Primero se celebraría el funeral, luego los asistentes se congregarían en el salón y el señor Brookmeadow leería el testamento. Esa conclusión de June estaba basada en sus esporádicas lecturas de literatura sensacionalista. El 1 de febrero era el día del funeral y ella estaba planificando la jornada con antelación. El comedor debería quedar adjudicado al abogado, que se sentaría en la cabecera de la mesa, mientras que aquellos considerados especialmente interesados ocuparían las sillas de los laterales. Rocksana Castelli y Zinnia Saint Charles, pensó June. ¿Tendrían que estar también presentes los testigos? Quizás invitara a Damian, aunque ¿acudiría? Muy poco probable. Su unión civil tendría lugar dos días después y, aunque eso no era en realidad excusa para no asistir al funeral de un vecino, June decidió que si se veía en semejante tesitura, seguro que alegaría estar demasiado presionado por motivos personales.
El inaudito estallido del doctor Jefferson cuando June había sugerido la posibilidad del homicidio cometido por Rocksana, o de hecho por cualquiera, la había dejado absolutamente anonadada. Tanto la había conmocionado que lo había sentido en los huesos, hasta el punto que cuando acudió a su cita para que le quitaran el yeso del brazo, preguntó al médico si el dolor que sentía por todo el cuerpo era un principio de artritis.
—A su edad, todo el mundo tiene un poco de artritis —respondió el médico, no muy amablemente.
Aunque sin duda fue de agradecer poder recuperar el brazo, eso no bastó para que June se olvidara del comportamiento del doctor Jefferson. Su estallido la había atemorizado como lo habrían hecho pocas demostraciones de ira. Entendió que se había equivocado en su antiguo convencimiento, sin duda consecuencia natural del dolor provocado por la pérdida. De ahí que decidiera invitar a Rocksana a que estuviera presente en la lectura del testamento. Había decidido que si la novia de Rad heredaba la fortuna y la casa de la Princesa no impugnaría el testamento.
La teoría de Burns, según la cual los planes mejor trazados de ratones y hombres a menudo salen mal, suele interpretarse partiendo de la base de que los planes son buenos y su destrucción mala, pero en el caso de June fue exactamente lo contrario. La mañana del funeral recibió una carta. La carta le hacía saber que, por voluntad de su Serena Alteza la Princesa Susan Angelotti, conocida como Habsburgo, aparte de legados menores a la señora Zinnia Saint Charles y a la señorita Matilda Still, su ahijada, el resto de sus posesiones, siendo éstas la casa sita en el número 6 de Hexam Place SW1 y la suma de cuatro millones y seiscientas cincuenta y dos libras, prácticamente toda en bonos y acciones, pasaba a sus manos, June Eileen Caldwell. Seguían algunas tímidas felicitaciones y expresiones de satisfacción del abogado dadas las tristes circunstancias y se despedía después con un «suyo, atentamente. John Brookmeadow».
June volvió a leerla. No soñaba ni alucinaba. El testamento había salido del cajón sólo para incluir el nombre de Zinnia y el de la pequeña fresca de Matilda Still, y alguien más había hecho las veces de testigo. Por primera vez en muchos años, y sin duda por primera vez desde su muerte, June sintió que el afecto que hasta entonces le profesaba a la Princesa se convertía en amor, llenándole los ojos de lágrimas. Se alegró de haber encargado un inmenso ramo de lirios blancos, fresias, narcisos y gypsophilas también blancos, sin duda a fin de impresionar a los vecinos y para evitar parecer mezquina. La florista apareció con el ramo cuando ella estaba leyendo la carta de Brookmeadow por tercera vez y lo sumó a la montaña de flores apiladas en el vestíbulo. June, que seguía todavía en bata, subió a su cuarto y se vistió del negro más riguroso que tuvo a mano, seleccionando el visón de la Princesa para ponérselo encima. A fin de cuentas, ya era suyo, junto con todo lo demás.
Matilda casi nunca recibía ninguna carta. Fue precisamente Rabia, que se había convertido en el cartero personal del número 7 desde la marcha del señor Still, quien subió la carta del señor Brookmeadow. Matilda estaba comiendo Coco Pops en la habitación de los niños con Hero.
—Léela tú.
—Por favor, Rabia, ¿serías tan amable de leer la carta? —la corrigió la niñera—. Si quieres que la lea, así es como se pide.
—Ah, vale. Por favor, Rabia, ¿serías tan amable de leerla?
La carta era de un abogado y en ella se comunicaba a Matilda que la Princesa le había dejado cinco mil libras. Si Rabia alguna vez había oído las palabras «Porque al que tiene se le dará más», en ese momento a buen seguro debió de parecerle adecuada y totalmente pertinente. Sin embargo, las palabras pertenecían al libro sagrado equivocado y ella puso todo su empeño en evitar cualquier sombra de resentimiento o de envidia.
—No sabía que era mi madrina —fue todo lo que Matilda dijo durante los siguientes cinco minutos. Y luego—: Lo sumaré al dinero que estoy ahorrando para escaparme. Probablemente ya me llega para empezar a hacer las maletas.
Rabia no dijo nada. No creía en los planes de huida y las posibilidades de que a Matilda le permitieran tocar una suma tan cuantiosa eran extremadamente remotas. Tomando a Thomas de la mano, se llevó a las niñas abajo a esperar al autobús del colegio. Hacía mucho menos frío. Otro día de un pálido cielo gris. El autobús pasó al mismo tiempo que el coche del señor Still. Hero gritó: «¡Papá, papá!», y cuando la pequeña echó a correr hacia su padre, a Rabia le maravilló ver, y no fue esa la primera vez, que los niños quieren por igual a los malos padres que a los buenos, tal es su necesidad de tener un padre.
El señor Still subió los escalones que llevaban a la puerta principal, tomando a regañadientes a Thomas de la mano, y después de que Rabia esperara a que las niñas subieran al autobús, le siguió. En cuanto abrió la puerta, le preguntó si había recibido la carta que por fin había echado al correo. El encogimiento de hombros y el movimiento de negación de su cabeza informaron a Rabia de que no la había recibido. Supuso que se habría perdido. Tendría que volver a escribirla, volver a redactar su renuncia. ¿Debía contarle lo del legado de la Princesa? Quizá.
—La Princesa le ha dejado un dinero a Matilda.
—¿Ah, sí? No sabía que conociera a Matilda.
—Era su madrina —dijo Rabia, aunque poco sabía lo que eso quería decir. En el cuarto de los niños, le mostró al señor Still la carta del abogado.
—Santo cielo —dijo, negando una vez más con la cabeza—. Ahora no puedo ocuparme de esto, tengo que recoger unos documentos importantes. —Lanzó una mirada somera a su hijo menor—. ¿Es un golpe lo que tiene en la frente?
Rabia no dijo que era allí donde su hermana Hero le había golpeado con el vaso de los cepillos de dientes. No había necesidad de sumar más problemas a los que ya existían. De todos modos, pronto se iría. Con Thomas sentado sobre su rodilla, vio por la ventana cómo el señor Still corría hasta el Audi con los brazos llenos de papeles. Al otro lado de la calle, el jardinero llamado Dex, que a veces pasaba por el vivero, también le miraba.
—Saldremos a dar un agradable paseo —le dijo a Thomas—. Iremos a ver a mi papá y saludaremos al señor Iqbal. ¿Quieres?
—¡Sí, sí, ahora! —gritó el niño, y Rabia se llevó el dedo a los labios y le sonrió.
La ceremonia de la unión civil transcurrió discretamente y el pequeño almuerzo fue un éxito. Al menos según lo que contó June. Vio salir a Damian y a Roland en el modelo común de taxi negro y regresar por la tarde en el Beemer de lord Studley, con Henry al volante. Fue una ocasión histórica en muchos sentidos, pues era la última vez que, en el futuro predecible, Henry conduciría un coche ajeno. Dos días más tarde, Huguette le daría un Prius como regalo de bodas. Cuando abrió la puerta del coche a su futura suegra, Henry disfrutó enormemente llamándola «señora», también por última vez. Había decidido que en el futuro la llamaría «mamá», porque copiar a Huguette y llamarla «mami» le pareció un poco excesivo.
Se avecinaban más cambios. Al añadir su parte de la herencia a los ahorros que ya tenía, Zinnia había descubierto que disponía del dinero suficiente para satisfacer una ambición que albergaba desde siempre: volver a Antigua y abrir un bar en alguna playa de moda. Había reservado vuelo para el sábado, provocando con ello la desolación de la mitad de los habitantes de Hexam Place, que a partir de entonces se quedaban sin limpiadora. Jimmy le dijo al doctor Jefferson que «no había de qué preocuparse» (su frase de nuevo cuño), porque él podía encargarse de la limpieza del número 3. También podía sustituir a Zinnia en el número 6, en el 7 y en el 8. Podía hacerlo ahora que se había instalado en el número 3 y estaba, literalmente, «allí mismo». Dijo eso en presencia del doctor Jefferson, que no hizo intento alguno por negarlo y que se limitó a sonreír resignadamente. Jimmy se había olvidado por completo del cuchillo desaparecido.
Montserrat estuvo de acuerdo con Ciaran en que se había obsesionado con Preston Still. Según le aseguró, no era que estuviera obsesionada de un modo sexual, porque de hecho ya ni siquiera le gustaba, sino que estaba desesperada por saber lo que había ocurrido entre la policía y él. ¿Le habría hablado la policía de su carta? ¿Habría adivinado Preston Still que la carta era de ella y así se lo había hecho saber a la policía? ¿Qué harían con él, si es que algo hacían? Apenas le veía. De vez en cuando, el Audi se detenía delante del número 7 y le veía subir apresuradamente los escalones que llevaban a la puerta principal. Nunca habló con ella, nunca parecía reparar en su presencia, aunque miraba en su dirección y el blanco de sus ojos daba buena prueba de que su rostro se sonrojaba.
Ciaran quería que Montserrat se fuera a vivir con él. Su compañero de piso había dejado la casa y él no echaba de menos el dinero del alquiler.
—O podríamos marcharnos a algún sitio que no sea gris ni húmedo.
—A España —dijo Montserrat, con Barcelona en mente—. Lo pensaré.
Pensar en ello requería reunir el valor necesario para hablar con Preston. Eso significaba ir a Medway Manor Court y enfrentarse a la posibilidad de que él le negara la entrada. Era una de esas cosas que había que hacer en cuanto se presentara la ocasión. Verle, acercarse a él y hablar. Pero nunca le veía. Si Preston iba al número 7 —Montserrat sabía por Rabia que lo hacía—, siempre era a primera hora de la mañana, cuando ella todavía dormía. ¿Cuántas mañanas tendría que levantarse antes de las siete y media para poder hablar con él?
Tampoco veía nunca a Lucy. Tres mujeres habían sustituido a Zinnia. Se llamaban «Las Limpiadoras Felices» y llegaban todas las mañanas, de ahí que se ocuparan de los desayunos de Lucy. Montserrat pasaba mucho tiempo con Rabia. Su curiosidad se vio espoleada cuando la niñera de los pequeños le preguntó si, cuando saliera esa mañana, podía echar al correo esa carta para Lucy. Montserrat pensó que sería más fácil entregársela directamente a su jefa, pero no le pareció apropiado decirlo ni preguntar qué era lo que contenía la carta, y aunque adoptó una expresión interrogante, la niñera se limitó a sonreír. El dinero que ganaba como au pair, que ya no le comportaba ningún esfuerzo, seguía llegando a su cuenta corriente.
Pero la tarde en que iba a echar la carta al correo, cuando subía las escaleras de la zona de servicio a la calle con el sobre en la mano, se encontró con Preston Still que bajaba de su coche. Tal y como había predicho, no lo pensó dos veces, y se encontraron cara a cara.
—Hola —dijo—. Cuánto tiempo.
Él respondió con voz glacial:
—¿Qué tal estás?
—Perfectamente. ¿Qué va a hacer contigo la policía? Si no me lo dices tú, iré personalmente a preguntárselo.
Montserrat pensó que de no haber estado en la calle y con aquel extraño jardinero observando cada uno de sus movimientos, él la habría golpeado.
—Nada —respondió él—. Naturalmente. ¿Cuántas veces tengo que insistirte en que fue un accidente?
—Deja que adivine. La policía estuvo en Gallowmill Hall y por mucho que buscaron no dieron con el cofre portaequipajes porque tú te lo habías llevado de allí y lo habías tirado a algún sitio. O quizá lo quemaste, o lo cortaste en pedazos.
—Pude explicárselo todo satisfactoriamente. Y ahora, si me disculpas, tengo prisa. —Le dio la espalda y subió los escalones que llevaban a la puerta de entrada. Montserrat se acercó al Dugong y se sentó en una de las sillas junto a la puerta. Preston Still pasó en el número 7 no más de cinco minutos antes de volver a bajar los escalones y subir de nuevo a su coche.
Hacía demasiado frío para quedarse allí fuera más tiempo. Hacía demasiado frío y no tenía ningún sentido. Montserrat entró al pub y pidió una copa de vino tinto, para variar. Quizá fuera su última vez en el pub. Ya era hora de marcharse y poner pies en polvorosa, por emplear una frase que tanto le gustaba a su padre. Lucy tendría que buscarse a otra au pair.
La primavera da sus primeras señales de vida en mitad de febrero. Era todavía demasiado pronto para los tulipanes y jacintos que Khalid Iqbal le había plantado a Thea en el número 7, pero los copos de nieve habían aparecido y desaparecido y los brotes violetas y amarillos habían empezado a salir. Los jardines delanteros en cuyos parterres centrales crecía un árbol o un arbusto, contenían un almendro tapizado de brotes, si no había florecido ya, y una mahonia amarilla con racimos de brotes entre sus espinosas hojas. Dex se percató, encantado, de todas esas cosas hermosas, lo cual supuso para él un alivio de esa cosa fea que a menudo contemplaba: el espíritu maligno. Estaba preparado para deshacerse de él en cuanto pudiera. La dificultad estribaba en que nunca estaba solo más de un minuto o dos, y nunca iba andando a ninguna parte.
Dex no tenía ninguna duda de que era un espíritu maligno, aunque había llegado a esa conclusión por sí mismo. Peach guardaba silencio. Dejaba mensajes, cariñosos y amables, pero nunca hablaba. Comprendía que le llevaría un buen tiempo destruir al espíritu maligno. Estaría vigilante y esperaría.
Gussie había aullado por la pérdida de la Princesa durante tres días, negándose a salir de paseo, aunque June había intentado sacarlo. Entonces, inesperadamente, el perro había dado por finalizado su duelo, había vuelto a comer y había mordido a la anciana cuando ella había intentado ponerle el abrigo. Con Thea fallecida y por tanto ausente, Henry convertido en un hombre casado y viviendo en una preciosa casita en Chelsea que les había alquilado su suegro a él y a Huguette, Zinnia describiendo en los correos electrónicos que enviaba desde Antigua el restaurante que había abierto y ella que había dejado atrás su condición de sirvienta, June desmanteló el Club de Hexam Place. Había sido una buena experiencia mientras había durado, aproximadamente unos siete meses, aunque ella se había dado cuenta de que mientras se había mostrado entusiasmada, los demás prácticamente no habían puesto de su parte. Debía, a partir de ahora, estar libre para concentrarse en su proyecto, esto es, redecorar el número 6 de arriba abajo e instalar una nueva calefacción. ¿Y por qué no iba a hacerlo si por fin tenía una casa en propiedad? Los vecinos le sugirieron que la vendiera y que se comprara un bonito y pequeño apartamento con una segunda habitación para cuando alguna amiga fuera a visitarla. Ella se estremeció. No tenía amigas. La que más se acercaba a esa categoría era Rocksana Castelli, y June comprendía que debía deshacerse de ella cuanto antes. Aunque eso significara incumplir el contrato de alquiler, nunca le había faltado valor.
Subió a la planta superior y volvió a sentir el dolor en los huesos al tiempo que ensayaba las palabras que utilizaría con Rocksana. Sin embargo, cuando al llegar al último escalón sintió que realmente le faltaba el aire, la ex novia de Rad salió de su cuarto.
—Ah, June, justo la persona a la que quería ver. Espero que no me odies por dejar la casa. Ya sé que tengo un contrato contigo, pero ¿serías un cielo y dejarías que me fuera? Es que he conocido a un hombre maravilloso y quiere que…
June no oyó lo demás. Estaba maravillada ante su propia suerte. No fue necesario hacer acopio de valor y quizá nunca lo sería. Dedicaría esa misma tarde a buscar un constructor. Pero primero atendería a la señorita Grieves. Al tiempo que aprendía que es mucho más fácil ser caritativos y generosos cuando somos ricos, estaba descubriendo que asistir a la anciana inquilina del sótano del número 8 no era sólo satisfactorio, sino muy placentero. Había llegado incluso a conseguir con la señorita Grieves lo que ningún otro residente de Hexam Place había logrado: averiguar su nombre de pila y llamarla por él sin provocar la ira de la anciana.
—Buenos días, Gertrude. —¡No era de extrañar que lo hubiera mantenido en secreto!—. Voy a pasar por Waitrose en un par de minutos y quería saber qué le apetece para cenar. —El apartamento estaba inmundo y olía asquerosamente—. Y creo que sería una buena idea pedirle a Las Limpiadoras Felices que pasen algún día de esta semana y le den un buen repaso al apartamento. ¿Qué le parece? —Realmente tenía que dejar de usar tanto el verbo «pasar» por doquier—. ¿Qué tal el miércoles por la mañana?
La señorita Grieves no discutió, pero dijo que le gustaría cenar curry.
—Buena idea. Quizá yo cene lo mismo. Y le traeré uno de esos cubos que cierran herméticamente para mantener alejado al zorro. Pasaré…, quiero decir: se lo traeré esta tarde.
«Un claro ejemplo de los tiempos que vivimos». Así lo definió Jimmy cuando el nuevo chófer de lord Studley resultó ser una mujer. Rosamund era su nombre. Probablemente tuviera también apellido, pero nadie sabía cuál era. Esa clase de apéndices parecían innecesarios en los tiempos que corrían, si no en el caso de los jefes, al menos sí en el de los miembros del servicio. Pobre de ella que la pillaran llamando Cliff a lord Studley. Una mujer muy atrevida, o así lo había podido comprobar Jimmy cuando, de regreso de una larga sesión en el Dugong, Rosamund se había dirigido al doctor Simon Jefferson con un simple «Si» sin recibir por ello ninguna reprimenda. Pero el pediatra estaba medio dormido delante de la televisión en ese momento y posiblemente no lo había oído.
Jimmy había visto con interés el ascenso de June a millonaria y a propietaria de una casa. ¡Y menuda casa! No una de esos adosados de una calle secundaria de Acton, convenientemente situado junto a una parada de autobús, que era sin duda lo máximo a lo que la anciana podía haber aspirado por sus propios esfuerzos, sino un palacio en uno de los barrios residenciales más elegantes del Reino Unido, si no del mundo entero. Desgraciadamente, Si Jefferson (como ahora le llamaba en secreto) no era, con mucho, más de diez años mayor que él. Pero Jimmy estaba progresando en su campaña, había ascendido desde aquel cuartucho del sótano para ocupar uno de los dormitorios principales de la primera planta y había convencido a Si de sus dotes culinarias de primera clase. Los dos hombres ya no sólo compartían cena, sino que cenaban juntos, y Jimmy se quedaba con él después viendo la televisión en el salón. Casi se había olvidado de Thea, a la que recordaba vagamente cuando veía a una mujer pelirroja.
Nadie intentó impedir que se marchara. Un sábado, el día que los primeros tulipanes florecieron en las jardineras de las ventanas que Thea había preparado para deleite de Damian y de Roland, Montserrat metió su ropa y su maquillaje —no tenía mucho más— en el maletero del volkswagen y puso pies en polvorosa, como bien lo expresaban Beacon y su padre, de Hexam Place para siempre. Rabia bajó a despedirse de ella, pero, aparte de meterle cien libras en un sobre y pasárselo por debajo de la puerta, Lucy no reparó en su marcha. Montserrat había renunciado a su puesto dejando un mensaje en el buzón de voz de su jefa.
—Espero que seas muy feliz —dijo Rabia como si Montserrat fuera a casarse.
—¿No debería ser yo quien te dijera eso?
—Puede ser. —La niñera se rio—. Lo daremos por dicho.
Cuando Montserrat ni tan siquiera se había alejado más allá del cruce con Lower Sloane Street, se acordó de que había olvidado la fragancia y la crema corporal Jo Malone en un cajón del cuarto de baño. Ciaran se las había regalado junto con el perfume Red Roses el día de San Valentín y sin duda se daría cuenta si dejaba de utilizarlas. Había aparcado el coche delante del número 7 una vez más y estaba ya en el escalón superior de las escaleras de servicio cuando se volvió al oír la risa de una voz que le resultó familiar. Preston y Lucy bajaban los escalones desde la puerta principal, y él la agarraba de la mano como si estuviera decidido a no soltarla. Ella tenía una expresión decidida y la boca tensa. Parecía más delgada que nunca.
Montserrat le oyó decir:
—Saldré a correr todas las mañanas, cariño. Si es así cómo mantienes la línea, yo debo hacer lo mismo.
Y Lucy dijo:
—Eso no ocurrirá jamás.
Así que volvían a estar juntos. Montserrat no estaba del todo sorprendida. No habría podido aguantarle durante esos cuatro años que había planeado. Lucy podía quedárselo enterito, aunque ella parecía vivirlo como una penitencia.