a abrirse paso en el terreno, sino que estaban floreciendo, primero los narcisos, de color amarillo chillón, amarillo pálido y algunos con los pétalos dorados y campanillas blancas. Le satisfizo comprobar que los que había plantado a mayor profundidad en el suelo tenían mejor aspecto que los que el tipo del vivero Belgrave Nursery había plantado en las jardineras.
En Hexam Place el servicio estaba cambiando. Jimmy, aunque seguía siendo el chófer del doctor Jefferson, se había convertido en residente del número 3 y le habían oído autoproclamarse «compañero de piso» del médico. Montserrat se había ido, y decían que estaba viviendo con Ciaran O’Hara en un piso de Alderney Street. En el número 7 Preston Still había contratado a una nueva au pair. Pauline, la más sociable de Las Limpiadoras Felices, le contó a June que la mujer en cuestión era una danesa llamada Inge, de tez y cabello tan claros que personalmente creía que era albina.
—¿Tiene los ojos rosas? —preguntó June.
Pauline se quedó perpleja.
—Supongo que es cosa de la edad, pero no es políticamente correcto hacer esa clase de comentarios.
June entró en casa. Anotó mentalmente dejar de contratar a Las Limpiadoras Felices y emplear a la esposa de uno de los albañiles. Había empezado a descubrir que cuando tienes mucho dinero, puedes hacer lo que te venga en gana en lo que respecta a esa clase de cuestiones. En cualquier caso, no tenía sentido tener a una limpiadora en el número 6. La casa estaba llena de albañiles que echaban paredes abajo y levantaban los suelos. Eran todos polacos y hablaban un inglés muy básico, aunque sus modales eran perfectos y la llamaban «señora», como ella lo había hecho con la Princesa. Hacía años que no era tan feliz. Hasta disfrutaba con los martillazos y con el ruido de las perforadoras, y cuando Roland se quejó de ello, le dijo que el ruido de las obras se oía en todo Londres, vivieras donde vivieras.
No pasó mucho tiempo hasta que June coincidió con Inge, cuyo inglés era mucho mejor que el de los polacos. Y sus ojos, de un azul medianoche. La anciana la llevó a tomar una copa al Dugong e Inge dijo que le apetecía un schnapps, pero no tenían. En vez de eso, tomaron ginebra. Inge le confesó que le encantaba el sótano del número 7 y que Lucy y los niños eran ángeles, pero que no sentía el menor aprecio por el señor Still, que le replicaba secamente siempre que coincidían. Haría cualquier cosa por Lucy, dijo, pero no tenía la menor intención de desvivirse por él.
—No te culpo —dijo June.
—No, pero él sí. Esta mañana, cuando ha vuelto de correr, se ha comportado como si yo tuviera la culpa de que no hubiera agua caliente para que pudiera ducharse. ¿Y qué sé yo del agua caliente? He llamado a un fontanero y cuando el hombre ha dicho que no podía ir hasta mañana, el señor Still se ha puesto muy desagradable.
—Bah, no le hagas ni caso.
—La niñera es muy agradable. En Dinamarca no tenemos muchos musulmanes, pero ésta es un encanto.
Rabia pensaba lo mismo de Inge. Discreta y educada, y obviamente adoraba a Thomas. Aunque durante muchas semanas el señor Still había adelantado sus horarios, de pronto había empezado a salir del número 7 a las ocho de la mañana y a menudo no volvía hasta las diez de la noche. La niñera pensó que por lo menos no podría haber más adulterio con el tal Rad Sothern. Si estaba mal alegrarse de la muerte de alguien, bueno, ella lo lamentaba, pero no podía reprimir sus emociones.
El señor Still siguió saliendo a correr, aunque había pasado de salir todas las mañanas a hacerlo una mañana sí y otra no, y en el mes de abril ya sólo salía los sábados y los domingos. Quizá se había desanimado porque, por lo que Rabia había podido ver, no había perdido peso.
—Para perder peso habría que correr a diario desde aquí a… ah, es que no conozco los nombres… —dijo Inge, que por ser escandinava era considerada en el Dugong una experta en fitness.
—Brindo por John o’ Groats —dijo Jimmy.
Inge dijo que no sabía dónde estaba eso. El señor Still llegaría tarde esa noche —era viernes— y Lucy le había hecho un encargo. En un primer momento, cuando se lo pidió, a Inge le pareció que hacer una cosa así quizás estuviera mal, pero cuando sopesó lo bien que le caía su jefa y lo mal que le caía el señor Still, respondió con un «sí» sin reservas. El hombre al que debía dejar entrar al número 7 y subir con él a la habitación de Lucy estaba tomando una copa con Damian y Roland en el número 8. Inge le vio cruzar la calle y bajar la escalera de servicio. «Qué guapo», pensó. Evidenciaba una clara mejoría respecto al señor Still.
—Martin Gifford —dijo el hombre cuando ella le hizo pasar.
La cocina del doctor Jefferson era muy grande y los fogones de gas estaban en el extremo más próximo al jardín, junto al horno de leña. Dex estaba sentado a la mesa situada a unos diez metros de allí por indicación expresa del pediatra, mientras que Jimmy, también cumpliendo con instrucciones del doctor Jefferson, o quizá cediendo a su petición, le preparaba una taza de chocolate caliente. La leche herviría hasta rebosar del cazo si Jimmy apartaba durante un segundo los ojos de él, de modo que Dex aprovechó que Jimmy estaba de espaldas a él para apropiarse de un afilado cuchillo de fruta, que deslizó en su bolsa de herramientas.
—El doctor hace esto movido por la bondad de su corazón. —Jimmy dejó la taza de chocolate sobre la mesa con un golpe. Un pequeño reguero de chocolate salpicó la mesa—. Ten cuidado con eso —dijo, como si hubiera sido Dex el culpable.
—Gracias —dijo éste educadamente.
—Un santo varón es lo que es el doctor Jefferson.
«Y no como Moloch, ese demonio encarnado en hombre», pensó Dex. Ese día no tenía que trabajar en ningún jardín. Sólo había pasado por allí a recoger su dinero y el chocolate caliente había sido una sorpresa. Mejor irse cuanto antes, pues Moloch estaría a punto de salir del número 7 en cualquier momento y ése era el día convenido para su destrucción. El señor Neville-Smith estaba en su jardín delantero, sacando una bolsa de basura de reciclaje que él sabía que nadie recogería al menos hasta el martes siguiente. Aminoró el paso un poco, evitando ser visto, pero estaba lo suficientemente cerca como para oír a Moloch gritar un alegre «Buenos días, Ivor».
Aunque era la voz de Peach —clase alta, suave y grave—, Dex no era tan tonto como para dejarse engañar por eso. Los espíritus malignos pueden asumir las voces de quien les plazca, del mismo modo que pueden adoptar forma humana. El señor Neville-Smith dijo: «¿Cómo está, Preston?», y volvió a entrar en casa sin esperar respuesta. Moloch empezó a correr y Dex le siguió, más joven y más delgado que él y perfectamente capaz de seguir su ritmo.
Rabia se había quedado profundamente consternada al oír la voz del nuevo amante de Lucy. «Los niños», pensó. «El efecto que esto puede tener en los niños». Si el señor Still hubiera seguido ausente, si hubiera habido un divorcio, si por alguna razón él jamás hubiera regresado, al menos no habría sido necesario contemplar la cuestión del adulterio. Lucy quizás incluso habría vuelto a casarse, y con alguien a quien amara y a quien habría sido fiel. Pero ahora ella se marchaba y lo poco que había podido hacer por proteger a los niños había tocado a su fin.
Y es que Rabia sabía que en ausencia del señor Still, Lucy se habría quedado con ella, y ella habría podido decirle a Khalid que no podía casarse con él. Tenía que quedarse con Thomas y con las niñas. Ojalá pudiera ser. Pero ya era bastante terrible alegrarse de que Rad Sothern estuviera muerto como para desearle la muerte al señor Still. Rabia rezó en silencio para no albergar pensamientos pecaminosos, y mientras estaba sentada con la cabeza gacha y los ojos cerrados, Thomas trepó a su regazo, le rodeó el cuello con los brazos y dijo:
—Di «cariño».
La gente que sale a correr nunca se vuelve a mirar. Dex había observado esa verdad y también que Moloch corría delante de él mirando firmemente al frente. No tenía ni idea —y nunca la había tenido— de que le seguían ni de que quien le seguía era alguien que sabía que era conveniente librar de él al mundo. Y Moloch iba a hacer lo que Dex llevaba esperando durante todas esas semanas de persecución. Giraba en ese momento para entrar en los jardines del Royal Hospital, satisfaciendo aún más a Dex al tomar un sendero entre arbustos y bajo los árboles en los que empezaban ya a asomar los primeros brotes. Un dulce y fresco olor primaveral impregnaba el parque y un sol pálido asomaba en el cielo.
Dex buscó el cuchillo que llevaba en el bolsillo y en ese momento Moloch se detuvo. Se inclinó hacia delante para atarse bien el nudo deshecho de la zapatilla de deporte. En silencio, implacablemente, Dex se abalanzó sobre él agarrando con fuerza el cuchillo que había robado de la cocina del doctor Jefferson.