23

—Tú —dijo Preston Still, abriendo la puerta a Montserrat.

—¿Y quién creías que era?

La miraba como un hombre miraría a un fantasma antes de darse cuenta de que no podía ser cierto lo que tenía ante sus ojos, de que, fuera lo que fuera, tenía que tratarse de un producto de su imaginación. De pronto, Montserrat se sintió espantosamente aterrada. Se acordó del coche y volvió a verse despatarrada sobre la rejilla delantera, y se acordó también del empujón que había recibido en plena espalda y que a punto la había hecho caer a la vía del metro. En ese instante, la idea de entrar al piso de Preston provocó en ella un temblor del que él no apartaba la mirada.

—¿Qué te ocurre?

Tenía miedo de lo que él pudiera hacer si le acusaba abiertamente. Sin embargo, algo la mantuvo allí, incapaz de retroceder ni de dar un paso adelante. Cuando habló, tartamudeó.

—Es Thea la que está muerta. —Tuvo miedo de decir que era Thea a quien él había matado.

Él no pareció entender a qué se refería.

—¿Quién es Thea?

—Mi amiga. —De pronto le pareció que su voz era la de otra persona, o que procedía de algún punto muy lejano—. La chica pelirroja, aunque ya no lo es. Ahora lleva el pelo oscuro, como el mío. —En cuanto pronunció esas palabras, incluso antes de haber terminado de decirlas, lo supo. Siguió elaborando los paralelismos—. Y lleva una chaqueta negra como la mía, y es de mi misma altura, e iba al mismo sitio al que yo pensaba ir. —Aquello fue demasiado y estalló en una risa y en un llanto histéricos, agarrándose a Preston porque no había ninguna otra cosa a la que aferrarse, gritando y llorando contra su rostro.

Cuando una puerta se abrió en el otro extremo del pasillo, él tiró de ella hacia dentro, siseándole que se calmara, que se calmara y que bajara la voz, que se callara. Montserrat se dejó caer al suelo. Le habría propinado una patada si él no se hubiera apartado rápidamente. Preston cogió su móvil de la mesa y ella reconoció los dígitos que él dio como su número de referencia a la empresa de taxis que utilizaba.

—Cuanto antes —dijo. Y luego, mientras ella se levantaba como podía, alejándose de él—: Cuando apuñalaron a esa mujer esta mañana, yo estaba en mi despacho de Old Broad Street en una reunión del consejo con media docena de personas. Cuando hables con la policía, creo que también deberías contarles eso.

Montserrat no dijo nada. Preston la llevó abajo en el ascensor y el taxi esperaba fuera. Al taxista debió de extrañarle que ella no hablara, y Preston Still no dijo nada, sino que simplemente le abrió la puerta, la cerró y subió de nuevo las escaleras sin volverse a mirar. Dentro del taxi hacía frío y Montserrat le preguntó al taxista si por favor podía encender la calefacción. El conductor parecía ser uno de esos que apenas hablaba. Encendió la calefacción y mantuvo su silencio hasta que por fin, cuando entraban en Hexam Place, preguntó:

—¿Se va de vacaciones por Navidad?

Montserrat negó con la cabeza, y al darse cuenta de que él no podía verla, dijo:

—No.

Bajó del taxi sin responder a las palabras de despedida del taxista, que ni siquiera había oído. Antes incluso de entrar en casa, mientras bajaba las escaleras de servicio, llamó a Ciaran. Algo extraño le había ocurrido. Había perdido a su amiga, su amiga había sido asesinada por error en vez de ella y había estado espantosamente asustada, pero en cuanto oyó la voz de Ciaran y habló con él, se sintió embargada por una emoción que le resultó ciertamente novedosa. No le quería sólo para sexo o porque quisiera tener la compañía de un hombre.

—Oh, Ciaran —dijo—, ven, por favor te lo pido. Por favor, ven. Ahora. Te quiero mucho.

Era Nochebuena y Thea estaba muerta, y Jimmy no podía creerlo. No había visto ningún periódico. Lo único que sabía era lo que Chloe le había dicho, y Chloe no era de fiar. En una ocasión le había dicho que Thea había ido al cine con ella, cuando en realidad había estado sirviendo las bebidas en la fiesta que Damian y Roland habían dado para celebrar su décimo aniversario. Fue sin duda una mentira en toda regla, de modo que también ésa podía serlo, porque Chloe quería que Thea rompiera su compromiso. Jimmy no estaba seguro de si creer eso o de si la muerte de Thea era la realidad. Chloe no podía haberse inventado lo de la policía, ¿o sí? Ni tampoco el apuñalamiento que había tenido lugar en Oxford Street. Aunque claro que podía. No era una suposición tan descabellada. Lo que tenía que hacer era bajar a la tienda del señor Choudhuri y comprar un periódico, pero en vez de eso, empezó a dar vueltas por la casa, mirando a la calle desde las ventanas delanteras.

La noche anterior, después de haber colgado el teléfono, había ido al cuarto de baño del doctor Jefferson y había encontrado un blíster de somníferos. Aunque el nombre era nuevo para él y era la primera vez que lo oía, se tomó dos pastillas para poder dormir y evitar pensar en lo que Chloe le había dicho. Fue lo primero que le vino a la cabeza al despertar. Es decir, cuando se debatió entre aparentes capas de niebla y pelusa y de algo espeso como la sopa, y se quedó allí tumbado, repitiéndose estupideces como la de que Thea había muerto. Tras una hora dormitando y despertándose, por fin se acordó de la conversación telefónica y de lo que ella había dicho exactamente. Ahora estaba delante de la ventana, mirando a Henry, que acababa de pasar y había subido al Beemer, y luego a June, con el brazo enyesado en cabestrillo, paseando a ese perrito. Los dos llevaban sendas chaquetas acolchadas: la de June era roja, la del perro, azul marino.

Las velas del alféizar se habían consumido hasta apagarse. Debía de haberse acostado y haberse abandonado a ese sueño sedado sin apagarlas. La casa podría haberse incendiado. Aunque el doctor Jefferson tenía una buena reserva de velas, y se trataba simplemente de colocarlas en sus respectivos candeleros y acercarles una cerilla, Jimmy no se vio con ánimos. Pensar en tener que cocinar la cena de Navidad al día siguiente se le antojó igualmente descorazonador…, o peor, imposible. Miró el pato. Había metido la salsa de naranja en un cuenco de porcelana y las patatas estaban a la espera de que las pelara. Metió el pato en una bolsa y lo sacó al jardín delantero. Beacon aparcaba en ese momento el Audi delante del número 7. Jimmy salió a la calle con su camisa de manga corta y echó a andar, sin reparar en el frío. Golpeó la ventanilla del conductor del Beemer.

Beacon bajó del coche y dijo:

—Qué terrible lo de Thea. Lo siento.

Así que era verdad. En cierto modo siempre lo había sabido.

—¿Te apetecería quedarte con su pato? Ahora ya no voy a darle ningún uso.

—Qué amable de tu parte. Tenemos ganso, pero Dorothee estará encantada de tener también esta ave. —Beacon carraspeó y puso la cara que Montserrat llamaba de vicario—. Ahora está con Dios. Donde está, no hay más dolor. El pesar y la añoranza pasarán. Debes recordarlo.

—Sí, gracias —dijo Jimmy—. Lo haré. Disfrutad del pato.

Mientras contemplaba el yeso que envolvía su brazo derecho, June dijo:

—He estado pensando que si me hubiera caído en septiembre, a estas alturas ya me habrían quitado esto y podría preparar la cena de Navidad.

La Princesa intentaba cerrar la cremallera del abrigo forrado de Gussie y ya se había llevado un pequeño mordisco.

—No podrías haberte caído en septiembre porque no había nada con lo que hubieras podido resbalarte. —Le dedicó unos cuantos gruñidos al animal, muy semejantes a los del propio can—. Eres un perro malo. No se muerde a la pobre mamá.

—Tendremos que conformarnos con una de esas comidas preparadas de Waitrose o de alguna otra parte, señora. —June estaba a punto de volver a salir e introducía en ese instante lo que la Princesa llamaba su «brazo de piedra» por la manga de su chaqueta forrada roja, cuando llegó Rocksana acompañada de un joven chino con más tachuelas de metal en la cara, como lo expresó la Princesa, que el respaldo de su sofá de piel. El nombre del joven era Joe Chou, guitarrista y nuevo novio de Rocksana.

—Espero que no te importe —dijo la chica, aceptando un gin-tonic para ella y otro para Joe Chou—. Me refiero a que no quisiera que me consideraras una insensible, dado que Rad era una especie de sobrino para ti. Pero es que es imposible resistirse al amor, ¿no?

—No éramos íntimos —dijo June, quitándose el abrigo.

—Y ahora alguien ha asesinado a tu amiga Thea. Seguro que ha sido la misma persona, ¿no? El problema es que la gente de por aquí debe de estar preguntándose cuántos más van a estirar la pata. Y ahora dime: ¿qué vais a hacer por Navidad?

—Un carajo —dijo la Princesa.

—Eso es lo que quería oír, porque vais a pasarla con nosotros. Joe y yo tenemos un montón de comida ahí fuera, y volveremos para cocinarla para vosotras: pavo con guarnición. Sal a buscarlo, Joy. Hay cordero. —Encendió un cigarrillo y tendió el vaso para que June volviera a llenárselo—. He tenido que dejar mi casa de Montagu Square, que era de Rad. No puedo permitírmela. Y Joe sólo tiene una habitación, así que en realidad nos hacéis un favor dejando que celebremos aquí la Navidad. He olvidado mencionar que Joe es chef cuando no ejerce de guitarrista, de modo que disfrutaréis de una comida fantástica.

El joven regresó y fue recompensado con más ginebra. June miró las bolsas rebosantes de comida y las cajas con el membrete de una famosa pastelería.

—Faltan algunas —dijo Joe, tomándose la copa en un par de tragos—. Ya me han puesto una multa.

—No te preocupes, ángel. Cuando hayas entrado todas las flores, nos vamos.

Banksias, gazanias y otras variedades multicolor. Khalid Iqbal habría sabido cuáles eran sus nombres, y Dex Flitch probablemente también. June se preguntó si tenían jarrones suficientes para todas, de modo que antes optó por guardar la comida.

A las tres de la tarde, después de llevar el pato a casa y dárselo a Dorothee, Beacon recogió al señor Still en la oficina a la que no regresaría hasta el 28 de diciembre y no le llevó a Medway Manor Court, sino a Hexam Place. Según le había dicho Rabia, la esposa del señor Still acababa de marcharse en un coche de alquiler a los Cotswolds, donde vivían sus padres. Antes de marcharse, se había sentado en la habitación de los niños con Rabia y había abierto su corazón a su aquiescente aunque renuente público. Las niñas veían un DVD y Thomas dormía.

—Mi matrimonio ha terminado —dijo Lucy—. Preston ha puesto esta casa a la venta, aunque supuestamente nadie lo sabe todavía. Tener que dejarla me destroza el corazón. No puedo vivir sola con estos niños. Naturalmente, lo hablaremos durante la Navidad, pero todo parece indicar que me los llevaré a vivir a casa de mis padres. Es enorme y dispone además de un gran piso. Bueno, en realidad, es un ala entera. Viviremos allí.

Rabia no dijo nada. Intentó esbozar una sonrisa alentadora, pero no pudo. Sentía los labios tensos como si le hubieran puesto una inyección de anestesia en el dentista.

—Mi vieja niñera sigue todavía allí. Aunque ya casi ha cumplido los ochenta años, adora a los niños y me será de gran ayuda. Sé que no podría alejarte de Londres, así que eso resuelve ese pequeño problema. Preston hablará contigo del tema. No tienes contrato con nosotros, ¿verdad?

Rabia no lo sabía. No recordaba haber firmado nada, y los contratos eran papeles que había que firmar. Se alegraba de que, mientras Lucy hablaba y le decía todas esas cosas, Thomas estuviera fuera de la vista y dormido.

El coche había llegado antes de que pudieran decirse mucho más. Rabia bajó las maletas de Lucy, que le dijo que era un tesoro, una palabra que la niñera le desagradaba especialmente.

—Voy a odiar tener que desprenderme de ti.

Cuando el señor Still llegó a la casa, los niños estaban a punto y sus maletas hechas. El hombre no dijo nada sobre ningún contrato ni tampoco mencionó que Rabia tuviera que marcharse, apenas habló con Matilda y con Hero y no dedicó una sola palabra a Thomas. Por una vez, no preguntó si la mancha que Hero tenía en la cara era de varicela ni por qué Thomas estaba tan pálido. Cuando por fin se marcharon, Rabia se quedó sola en la casa. O al menos creyó que lo estaba hasta que, de pie en la galería, apoyada en la barandilla, oyó que alguien soltaba una carcajada en el piso de Montserrat. Todavía seguía allí de pie, pensando en que debía volver, ordenar la habitación de los niños y cambiar las sábanas de todas las camas, cuando la au pair apareció en las escaleras, más abajo, más íntimamente entrelazada con un joven de lo que quizá Rabia la había visto hasta la fecha. La pareja levantó la vista entre risas y le gritaron «feliz Navidad».

Rabia pensó que no estaría bien contestarles lo mismo, de modo que dijo:

—Gracias.

Esa tarde fue a la mezquita con su padre, aunque naturalmente tomó asiento entre las mujeres, con su larga falda negra y un abrigo nuevo, también negro, y la cabeza cubierta por un hijab con dibujos dorados. Sus pensamientos se habían perdido por derroteros que no deberían haber visitado, pues no había dejado de pensar en Thomas y en la casa que la tía del pequeño tenía en Chelsea, un caserón que contaba con todo lo que el dinero podía comprar. ¿Sería la tía del pequeño tierna y cariñosa con él? ¿Le daría la comida que le gustaba y le elogiaría cuando se la comiera? Rabia sabía que no debía seguir pensando en él. Tenía que quitárselo de la cabeza, prepararse para olvidarse, mirar al futuro y a nuevas relaciones, nuevos compromisos.

Hacía mucho frío, la escarcha velaba los parabrisas, cubriendo los setos y la albañilería. Abram Siddiqui y ella anduvieron en silencio un rato hasta que ella rompió el silencio al contarle que no tenía sentido que regresara a la casa vacía de Hexam Place esa noche y le pidió si podía quedarse en la suya.

—Por supuesto, hija mía —respondió Siddiqui—. Ya sabes que me gustaría que te quedaras siempre conmigo.

Pero Rabia esperó hasta que estuvieron allí, caminando por la calle de Acton en la que gran parte de las casas eran propiedad de gente como ellos, de origen paquistaní, aunque eran pocos los que tenía árboles de Navidad en las ventanas y coronas sagradas en los llamadores de las puertas, antes de abordar el tema del que quería hablar con él.

—Hay algo importante de lo que quiero hablarte, padre.

Abram Siddiqui esperó a que ella pasara y le quitó el abrigo.

—¿Nos preparas el té, Rabia?

Hacía calor en la pequeña y pulcra casa. Abram a menudo decía, con perdonable orgullo, que esperaba no tener que volver a verse tiritando dentro de casa durante el amargo invierno inglés. Como si la temperatura cercana a los treinta grados no fuera suficiente, le añadía otros diez grados encendiendo la estufa de gas, cuyas llamas lamían el carbón artificial como una auténtica hoguera. Rabia apareció con el té. Le dio su taza a su padre, se sentó en un sillón bajo, con la negra falda extendida para tapar con ella sus pies en sus pequeños zapatos de tacón negros.

—Padre, si estás de acuerdo y la idea te complace —empezó—, me gustaría que fueras a ver a la señora y al señor Iqbal y les dijeras que estaré dispuesta a casarme con su hijo, el señor Khalid Iqbal. ¿Lo harás?

—Mi Rabia —dijo Abram.

Si la víctima de un asesinato es una mujer, el primer sospechoso al que investiga la policía es su marido, su prometido, su compañero, su amante o su novio. Los lectores de periódicos y las audiencias de los telediarios lo saben. Esperan, ávidos, a que tenga lugar un arresto, y se sienten decepcionados si ese hombre en particular es declarado inocente y convertido en testigo, dejando de ser un posible asesino. Jimmy lo sabía, pero jamás le había dado demasiadas vueltas. Nunca se había imaginado en el lugar de ese hombre, ni se había planteado cómo debía de sentirse alguien que era inocente y que bastante tenía ya con tener que enfrentarse a su propio dolor, para verse encima convertido en sospechoso del crimen que le había sumido en el sufrimiento. Y hasta que los dos agentes de policía llamaron al timbre del doctor Jefferson la tarde del día de Nochebuena, una eventualidad semejante no se le había pasado por la cabeza. Todo el mundo sabía que había estado enamorado de Thea, que estaban prometidos y a punto de casarse, incluido el sargento Freud y el agente Rickards, cuyo pelo rojo le recordó el que su novio había tenido en su día.

Los detectives le preguntaron dónde estaba la mañana del 23 de diciembre y él les dijo que había estado allí mismo, en casa. No, no había salido. Había estado preparándose para pasar la Navidad con su prometida. Querían saber si había alguien que pudiera confirmarlo, y Jimmy tuvo que responder que había estado solo, que había visto a varios residentes de Hexam Place desde las ventanas, pero que no creía que ninguno de ellos le hubiera visto.

—¿Y qué me dice de Rad Sothern? —dijo Freud—. ¿Le conocía?

—Yo no conozco a esa clase de gente. —Jimmy no alcanzó a entender a qué venía mencionar al actor en ese momento—. Eso fue hace meses.

—De hecho, hace siete semanas —le corrigió Rickards.

Al parecer, lo que les resultaba más extraño era el cómo y el porqué Jimmy estaba allí, en casa de doctor Jefferson. De acuerdo, él era su chófer y cuidaba de la casa durante la ausencia de su jefe, pero ¿«vivir» allí, tener a su novia con él y preparar la comida de Navidad para los dos?

—Parece que se lo monta bien, ¿eh? —Freud no le quitaba ojo a la botella de ginebra del aparador, la botella medio vacía de whisky y las botellas de vino todavía intactas—. ¿Ahogando las penas a costa del doctor Jefferson?

Jimmy a punto estuvo de echarse a llorar ante el comentario, pero logró contener las lágrimas como un niño que echara de menos a un padre ausente. Les dijo a Rickards y a Freud que el viernes por la mañana, mientras estaba en casa, había visto por la ventana a June con su abrigo rojo, paseando al perro con su abrigo azul, a Henry al volante del Beemer, a Bibi Lambda en su bicicleta y a Rabia empujando al menor de los Still en su cochecito. Le dijeron que les gustaría volver a hablar con él.

—Todo se para en Navidad, ¿verdad? —Jimmy intentaba mostrarse obsequioso.

—En nuestra profesión no —respondió Freud con frialdad.