El año anterior, Dex había pasado el día de Navidad en el salón parroquial cerca de Chelsea Creek. La gente que iba allí a cenar recibía los cuidados de un grupo de jóvenes voluntarias que atendían las mesas y les servían la comida. La trabajadora social que de vez en cuando le visitaba le dijo que ese año sería igual, y así fue. Aunque no todos eran indigentes, había algunos que, como él, vivían solos en una habitación, sin esposa ni hijos. Los hombres superaban en número a las mujeres en una relación 3:1. Primero tomaron una taza de té, luego vieron la televisión y a las doce y media les servían la comida de Navidad en una larga mesa cubierta con papel rojo. Había pavo con guarnición y salchichas, patatas asadas y repollo, todo ello seguido del budín de Navidad y crema. Una de las mujeres dijo que la guarnición venía en un paquete y la crema en una lata. A Dex no le importó. Fue la mejor comida que había probado en todo el año. Una buena jarra de Guinness la habría convertido en la ocasión perfecta, pero no la había, por supuesto que no la había, aunque a decir verdad, no le importó demasiado.
Después del almuerzo, durmió un rato en un sillón de brazos de madera y un cojín con un Mickey Mouse estampado porque todos los demás dormían. Se despertaron para ver a la reina y luego se marchó a casa. En su habitación faltaba el aire y olía a ropa sucia y a bolas de alcanfor. Encendió el televisor y se sentó delante a ver una mujer que contaba que había encontrado su cuchillo en el bolso en un boletín de noticias de cinco minutos. En ese momento, Dex lamentó haberlo metido allí. Había hecho una buena obra con él, convirtiendo el mundo en un lugar mejor. ¿Y si tenía que volver a destruir un espíritu maligno? Robar estaba mal, bien que lo sabía, pero por una vez quizá tendría que saltarse esa regla y coger un cuchillo de la cocina del doctor Jefferson si Peach volvía a necesitarle.
A pesar de la muerte de Thea y de las esporádicas visitas de la policía a Hexam Place, las pequeñas velas colocadas en las ventanas de los salones siguieron ardiendo. Hasta Damian y Roland, que habían dejado que las suyas se apagaran antes de marcharse a casa de Roland el viernes por la tarde —por respeto a Thea, o eso es lo que decía la gente caritativa—, volvieron a prenderlas al volver la noche de Navidad. Tras disculparse con cierta parquedad, el sargento Freud y el agente Rickards aparecieron en su puerta diez minutos más tarde, observados por Montserrat, para efectuar lo que llamaron averiguaciones de rutina. Ella y Ciaran habían compartido su comida de Navidad con la hermana de él y un montón de amigos, habían comido poco y bebido mucho, y a su regreso habían decidido que iban a disfrutar del número 7 para ellos solos. La familia estaba fuera y Rabia también había salido. Durmieron un rato en los sofás de la sala y tras recuperarse gracias a una reconstituyente pócima preparada por Montserrat hecha a base de vino, agua y aspirinas solubles, se apostaron delante del gran ventanal a ver pasar la vida, o la parte de ella que se movía en Hexam Place.
Más que la luz de las velas era la luz de las farolas la que brillaba en el pelo rojo de Rickards y en los bien lustrados zapatos de Freud cuando subieron los escalones que llevaban a la puerta de Damian y de Roland.
—Eso va a cabrear a esos dos —dijo Montserrat—. Acaban de volver de casa de sus madres. O de la madre de uno de ellos.
—Seguro que no es más que una formalidad y que arrestarán al chófer.
—No puede haber sido Jimmy. Lo vi en casa de Jefferson en el momento en que ocurrió.
—¿En serio? —dijo Ciaran—. Caramba. Tienes que contárselo.
—Ya lo sé. He pensado que esperaría un poco. Tengo algo que decirte, Ciaran. Y no sé qué vas a pensar.
Siguieron mirando por la ventana durante un rato. Él tenía el brazo alrededor de los hombros de Montserrat. La señorita Grieves subió torpemente las escaleras de servicio del número 8, arrastrando tras de sí una bolsa de plástico.
—Los del ayuntamiento no se llevarán eso —dijo Montserrat—, y menos el día de San Esteban. Te diré una cosa: ese par de polis deberían hablar con ella. Ella ve todo lo que pasa aquí. Vaya, mira eso.
Lo que Ciaran debía mirar era a Henry, que había aparecido por Lower Sloane Street de la mano de la honorable Huguette.
—No me lo creo. ¿Van a entrar al número 11?
—Desde aquí no lo veo. ¿Quiénes son?
—Si creyera en los cuentos de hadas, te diría que la princesa y el cochino, pero la realidad es que son la hija de lord Studley y el chófer de lord Studley. ¿Qué te parece?
Ciaran dijo:
—Has dicho que tenías algo que contarme. ¿Algo como qué?
—Primero tomémonos otra copa. Hay whisky en ese armario.
Mientras asaltaban el mueble bar, el zorro emergió del jardín delantero de la Princesa y empezó a desgarrar la bolsa de basura de la señorita Grieves. Se sirvió un muslo de pavo. La anciana lo observó desde el exterior del sótano y, como no podía hacer nada por impedirlo, se quedó al pie de la escalera gritando y agitando el puño. El zorro huyó con su botín por donde había aparecido.
Mientras que «en estado», «preñada» y «encinta» eran expresiones que Henry conocía bien, jamás había oído la terminología utilizada por Huguette en el texto que le había enviado dos días antes. «¡Familia de camino! Todo OK. H.» Tuvo que llamarla para preguntar. Fue entonces cuando se enteró de que estaba embarazada de más de tres meses y que su padre quería verle. Henry casi se desmayó.
—No, todo irá bien. No te diré que está loco de contento, pero ¿a qué no sabes lo que ha dicho? «Al menos es un buen espécimen de masculinidad», ha dicho. «Será un infante hermoso». ¿No es para morirse de la risa?
—¿Y va a dejar que nos casemos?
—Va a obligarnos a que nos casemos. ¿A que no sabes lo que ha dicho? «Ninguna hija mía va a convertirse en una de esas madres solteras», ha dicho. «Recuerda que soy conservador».
Así pues, Henry había ido a ver a lord Studley al número 11, subiendo los elegantes tramos de escaleras que llevaban al despacho de la segunda planta. La Casa no celebraba sesión ni se requería la presencia de los ministros en sus departamentos, de modo que el Bemeer seguiría limpio y reluciente en su garaje. Lord Studley se comportó prácticamente como lo habría hecho su bisabuelo con un inadecuado aunque exitoso pretendiente de la mano de su hija, dando primero una reprimenda, seguida de un comentario sobre los escasos consuelos que cabía tener presentes: Henry era joven y gozaba de buena salud, no se había casado antes, no era un desconocido para la familia y Huguette parecía adorarle. Después de eso, como ese día Henry no tendría que conducir, lord Studley le ofreció un jerez que el joven aceptó y ambos acordaron que la boda tenía que celebrarse cuanto antes.
No hubo ni rastro de Oceane.
Ciaran escuchó la historia de Rad Sothern y de Lucy, del regreso temprano de Preston Still al número 7, su ataque al actor y la caída de éste por las escaleras, encontrando su muerte al pie de las mismas. Luego Montserrat le contó lo del cofre portaequipajes, la excursión a Gallowmill Hall y la posterior eliminación del cuerpo.
Ciaran estaba impertérrito. De hecho, estaba profundamente admirado.
—Si les cuentas todo eso, no podrás contarles que viste a Jimmy el jueves por la mañana.
—¿Por qué no?
—Despierta, Montsy. Piénsalo bien. No van a creerte, ¿no te parece? Quizá crean una de las dos cosas, pero no las dos. Tienes que elegir lo que prefieres que crean: o Jimmy o Rad Sothern.
—¿No me crees?
Ciaran guardó silencio durante un minuto.
—De acuerdo, sí, te creo, pero es que eres mi mujer. Claro que te creo.
—¿Y qué hago entonces?
—Obviamente, no puedes permitir que acusen a Jimmy de asesinato. Le viste en la casa del doctor mientras estaban asesinando a Thea en Oxford Street. Así fue, ¿no?
—Has dicho que me creías, Ciaran. Pues claro que le vi.
Pues diles eso y escribe una carta anónima a la policía sobre Rad Sothern y tu señor Still, el cofre, la rueda pinchada, etc. Escribe al tipo ese, a Freud.
—¿Crees que lo tendrá en cuenta?
—No se atreverá a pasarlo por alto —dijo él.
Un buen número de mujeres en la mezquita además de familiares dieron por sentado que Rabia había encontrado un segundo marido gracias a los servicios de una agencia matrimonial musulmana. Ella rápidamente lo negó. Esa clase de transacciones, aunque aprobadas por la comunidad, le parecían impropias, incluso vulgares. Eran los padres quienes debían encargarse de esas disposiciones o, en el caso de que eso no fuera posible, los tíos y las tías.
Ahora que la gesta era una realidad y Khadiya Iqbal estaba ya haciendo los planes de boda, Rabia anhelaba su vida futura como quien anhela unas vacaciones tan remotas y exóticas como inimaginables. Un día ocurriría y sería infinitamente extraño, y los días se llenarían de cosas y experiencias desconocidas. Volvería a tener un compañero permanente que no era un niño, y que era muy distinto de ella. ¿Alguien a quien pudiera amar? Lo intentaría, pondría en ello todo su empeño, pero al pensarlo se acordó de Thomas e imaginó su reencuentro tras las fiestas navideñas con él, la expresión del pequeño confundida hasta que por fin la viera en el otro extremo de la habitación y se lanzara a sus brazos.
La familia Still volvería a casa el martes después de Navidad, mientras que Rabia lo haría el lunes por la tarde. Sabía que la casa había estado vacía, salvo, posiblemente, por Montserrat, que seguía en el piso que ocupaba en el sótano. Llamó a su puerta, pero no hubo respuesta. Arriba, en la primera planta, se asomó a ver al salón y se quedó perpleja. En un primer momento, creyó que todo ese desorden debía de ser obra de ladrones: botellas vacías y medio vacías, vasos, copas y tazas por todas partes, los muebles cambiados de sitio, cajas de DVD abiertas en el suelo delante del televisor. Lo más probable era que todo eso fuera obra de Montserrat y de sus amigos, o de amigos celebrando la Navidad. Zinnia estaría de regreso al día siguiente, pero también lo estarían el señor Still y los niños. Rabia fue en busca de una bandeja y empezó a recoger la vajilla y los vasos. «Padre, y ahora también Khalid, dicen que soy buena», pensó, «pero tampoco quiero pasarme de buena, éste no es mi trabajo, y si alguno de ellos me dice lo buena que soy, me enfadaré. Pero no lo harán, claro que no. Aunque ya no importa, porque pronto me iré y entonces todo habrá terminado».
Thomas se lanzó a sus brazos tal y como ella había predicho, y Rabia fue presa de una descarga tal de júbilo que fue como si un arrebato de excitación la hubiera dejado sin aliento, llenándole los ojos de lágrimas. Tuvo que contenerlas e intentar sonreír.
—Di «cariño» —dijo Thomas.
La policía podría haberle dicho a Jimmy que no iba a arrestarle, que no iba a acusarle, que estaba libre de sospecha, pero no lo hizo. No le comunicó que Montserrat Tresser, del número 7 de Hexam Place, le había visto en la ventana del número 3 en la hora del crimen. No le dijo nada. Simplemente los agentes no volvieron a visitarle. Él esperó, nervioso, echando de menos a Thea, a veces especulando sobre quién podría haberla matado, a veces tremendamente triste. Simon Jefferson, que volvió de Andorra el miércoles después de Navidad, se mostró gratificante y adecuadamente compasivo cuando Jimmy le contó lo de Thea.
—Tómate libre el resto de los días hasta después de Año Nuevo.
—No —dijo él—. Prefiero tener algo que hacer y así no seguir dándole vueltas a la cabeza.
Ninguno de los miembros del Club de Hexam Place sabía exactamente lo que ocurría con la policía y Preston Still, pero todos especulaban y formulaban sus teorías. Todo empezó el día de Nochevieja, cuando a primera hora de la mañana el pequeño Honda de Freud se detuvo delante del número 7. Él y Rickards, observados por June, que paseaba en ese momento a Gussie, se dirigieron a la puerta principal, hablaron con Zinnia y volvieron a salir de inmediato. La anciana les preguntó que a quién buscaban y al ver que no obtenía respuesta les dijo que la señora Still estaba en Chipping Campden y que el señor Still vivía en Medway Manor Court.
El coche desapareció por Lower Sloane Street. Horas más tarde, un boletín de noticias radiofónico apuntó la existencia de un sospechoso de la muerte de Rad Sothern. La policía no facilitaba ningún nombre todavía, pero había un hombre arrestado que en esos momentos estaba siendo interrogado. Henry, que, tras su fiesta de compromiso, se sentía como si tocara el cielo con los dedos, le dijo a Sondra, que había sido la encargada de servir las bebidas, que Beacon le había dicho que el hombre en cuestión era el señor Still. Sondra, que hasta entonces jamás había dicho una sola palabra al respecto, dijo que Zinnia le había dicho que era porque Rad Sothern había tenido una aventura con Lucy, algo que no le sorprendió, pues siempre había sospechado que Lucy tenía sus aventuras. Beacon se quedó perplejo y se planteó seriamente presentar su dimisión, aunque hasta el momento no había dado ningún paso.
La futura y feliz pareja pasó a buscar a Jimmy a casa del doctor Jefferson, donde se había instalado, y se lo llevaron al Dugong para animarle. Jimmy había oído decir que la policía tenía una orden de registro y que habían estado en Gallowmill Hall buscando un cofre portaequipajes, pero que no habían dado con él.
—Debe de ser el que le vendí a Montsy —dijo Henry—. Bueno, vender…, más bien diría que se lo regalé.
—El cuerpo de Rad Sothern estaba en ese cofre —dijo Jimmy—. Creo que me tomaré otro ron con Coca-Cola, ya que es el día de Nochevieja y no tengo que conducir. En cualquier caso, no han dado con él. Otra cosa: han estado hablando con un agente del RAC que cambió la rueda del coche del señor Still esa misma noche. Quién iba a decirnos que un tipo grande y supuestamente inteligente como él era incapaz de cambiar una rueda, ¿eh?
—No me creo una sola palabra —dijo Ciaran, que acababa de entrar.
Montserrat se agarró de su brazo.
—Yo tampoco.
—El doctor Jefferson dice que seguirán interrogando al señor Still toda la noche. Os aseguro que está muy disgustado con todo esto, sobre todo por su condición de par. Dice que no pueden retenerle allí durante treinta y seis horas. Y yo no dejo de pensar que ojalá Thea estuviera aquí…, para ella esto sería un auténtico drama, ¿verdad?
—Quizá también la matara a ella —dijo Huguette, aunque no lo hizo hasta que Henry y ella salieron e iban de camino a otra celebración, esta vez en el Soho.