25

Aunque lejos de pretender parecer crueles, Damian y Roland dijeron en presencia de Zinnia que, por estremecedor que fuera, el asesinato de Thea no iba a marcar una gran diferencia en su modo de vida. Incluso podría llegar a beneficiarles, porque podrían pedir por el piso de arriba un alquiler más elevado. Zinnia oyó la llamada que Roland hizo a la agente de la inmobiliaria, y si bien no llegó a adivinar del todo las respuestas de la mujer, sí pudo apreciar la decepción en la voz de él. Obviamente, se había hecho demasiadas expectativas creyendo que podría pedir mil libras a la semana por el piso, y eso había sido antes de que la agente lo viera. En cuanto a la contribución de Thea a sus disposiciones domésticas, todo parecía indicar que habían subestimado sus funciones. Zinnia podría haberles dicho, aunque optó por no hacerlo, que Thea había sido secretaria, ama de llaves, jardinera y de vez en cuando la encargada de catering, todo en uno, sin haber percibido a cambio dinero ni un simple «gracias». Y ya podían olvidarse de que ella, Zinnia, cubriera su ausencia, aunque estaba dispuesta a hacerlo si le pagaban.

No se había mencionado nada de esa suerte. Damian y Roland no dejaban de gruñir, quejándose de que se había acabado el jabón, las bolsas de basura y las bombillas, de que las plantas de la casa se morían por falta de riego y de que de pronto se veían obligados a servirse ellos mismos las bebidas y ocuparse de la compra. ¿Quién se encargaría ahora del catering para la fiesta de su unión civil?

Zinnia le dijo a June que casi se había muerto de la risa cuando había oído a Damian al teléfono hablando con su madre y preguntarle tímidamente si ella y su tía, que a veces cocinaban para las cenas de Belgravia, podían preparar un almuerzo para ciento diecinueve personas en el número 8 de Hexam Place el 27 de enero. La llamada resultó incluso más divertida que la que había hecho a la agente de la inmobiliaria, y Zinnia se la contó al detalle, sin ahorrarse el «¡Carajo, Damian!» de la madre de él, que pudo oírse en toda la casa, por no decir en toda Hexam Place.

—Yo sabía lo que ocurriría —le dijo a June—, y no me equivocaba. Han tenido que mandar tarjetas a todos los invitados, disculpándose y diciéndoles que la boda se ha cancelado. Por supuesto, eso no es cierto. Simplemente va a ser una ceremonia muy tranquila y ellos dos van a almorzar en el Ivy con sus madres, Lucy Still y lord y lady Studley.

—Y con Martin Gifford, ese amigo suyo no gay —dijo la anciana—, para que no haya demasiadas mujeres.

La población volvió más o menos a la normalidad el primer martes de enero. Era el cumpleaños de Jimmy, una triste ocasión. Si Thea no se hubiera enfrentado a tan triste destino, habrían salido a cenar y a celebrarlo, y habrían hablado de los planes de boda. O al menos eso era lo que él se decía con lágrimas en los ojos mientras abría la puerta trasera del Lexus al doctor Jefferson. Al pediatra eso le llegó al corazón. Descubrió que era el cumpleaños de su chófer, y tras decirle que esperara «un segundo» mientras él volvía a la casa, reapareció con un sobre en el que Jimmy encontró más tarde un cheque por valor de doscientas libras.

Era el primer día de trabajo de Dex después de las vacaciones. Llegó a las nueve y media, cargando su gran bolsa de tela con la paleta puntiaguda, la horca de mano, las tijeras de podar y las de jardín, justo en el momento en que Jimmy regresaba del hospital de Great Ormond Street. El chófer apenas le saludó y entró apresuradamente, diciéndose que hacía demasiado frío y que el viento era demasiado cortante como para quedarse allí fuera más tiempo del estrictamente necesario.

Dex estaba habituado al frío. Cuando era niño, su madre a menudo le encerraba en el retrete exterior, a veces durante horas, aunque sólo en invierno. No tenía sentido hacerlo en verano. La mujer consiguió que uno de los padrastros de Dex pusiera un pestillo por fuera especialmente para ese propósito. De modo que el frío no le afectaba cuando llevaba un buen abrigo y los guantes elásticos que encontraba por una libra en el mercado. El suelo estaba libre de escarcha, aunque quizá, si las imágenes que había visto en la televisión en las que esas bolitas blancas revoloteaban sobre el gris y el verde eran ciertas, dejaría de serlo al cabo de unas cuantas mañanas. La escarcha primero y después la nieve habían evitado gran parte de la poda que habría hecho a principios de diciembre. Empezó podando el lilo y el Philadelphus, acordándose de tener especial cuidado con este último. Ese año no saldría ninguna flor de las ramas podadas. Metió la madera cortada en una bolsa de plástico. Habría preferido poder utilizar los contenedores verdes, cuyo contenido podía reciclarse, pero a causa de los recortes el ayuntamiento de Westminster había dejado de repartirlos. En aras de la pulcritud, cortó en pequeños trozos muy pequeños las ramas y las ramitas.

Cuando había empezado ya con el cornejo, empezó a sonarle el móvil. Eso no ocurría muy a menudo, y cuando lo hacía, Dex siempre esperaba que fuera Peach. Una o dos veces desde Navidad así había sido, aunque no para hablar con él. Habían sido sólo mensajes de texto que según entendió le decían cosas buenas sobre el teléfono, cosas que le ayudarían a ahorrar dinero. Esa llamada no era de Peach, sino de la señora Neville-Smith. Le preguntaba si pasaría por la casa de al lado para recoger su dinero por haber barrido el sendero y la acera y si de paso, ya puestos, podía también podar el seto. Dex siempre respondía que sí. Si bien es cierto que sentía un gran aprecio por el doctor Jefferson, la señora Neville-Smith no despertaba en él ninguna simpatía. Y no porque no fuera amable con él, sino por su nombre. Su segundo o tercer padrastro, el que había instalado el pestillo en la puerta del retrete, se llamaba Smith, Brad Smith. Él había sido el primer espíritu maligno que Dex había conocido. No sabía entonces que su misión en la vida era destruir espíritus malignos, de ahí que Brad Smith siguiera todavía en el mundo, haciendo maldades. Le había dicho que sí a la señora Neville-Smith por el dinero.

Trabajó hasta que el reloj de la carátula del móvil marcó las once y media y llamó a la puerta trasera para decirle a Jimmy que había terminado y pedirle su dinero. A veces se preguntaba cómo Jimmy, que no era más que un simple chófer y un asalariado como él, se las ingeniaba para vivir en casa del doctor Jefferson, comer allí, ver allí la televisión y dormir en una de las camas de la casa, aunque jamás lo preguntaba. De vez en cuando, en el pasado, Jimmy le había preparado una taza de té o, en maravillosas ocasiones, un tazón de chocolate cuando también se había preparado uno para él. No ocurrió nada de esa suerte esa mañana.

Jimmy le dio el dinero.

—El doctor Jefferson te llamará cuando vuelva a necesitarte.

—Dijo que el jueves.

—¿Seguro? Se lo preguntaré para confirmarlo. No cuentes con ello hasta tener noticias mías.

Eso estaba quizá calculado para que Dex se preguntara de dónde sacaría la siguiente libra. Se llevó sus herramientas a casa de los Neville-Smith. Jimmy se sentó delante del televisor y apoyó los pies en la mesita del café. Había cosas que hacer, volver a su apartamento, comprobar que todo estuviera en orden, darle un buen repaso, limpiar y darle lustre al Lexus, ocuparse del papeleo que el doctor Jefferson le había dejado, renovar el comprobante de pago del impuesto de circulación, comprobar que el aparcamiento de residente no estuviera a punto de expirar. Pero no en el día de su cumpleaños, y menos aún con la tristeza que le embargaba. Estaba desconsolado, era prácticamente viudo y necesitaba cuidar de sí mismo al menos hasta el cabo de la semana y quizás incluso hasta el lunes. Por supuesto, tenía que ir a recoger al doctor Jefferson a Great Ormond Street, pero aparte de eso, iba a ser un día de descanso. Con el mando del televisor en la mano, cambió de canal, puso el concurso de preguntas y respuestas del mediodía de los martes y se reclinó contra los cojines.

Sin llegar exactamente a lamentar la carta anónima —la primera que había escrito a alguien en los últimos cinco años—, el asunto tenía nerviosa a Montserrat. Actualmente, podía saberse prácticamente todo. Ella era vagamente consciente de que, aunque no siempre había sido así, las cosas eran distintas. De dónde era alguien o algo, dónde vivía alguien, quién había tocado algo, si había subido a un tren o a un autobús…, la lista era infinita. ¿Quería eso decir que la policía sabía quién había enviado la carta? ¿No habrían aparecido ya y la habrían arrestado de haberlo sabido?

—Deja de preocuparte —dijo Ciaran—. ¿Qué pueden hacerte? Tenemos a noventa mil personas en prisión y las cárceles están a rebosar. Despierta, Montsy.

Montserrat no quería ver a Preston Still ni tampoco telefonearle. La policía podía haberle intervenido el teléfono, y en cuanto oyeran su voz sabrían que era la autora de la carta anónima. Quizá Preston estuviera todavía en comisaría, o quizás habían dejado que volviera a Medway Manor Court. En cualquier caso, si tomaban nota de su carta como deberían haberlo hecho, Preston jamás volvería allí.

Lucy había llegado a casa en un coche de alquiler. Zinnia le había dicho a Montserrat que Beacon se había negado a llevarla debido a su vida inmoral, pero la au pair se preguntó si no sería en realidad que Preston se lo tenía prohibido. No había salido nada en los periódicos sobre él. Aunque a ella le asustaba mirar, fue Ciaran quien se lo dijo. ¿Seguro que le habían interrogado? ¿Seguro que tenían una orden para registrar Gallowmill Hall y el cuarto de las maletas? Montserrat no había mencionado el cambio de rueda del coche, porque si hubiera nombrado su coche eso les habría conducido directamente a ella. Tampoco había escrito una sola palabra sobre el agente del RAC. Pero bastaría con el cofre portaequipajes, ¿o quizá no? Los cabellos de Rad Sothern que contenía, su ADN, todos esos restos que hoy en día eran de gran ayuda a la hora de llevar a los criminales como Preston ante la justicia. La policía conseguiría una orden de registro. A buen seguro debían de haberlo hecho ya, aunque ¿con qué resultado? Montserrat lamentó estar tan asustada como para preguntar.

El número 6 de Hexam Place era propiedad de la Princesa, no de June. Durante la mayoría de sus altercados, la Princesa aprovechaba la ocasión para mencionarlo.

—Deberías recordar que esta casa me pertenece —decía. O—: La señora de la casa soy yo.

No había peligro alguno de que June lo olvidara, pues, a menudo, cuando la Princesa dormía, abría el cajón superior del buró del salón y leía el testamento de la mujer o la copia del mismo, ya que el original estaba en el despacho del señor Brookmeadow, en Northumberland Avenue. El testamento, del que eran testigos Damian Philemon y Zinnie Saint Charles, legaba «todo lo que poseo» a June Eileen Caldwell, y estaba firmado por Susan Geraldine Angelotti, conocida como Habsburgo, y fechado en «este 14 de octubre de 1999».

June lo había visto en muchas ocasiones, pero jamás se le había «permitido» verlo. La Princesa debía de haber embaucado a Damian y Zinnia (dispar pareja donde las hubiera) mientras ella, June, sacaba al predecesor de Gussie a dar uno de sus largos paseos tan necesarios para un labrador por el parque. Era Zinnia quien le había informado de la existencia del testamento o, mejor, de que aquélla era la última actualización testamentaria. Y ahora, una noche de la primera semana de enero en que la Princesa se había acostado temprano, June volvía a revisar el testamento. Era el último de varios testamentos redactados en el curso del los años, cada uno de los cuales la convertía en única heredera. Durante todos los años que la Princesa y ella llevaban juntas, salvo un par de amantes para cada una de las dos, alguna amiga ocasional y un familiar italiano que había intentado gorronear de ella, no había habido serios contendientes que pudieran convertirse en beneficiarios. Las cosas, sin embargo, parecían haber cambiado.

Horas antes, a su regreso del paseo con Gussie, June se había encontrado a Rocksana acomodando a la Princesa en su silla de ruedas, preparándola para llevarla de excursión a Harrods. June no había dicho nada, pero más tarde, cuando la Princesa se había retirado a su habitación y ella había ido a llevarle una bandeja con una taza de chocolate y un pequeño whisky irlandés, se había encontrado a Rocksana sentada en la cama con su mano en la de la Princesa. Había sido esa visión la que la había llevado a revisar el testamento. Rocksana había dicho primero que se iría a casa —dondequiera que a esas alturas tuviera su casa— después de Navidad y después que lo haría una vez pasado el Año Nuevo, pero acababan de pasar la Noche de Reyes (según Roland) y allí seguía.

La indignación de June nada tenía que ver con la simpatía que pudiera o no sentir hacia Rocksana. De hecho, lo que sentía por ella era simple indiferencia. Sin embargo, la joven —modelo, actriz, o lo que fuera— no era nada de la Princesa. Aunque no eran familia, Rocksana sí mantenía cierto vínculo familiar con June, o casi. Y es que hoy en día, estar prometida significaba prácticamente estar casada. Si el pobre Rad hubiera vivido, probablemente a esas alturas Rocksana y él ya se habrían casado y ella, June, habría sido la tía abuela política de la joven. Al día siguiente Zinnie le dijo que cuando había subido a la segunda planta para «pasar un poco el plumero» había encontrado allí a Rocksana con una cinta métrica.

—Francamente —dijo June—, me sorprende que sepa lo que es una cinta métrica.

—Es increíble lo que sabe la gente cuando es un botín lo que está en juego.

—Cierto.

June estaba anotando las actas de la última reunión del club y preparando el orden del día para la siguiente. Parte de la reunión debería dedicarse a rendir homenaje a Thea. Invitarían a hablar a Jimmy, aunque quizá no estuviera con ánimo. Quizá Beacon fuera una elección más acertada, siempre que no le diera por abusar de la religión. La interrumpió Rocksana, que quería saber si le importaba que sacara ella de paseo a Gussie. Había sido idea de la Princesa (o eso era lo que decía la chica, pensó la anciana), y ella, Rocksana, estaría encantada de aligerar el peso con el que cargaba June.

Ésta se alertó dos días más tarde, cuando la Princesa le pidió si podía dar al perro un paseo más largo que de costumbre y le recordó que el veterinario había dicho que no podía seguir engordando. El señor Brookmeadow iría a tomar el té. No, nada importante, sólo que tenía que hacer algo en presencia de un notario público, y la señora Neville-Smith estaría también presente. ¿Le apetecía algo especial para el té? Rocksana se encargaba de eso e iría a comprar una tarta a la Pâtisserie Valerie. June estaba convencida de que iban a redactar un nuevo testamento, y en favor de Rocksana. Se alegró a la mañana siguiente cuando, aunque la joven le dijo que se mudaba a los dos pisos superiores, la Princesa le exigió un contrato de alquiler de breve duración, renovable a los seis meses.

La asistencia a la reunión del club fue numerosa. Beacon, que ese día no trabajaba, fue especialmente al Dugong, felicitó a Jimmy por la excelencia del pato y pronunció un conmovedor discurso sobre las grandes cualidades de Thea. Al parecer, la mujer le había confesado que deseaba casarse por la iglesia, y le había pedido que la acompañara al altar. Jimmy lloró un poco y le invitó a un Drambuie. Era raro que Beacon bebiera alcohol y todos vieron en ello un buen augurio. Dex volvió a ocupar su mesa del rincón, desde donde no dejaba de escuchar su móvil y mirar los mensajes que aparecían en pantalla. Jimmy, que estaba convirtiendo la reunión en un velatorio, le compró una Guinness, aunque luego diría que la sonrisa de Dex cuando le había dado las gracias «helaba la sangre en las venas».

Para entonces el chico ya se había ido. La reunión le había desconcertado. Al parecer, el punto central de la misma era una mujer que había muerto, aunque no sabía quién era, dónde había ocurrido la muerte ni por qué estaban todos tan preocupados. Lo que él sabía con certeza era que todos eran personas, y no espíritus malignos. La Guinness había sido un detalle y él había forzado una sonrisa de agradecimiento al recibir la invitación, pero la sonrisa no era algo habitual en Dex, pues tenía pocas ocasiones de ponerla en práctica. A veces sonreía cuando una de las plantas que cultivaba sacaba una flor y la flor era de un color o forma hermosos, pero eso tan sólo podía ocurrir en verano, y jamás durante esa glacial estación del año. Enero y febrero eran los meses en que más vivo tenía el recuerdo de haber sido encerrado en aquel frío lugar con la puerta cerrada con pestillo.

De camino a casa se compró una lata de sardinas y una bolsa de patatas fritas para la cena. Hacía frío en su habitación, y aunque no podía permitírselo, encendió el calefactor eléctrico. La anciana que vivía en el piso de abajo disponía de algo llamado «ayuda para combustible invernal», doscientas libras. Dex no entendía por qué a él no se la concedían, pero cuando preguntó le dijeron que era demasiado joven, y eso tampoco lo entendió. ¿Por qué era mejor ser viejo que joven? Encendió el televisor. La mujer que había encontrado su cuchillo en su bolso volvía a hablar y luego un policía comentó que estaban sometiendo su cuchillo a algunas pruebas. Con aquel pelo negro y el abrigo acolchado, la mujer le recordó al espíritu maligno que había destruido, aunque como se había librado ya de ella, no estaba asustado ni enfadado.

Su móvil dejó escapar un pequeño sonido justo cuando se preparaba para acostarse: dos pequeñas notas musicales y luego otra. Echó una mirada a la pantalla y, con creciente entusiasmo, vio que acababa de entrarle un mensaje de Peach.

«En muestra de nuestro agradecimiento por ser cliente de Peach», leyó, «nos complace regalarle diez llamadas gratuitas».

Dex estuvo encantado, no tanto por el ahorro que eso suponía, sino por el mimo que demostraba hacia él. En su mundo eran muy pocos los que le habían mostrado cariño. Quizás el doctor Mettage, y el doctor Jefferson había sido bueno con él. Sin embargo, sí sentía que a Peach le importaba. A fin de cuentas, él no había pedido esos mensajes ni esa amabilidad. Simplemente era algo que había llegado, precedida por la pequeña melodía. Peach le quería.

Joe Chou ayudó a Rocksana a mudarse y se quedó a pasar la noche, aunque al parecer no tenía intención de vivir allí con ella.

—En cualquier caso, la Princesa no lo consentiría —dijo June. Aunque su jefa jamás se había pronunciado sobre ningún asunto de corte moral, no estaba de más dejar claras las normas a la nueva inquilina, formuladas por ella misma—. A menos, claro está, que el alquiler se vea incrementado en un cincuenta por ciento —añadió.

—Joe acaba de encontrar piso encima del restaurante. No tiene intención de dejarlo.

June se levantó a las dos de la madrugada para revisar el testamento. La Princesa llevaba cinco horas en la cama y Rocksana quizás una. Había subido a hurtadillas al piso superior cada cuarto de hora con la esperanza de que la rendija de luz que salía por debajo de la puerta del dormitorio de Rocksana se hubiera apagado. En tres ocasiones había hecho ese viaje, arrastrando tras de sí su brazo derecho enrocado hasta que por fin sus ojos encontraron tan sólo oscuridad. Eran casi las tres cuando entró al salón y buscó el testamento. Si bien esperaba encontrar en el cajón el testamento antiguo o el nuevo, no halló en él testamento alguno. Era imposible saber si se había redactado uno nuevo. Probablemente así era, y el señor Brookmeadow se lo había llevado para sacar una copia. Posiblemente no tardaría en devolver una. Aunque quizá no hubieran sustituido el anterior, June siguiera siendo la beneficiaria y el señor Brookmeadow hubiera sugerido que no tenía sentido conservarlo en el número 6 de Hexam Place cuando estaría más seguro con su compañero en la caja fuerte de Northumberland Avenue. Cómo saberlo.

Si había un nuevo testamento, la señora Neville-Smith debía de haber sido una de las testigos. Pero ¿quién podría haber sido el otro? Zinnia no, desde luego. Se había marchado hacía un buen rato y debía de estar en el número 4 limpiando para Sohrab y Lambda cuando el señor Brookmeadow había llegado. Existía, por supuesto, una tercera posibilidad. Bien podía ser que se hubiera redactado un nuevo testamento en el que June no era ya la única heredera, sino que incluía a Rocksana e incluso a la propia Zinnia como beneficiarias adicionales. Humillada por el estrés y la ansiedad, la anciana llegó a la conclusión de que eso tampoco le parecía tan mal, de que no era del todo contraria a la idea de compartir. Podría soportarlo. Ya mucho más resignada, volvió a acostarse.

A pesar de su condición de pediatra, y de que por lo tanto el noventa y nueve por ciento de sus pacientes eran menores de diez años, la mayoría de residentes de Hexam Place llamaban al doctor Jefferson cuando necesitaban atención. Vivía en la misma calle, era médico y todos estaban de acuerdo en que era un hombre muy amable. Antes de separarse de su esposa, Preston Still a menudo llamaba a su puerta (o mandaba a alguien que lo hiciera) cuando alguno de sus hijos tenía fiebre o algún sarpullido; Damian Philemon le telefoneaban cuando a Roland o a él les dolía la garganta, y Bibi Lambda le pedía una nueva receta para sus anticonceptivos. Hasta el propio Simon Jefferson, el más apacible de los hombres, le había comentado a Jimmy que ya era un poco demasiado.

Nunca decía que no, y no se le habría ocurrido hacerlo cuando June se presentó en la puerta de su casa y le dijo que había encontrado a la Princesa inconsciente en el suelo del cuarto de baño. El doctor Jefferson la acompañó de vuelta al número 6, donde Rocksana le dijo, para sorpresa general, que había intentando administrarle la prueba de diagnóstico familiar para comprobar si lo que había sufrido era un infarto, además de examinar la cara de la Princesa para ver si la tenía distorsionada e intentar que levantara un brazo y que hablara, todo ello en vano.

—Será mejor que llamen a una ambulancia. Parece un infarto, en cuyo caso el tiempo es esencial.