La Princesa nunca recuperó la conciencia. A pesar de que a June le parecía que tenía poco sentido ir a verla, dado que su jefa en ningún caso sabría si había alguien allí con ella, Rocksana opinaba lo contrario.
—Ellos saben que estamos aquí —le dijo a Zinnia—, aunque no puedan oír ni hablar.
Rocksana iba al hospital a diario y se sentaba junto a la cama de la Princesa. June se inquietó. Registró el botiquín que la Princesa tenía en el baño y le pareció recordar haber visto un frasco de somníferos que llevaba allí al menos veinte años, pero no dio con él. El registro del piso de Rocksana no reveló ni las píldoras ni el frasco, pero June lo atribuyó a la astucia de la joven. Tres días después de su ingreso en el hospital, la Princesa sufrió un segundo infarto y murió. Rocksana lloró amargamente. June se puso el visón de la Princesa y un sombrero de piel de calidad inferior, porque seguía haciendo mucho frío, y se dirigió al número 3.
Requirió mucha entereza actuar así. Sólo la certeza de que quizás había una fortuna en juego la mantuvo firme en su propósito. El doctor Jefferson era médico, vivía en la misma calle, era famoso por su amabilidad y un hombre de trato exquisito. A ella se le secó la boca cuando llamó a la puerta. El Lexus de color mantequilla estaba aparcado junto a la acera, por lo tanto no había modo de escapar. El doctor estaba en casa.
Jimmy también estaba allí. Fue él quien salió a abrir. No le preguntó exactamente qué quería, aunque casi.
—Ah, hola, June. ¿Qué te trae por aquí?
—Eso es sólo asunto del doctor Jefferson —respondió ella con un tono muy terso, aunque ronco.
—Parece que has pillado un buen resfriado. Quizá no deberías haber salido.
June no respondió. Era la primera vez que entraba en la casa. Por la puerta entreabierta del salón vio que el lugar estaba elegantemente amueblado, y sin el menor deseo de que Jimmy le mostrara el camino, entró al salón y tomó asiento en la clase de silla que calificó de francesa, con las patas y los brazos dorados, curvos y tapizados en seda roja. La decisión de sentarse no fue solamente un gesto de desafío dirigido a Jimmy, sino también porque temía que le fallaran las piernas debido a los nervios.
El doctor Jefferson la tuvo esperando apenas un par de minutos. Mostraba una expresión de condolencia y una amable semisonrisa. Dijo:
—Lamento mucho lo de la Princesa. Debe de estar usted profundamente afectada.
—Sí, bueno… sí, naturalmente. Llevábamos juntas sesenta años.
—Caramba, caramba, eso es mucho tiempo. ¿Qué puedo hacer por usted?
June lo soltó sin más preámbulos. De no haber sido así, no lo habría dicho.
—Quiero saber si podemos practicarle una autopsia.
—¿Una autopsia? ¿Y por qué iba a querer usted algo así?
Siempre remisa a caer en el drama en situaciones difíciles, June dijo:
—Sospecho que se ha cometido un crimen.
—No pienso permitir que hable así —dijo el doctor Jefferson con una voz glacial.
Desde el otro lado de la puerta entreabierta, Jimmy oyó a June hablar del frasco de pastillas, de la buena salud de la Princesa hasta el minuto en que la habían encontrado en el suelo, la llegada de Rocksana al número 6 y cómo «había ido granjeándose con sus malas artes el afecto de la Princesa».
—Creo que la convenció para que cambiara su testamento. ¿A santo de qué si no la visita del señor Brookmeadow a tomar el té? Y seguro que la Princesa lo cambió en favor de la señorita Castelli. Ya lo verá.
A pesar de que June no había terminado de hablar, le falló la voz y se tapó la boca con la mano izquierda, pues la expresión del doctor Jefferson había cambiado. Poco a poco su rostro había ido transformándose visiblemente, hasta convertirse de pronto en el de otra persona. No era ya el hombre afable y simpático, favorito de las madres del hospital de Great Ormond Street y al que sus hijos parecían preferir incluso a sus propios padres, sino sólo el juez, severo e inflexible. Dos arrugas paralelas y profundas hicieron su aparición y frunció los finos labios hacia fuera. Jimmy, que podía oír la conversación, pero que no podía verles por la puerta entreabierta, espero con deleite el estallido. No llegó.
El doctor Jefferson habló en voz muy baja.
—Lo mejor será darle el beneficio de la duda, June. Ha perdido a su jefa y también a su mejor amiga y es evidente que no está usted bien. Como médico, le sugiero que vuelva a casa y se acueste, descanse y que nos olvidemos de todo este sinsentido.
Con eso, la mitad inaudible, Jimmy tuvo que darse por satisfecho. Apareció en el momento apropiado para acompañar a June a la puerta, diciéndole mientras la veía alejarse titubeante por el sendero:
—¿No te había dicho que no salieras con ese resfriado?
En la cocina, Dex esperaba pacientemente el regreso de Jimmy, que debía darle su dinero. El chófer se había guardado distraídamente el sobre en el bolsillo. Lo sacó y se lo dio, claramente aliviado al ver que cuando Dex le daba las gracias no esbozaba también una de sus escalofriantes sonrisas. Tras poner especial cuidado en cerrar con llave la puerta trasera antes de llevar al doctor Jefferson a Great Ormond Street, Jimmy estaba de regreso un cuarto de hora después. Aunque era demasiado pronto para almorzar, le apetecía un tentempié. El taco de madera para cuchillos tenía seis ranuras y el del pan ocupaba la superior izquierda. La ranura de la derecha, que normalmente estaba ocupada por un cuchillo para la fruta más pequeño y afilado, estaba vacía. «Qué raro», pensó Jimmy, aunque no se le antojó un detalle especialmente siniestro. Debían de estar afectándole todas esas apariciones en la televisión de la mujer que había encontrado en su bolso el cuchillo con el que habían matado a Thea. No podía ser que el que faltaba fuera ése, ¿verdad? No, porque estaba seguro de que esa ranura había estado ocupada el día anterior.
Empezó a cortar el pan, untándolo con mantequilla y cubriéndolo con una gruesa loncha de queso cheddar. En cuanto empezó a comer se olvidó del tema del cuchillo y se concentró en echar de menos a Thea.
Rabia, que hasta la fecha había ido posponiendo su renuncia un día tras otro, decidió que había llegado el momento de no seguir prorrogando más la escritura de esa carta. Era el señor Still el que la había entrevistado y quien la había contratado, pero él se había marchado y al parecer Lucy era ahora su única jefa. Aunque seguía sin estar segura de ello, no le cabía duda de que era a ella a quien debía comunicarle su marcha. El señor Still ya no vivía en casa y Rabia no sabía cómo averiguar dónde residía ahora. Naturalmente, Lucy debía de saberlo, pero también querría saber por qué lo preguntaba. Montserrat quizá lo supiera. Rabia se resistía a preguntárselo. De ahí que hubiera ido posponiendo su decisión un día tras otro.
Sabía que había otro motivo para ese aplazamiento. Mientras no le dijera a nadie de la familia Still que había decidido dejar su puesto, seguía siendo la niñera de Thomas y seguía por tanto tan próxima al pequeño como siempre. En secreto, íntimamente, podía seguir repitiéndose lo que sabía cierto, a saber, que era la preferida de Thomas y que no había nadie en el mundo a quien el niño quisiera como a ella. En cuanto se fuera, en cuanto anunciara su marcha, eso dejaría de ser cierto. Tendría que terminar, por el bien de Thomas. El pequeño no debía de entristecerse por su marcha. De ser posible, Rabia debía evitar en lo posible turbarle con su decisión de dejar su puesto. Para su propia sorpresa, cuando puso en palabras sus cavilaciones —sólo para sus adentros y en silencio—, se echó a llorar. Estaba convencida de que las lágrimas que había vertido por Nasreen eran las últimas que jamás derramaría. Y así había sido hasta entonces.
Lloraba por un niño que no había muerto, y que probablemente no moriría hasta convertirse en un hombre muy, muy viejo, y que no era suyo. Tenía que perderlo, no había modo de evitarlo. Tenía que perderlo, casarse con Khalid y quizá tener hijos propios. Tras enjugarse las lágrimas, sacó del cajón del tocador de su habitación el bloc de papel de carta que había comprado especialmente para ese propósito y el sobre con el sello de primera clase ya pegado, y se puso a escribir su carta de renuncia a Lucy. Le llevó un buen rato. Los tres niños dormían. Escribió una versión tras otra hasta quedar satisfecha del resultado.
Con la carta metida en el sobre, aunque destinada a permanecer varios días sobre su tocador antes de que se la entregara a Lucy, Rabia entró a la habitación de Thomas y se sentó un buen rato junto a la cama del pequeño, mirándole dormir.
También June lloraba. No era de extrañar, se decía entre sollozos, que llorara por la Princesa, que no sólo había sido su jefa durante tantos años, sino también su amiga más querida. Habían sido inseparables, confidentes, y se habían conocido al milímetro. Gussie también lloraba o aullaba, recorriendo la casa en busca de su dueña fallecida, aunque en vida la Princesa rara vez había pisado las habitaciones de la casa que no fueran su dormitorio y la salita de la televisión. El perro buscaba, deambulaba y aullaba, y no encontraba demasiado consuelo cuando June lo abrazaba y le decía:
—También yo estoy desolada.
Pero no era cierto. June reconoció para sus adentros un día después que no lloraba la pérdida de la Princesa, sino que lloraba porque el doctor Jefferson la había regañado. Si la reprimenda hubiera llegado de alguien famoso por su grosería y mal genio, no le habría dado importancia, pero de un hombre que era famoso por su templanza y por esa relajada afabilidad que mostraba con todo el mundo, eso era difícil de tragar. Y por eso lloraba. Su único consuelo lo encontraba en la compasión que le demostraban sus vecinos que, pasando a verla para expresar sus condolencias, reconocían un sincero pesar en sus ojos hinchados y en sus mejillas manchadas por las lágrimas.