Cuando tiene lugar una sonada rebaja en Oxford Street, o se inaugura una tienda profusamente anunciada, o llega el 23 de diciembre, las multitudes que allí acuden no son como las de otras ciudades. Se parecen más a las multitudinarias congregaciones que aúnan alguna ceremonia religiosa o una revuelta política. La diferencia estriba en que quienes acuden son en su mayoría —aunque no exclusivamente— mujeres, y en que no paran quietas. El movimiento es lento y esporádico, interrumpido por vacilaciones delante de los escaparates o por pausas en los semáforos, donde la impaciencia por cruzar es intensa y la vida y la integridad física corren riesgo. A menudo, los transeúntes se caen al intentar cruzar con la luz en verde y resultan heridos, alguno incluso muere en el intento, atropellado por un autobús, pero habitualmente la multitud se mueve, siguiendo su curso, convertida en un lento río de mujeres y el ocasional hombre, que suele ayudarlas a cargar con las bolsas. Jamás es posible estipular un plan propio, tomarte tu tiempo o cambiar de parecer en cuanto a la dirección de la ruta o la selección de la tienda. Lo más aconsejable es mantenerse lejos. El público se une al tumulto donde puede, moviéndose y avanzando a un ritmo fijado horas antes, siguiendo a quienes van delante y seguidos por quienes van detrás.
Así fue también para Dex, que se las ingenió para acercarse mucho a la espesa mata de pelo negro y al abrigo negro cuando el espíritu maligno bajó del autobús y seguirla cuando se incorporó al tren de compradores que avanzaban hacia el Circus. Montserrat no se volvió a mirar, nadie lo hacía, todos miraban adelante, siempre al frente, con la esperanza de encontrar algún hueco por el que vislumbrar algún portal por el que poder meterse, entre empellones y codazos, apenas respirando. El espíritu maligno parecía no tener en mente ninguna tienda en particular, ninguna puerta reconocible hacia la que dirigirse. Dex palpó la pala de jardinería que llevaba en el bolsillo, la larga pala puntiaguda y el afilado cuchillo de podar. ¿Cuál de los dos escoger? Quizá la pala no estuviera lo bastante afilada, mientras que el cuchillo estaba lo bastante afilado para cualquier cosa.
Más adelante, quizás en el mismo Circus, tocaba una banda y alguien cantaba, rodeadas banda y voz por serpentinas rojas y amarillas y magníficos estandartes verdes y blancos bajo las plateadas luces de Navidad. Muchas de las personas que caminaban delante y alrededor de Dex usaban sus móviles, hablando y escuchando, riendo y disfrutando. Él marcó un número en el suyo y esta vez sí sonó el tono de marcado. La voz que respondió era una suave voz de hombre, no la de su dios, aunque similar. Era infrecuente que ocurriera, aunque maravilloso cuando sucedía. La voz que no llegaba a ser la de Peach dijo: «Es un número erróneo, pero feliz Navidad igualmente».
Dex dijo:
—Gracias. Feliz Navidad. —En cuanto lo dijo, se dio cuenta de que jamás había dicho esas dos palabras a nadie y que nadie se las había dicho a él.
La música sonaba ya muy alta y la voz chillaba y sollozaba. Dex podía ver tan sólo la parte posterior de las cabezas, sobre todo la cabeza de pelo negro y rizado que tenía delante. Levantó la bolsa de las herramientas hasta sostenerla delante de su pecho, impidiendo así acercarse demasiado al espíritu maligno y tocarlo. En la otra mano llevaba el cuchillo. Nadie le miraba porque la multitud sólo podía mirar adelante, avanzando despacio, moviéndose al ritmo de los pasos de la multitud. Dex levantó el cuchillo que llevaba en el puño y lo clavó con fuerza en el abrigo negro, una vez y otra y otra. El sonido que hizo el espíritu maligno quedó acallado por los tambores, el saxofón y un CD que sonaban a la vez. Él se quedó inmóvil, dejó que la multitud le adelantara, arracimándose de pronto alrededor de la chica que se había derrumbado sobre la acera. Se veía muy poca sangre. El pelo del abrigo debía de haberla absorbido. El espíritu maligno se había convertido en una masa de pelo negro tumbada en el suelo como un oso muerto. Un grito ahogado y constante empezó a aflorar entre la multitud, al tiempo que la música dejaba repentinamente de sonar. La canción quedó sumida en el silencio y en el estrado la banda dejó de tocar. El sonido quedó sustituido por las conversaciones y los gritos de la gente, que repetían una y otra vez: «¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa? ¿Qué es?», hasta que una voz de hombre se elevó entre las demás como el tañido de una campana:
—Han asesinado a alguien.
En un primer momento, el cierre de Oxford Street el día de compras más notoriamente concurrido del año resultó increíble tanto para los tenderos como para el público. Ése era su día, el día de las compras de última hora. Pero no tuvieron elección. Se cerraron los accesos a las tiendas, y aunque las más camorristas de entre la multitud aporrearon las puertas exigiendo que se les permitiera la entrada, la mayoría cedió a las exigencias de la policía y se alejó por las calles adyacentes hacia las estaciones de metro y las paradas de autobús, buscando rutas alternativas. Despejar el centro de compras llevó un buen rato.
A la policía le resultó imposible establecer quién había estado moviéndose en las inmediaciones de la mujer fallecida cuando se produjo el apuñalamiento. Dex palpó la pala en su bolsillo y se alegró de no haberla utilizado. Le gustaba su pequeño cuchillo y no había visto otro igual. De haber utilizado la pala para destruir un espíritu maligno quizá la habría echado a perder, pues no volvería a desear desmalezar y plantar con ella. Había limpiado el cuchillo en el abrigo de un hombre contra el que se había visto lanzado durante el éxodo y después lo había deslizado dentro de un bolso abierto. No sabía a quién pertenecía el bolso. Sólo sabía que era un gran bolso rojo propiedad de una mujer que lo había dejado abierto de par en par mientras forcejeaba, intentando avanzar. «Qué comportamiento más erróneo», pensó Dex, pues no hacía con ello sino alentar el crimen y poner la tentación en el camino de la mala gente que deseaba hacerse con un dinero que no se habían ganado.
Su éxito le complació. El mundo había quedado libre de otra criatura maligna y él recibiría su recompensa por ello. Las callejuelas de Mayfair estaban extrañamente vacías y silenciosas. A Dex no se le ocurrió pensar por qué. Oyó sirenas de coches patrulla y el aullido más grave de las ambulancias y supuso que debía de haber habido un serio accidente en alguna parte. En Park Lane subió a un autobús abarrotado que le llevó en dirección a Victoria.
El telediario regional de la tarde estuvo prácticamente en su totalidad dedicado al fatal apuñalamiento de una mujer ocurrido en Oxford Street. La Princesa lo veía con Gussie en el regazo y llamó a June cuando ya era demasiado tarde para ver u oír mucho más que a la policía diciendo que había sido un asesinato. La mujer seguía sin identificar. Las inmensas multitudes cuya manifiesta preferencia en ese día especial era Oxford Street habían sido dispersadas con dificultad. June miraba, fascinada, cómo mujeres jóvenes y ancianas eran conducidas como rebaños hasta los autobuses y a las estaciones de metro. Suponía que el asesinato había sido obra del miembro de una de esas bandas y que la única diferencia era que había ocurrido en una multitud navideña del West End, en vez de en Brixton o en Peckham.
Sirvió a la Princesa su almuerzo en una bandeja: pechuga de pollo con patatas fritas y guisantes descongelados al horno, y se trasladó al comedor con un sándwich para preparar la agenda de la reunión de esa noche del Club de Hexam Place, la última del año. Escribir con la izquierda le llevó un buen rato. Como presidenta del club, estaba dispuesta a mostrarse firme con quienes pretendían retomar la discusión sobre la cuestión de los excrementos caninos. Debían de llegar al final del asunto esa tarde y no volver a retomarlo. El club había hecho todo lo posible y había fracasado, como ocurre a veces. Establecería con Thea las disposiciones que estaba planeando para la cena de Navidad de la señorita Grieves y, de un modo bastante más sutil, para servir una comida idónea para ella y para la Princesa. June tuvo que repasar una y otra vez lo que había escrito, corrigiendo los errores cometidos por su vacilante mano izquierda.
Añadió a su agenda «la cuestión de la jardinería» y «la eliminación de los árboles de Navidad» y terminó. Había que comprobar el estado de las pequeñas velas rosas. Una de ellas se había consumido antes que las demás, cosa que la desconcertó, aunque a decir verdad era un detalle sin importancia. La reemplazó, junto con la vela que estaba al lado, con un par de velas rojas. La Princesa dormía con la bandeja del almuerzo en precario equilibrio sobre el regazo. June la levantó y al hacerlo se dio cuenta de que la botella de brandy se había unido a la jarra de agua con gas que la Princesa no había tocado, y se sirvió una generosa copita.
Las velas que ardían tras las persianas en casa de Arsad Sohrab y de Bibi Lambda también se habían consumido. Henry, al que lord Studley había enviado para comprobar que las velas siguieran encendidas, llamó al timbre y les recordó la importancia de mantener viva la tradición. Arsad dijo:
—¿A qué viene tanta importancia? Dígame.
Henry fue incapaz de responder. Carecía de la mente lógica y de las aptitudes antagonistas de su jefe.
—No lo sé. Simplemente háganlo —dijo y cruzó la calle hacia el número 3, cuyas velas Jimmy no había podido reemplazar.
—Su señoría confía en ti —dijo, muy severo—. Hasta ahora has hecho un buen trabajo.
Jimmy, que llevaba puesto un delantal con un gato sonriente encima de los vaqueros, le invitó a pasar y le dio una copa de la botella de oporto que ya estaba empezada.
—¿Has visto a Thea?
—Desde esta mañana no. Iba camino a hacer sus compras de última hora.
—No es propio de ella que no conteste el teléfono.
Henry ya tenía su propia dosis de lo que él llamaba «problemas de mujeres».
Arqueó las cejas al ver el gato sonriente estampado en el delantal y dijo:
—Deberías saber que no podrás mantenerla atada eternamente a las tiras de tu delantal —y se rio de su propio chiste.
Los Neville-Smith habían regresado y estaban poniendo dos velas en un par de hermosos portavelas de bronce en el alféizar de la ventana cuando Henry pasó por delante. Montserrat subió con Ciaran la escalera de la zona de servicio y le convencieron para que se uniera a ellos a tomar una copa prenavideña en el Dugong. Quizá le convenía tomarse una tónica, puesto que ya se había tomado el oporto con Jimmy. Se le esperaba en casa de Huguette hacia las dos. Ni hablar de seguir bebiendo. Tenía que llevar a lord Studley a una fiesta de Navidad de la coalición en Spencer House a las seis.
Ahora todos sus encuentros tenían lugar en el apartamento que ella tenía en Chelsea. Era mucho más seguro que el 11 de Hexam Place, y cuando, quebrantando una regla, condujo a Carlyle Square en el Beemer, no vio motivo alguno para que esa nueva disposición no pudiera mantenerse indefinidamente… bueno, o al menos durante algunos agradables años. Lo improbable había ocurrido. Huguette había encontrado trabajo en una empresa de relaciones públicas que disfrutaba de los numerosos favores del Partido Conservador. «Con la ayuda de papá, ¿cómo no?», pensó Henry.
El apartamento de Huguette era pequeño pero lujoso y constaba de una bonita habitación, un salón minimalista, un fastuoso cuarto de baño y una cocina más pequeña que la despensa de la casa de su padre. Henry tuvo que decir «no» a una copa del Chablis que Huguette descorchó y se fueron directos a la cama. Probablemente gracias a su abstemia, disfrutó incluso más de lo que era habitual en él, y ella quedó entusiasmada con su actuación. Si las cosas pudieran ser siempre así, Henry no se resistiría cuando ella le hablaba de contarle a su padre lo de su relación y la futura boda. El tiempo voló como ocurría siempre que ella estaba de un humor dulce y cariñoso, y él quedó desagradablemente sobrecogido al ver que su reloj, que había dejado en la mesita de noche, marcaba las cinco y veintiún minutos.
—Dios santo. ¡Tengo que irme! Tu padre me matará.
Henry jamás perdía el oremus hasta el punto de olvidar su trabajo ni su obligación, y en vez de arrojar su ropa al suelo, la había doblado cuidadosamente encima de una silla. Cuando se estaba poniendo los calzoncillos, oyó el tímido crujido del ascensor y el paso de un zapato de tacón en el pasillo que llevaba a la puerta del apartamento. Aunque ninguno de los dos habría podido decir cómo sabían de quién se trataba, ambos lo sabían. Huguette abrió de par en par una de las puertas del armario y empujó a Henry dentro, metiendo bruscamente su ropa tras él. El timbre no sonó. Él oyó cómo la lengüeta del buzón se levantaba y oyó entonces decir a una voz que le resultó familiar:
—Hola, tesoro. Soy yo, mamá.
Casi habría sido preferible que la visita hubiera sido el propio lord Studley. Dentro del armario el aire era sofocante y el olor de la ropa de Huguette rozaba lo apabullante. Las faldas, los pantalones, los vaqueros y las largas bufandas colgaban de la barra, haciéndole cosquillas en la cara. Temía moverse demasiado por si Oceane oía el ruido que hacía. Era además consciente de que Huguette le había dado su ropa, pero se había dejado olvidados los zapatos debajo de la silla. De repente se acordó de una película que había visto un día sobre el duque de algo que durante una visita a su novia había tenido que esconderse en un armario como él, porque el otro amante de la joven había aparecido, y resultaba que el otro amante era el rey: Carlos II, creyó recordar, aunque quizás era al revés, y era el rey el que había tenido que ocultarse en el armario con la llegada del duque. En realidad, no era una buena película.
Henry se quedó escuchando con la esperanza de que Oceane no hubiera visto sus zapatos ni el Beemer —que estaba aparcado a cierta distancia, en la misma calle— y que dijera que no tenía intención de quedarse mucho rato. Al parecer había ido a ver a Huguette para darle su regalo de Navidad, porque mamá y papá se iban a Francia al día siguiente. Sin embargo, en cuanto a lo de no tener intención de quedarse mucho tiempo, Oceane había aceptado una taza de té primero, seguida de un gin-tonic y estaba admirando su regalo, que al parecer estaba en ese momento a los pies de Huguette, al tiempo que le decía que el bolso era de Chanel. La chica tampoco había llegado a darle a Henry su reloj, aunque él intuía que debían de ser ya las seis menos cuarto. Había empezado a ponerse la ropa a tientas.
Oceane tenía una voz clara y penetrante. Él la oyó pedir un segundo gin-tonic y comentar que el padre de Huguette tenía que asistir a una fiesta al cabo de poco.
—Naturalmente, estaba invitada. Y naturalmente he dicho que no.
—¿Qué te parece si me visto y nos vamos al Ice Bar?
Oceane se rio.
—¡Cómo si no hiciera un frío que pela en la calle!
Con una lucidez excepcional, a Henry se le ocurrió que una muestra de escrúpulos semejante ante ese bar construido a modo de iglú en el que todo era de hielo mostraba la edad de Oceane. Ninguna persona joven habría hecho jamás un comentario así.
—Y luego cenamos en el Ivy. Siempre me dan mesa.
—Llamaré a Henry para que nos lleve. Papá puede ir a su fiesta en taxi. —Huguette entró a la habitación y le susurró a Henry—: Cuando me haya vestido, me llevaré a mamá a la cocina. Sal al rellano, espera dos minutos y luego llama a la puerta, ¿de acuerdo?
Huguette le había salvado, si no la vida, la mejor parte de ella. Oyó como la joven aplacaba a su padre al teléfono, diciéndole que ya le había pedido un taxi. El ingenio de la joven fue para Henry una auténtica sorpresa y decidió que si ella volvía a pedirle que se casara con él, la satisfaría. El compromiso y los años agradables seguirían vigentes cuando fuera un hombre casado.
El Evening Standard publicaba la historia, y también el telediario regional de la BBC de las seis y media. Aunque Montserrat rara vez veía la televisión, fue a comprar el periódico a la tienda de la esquina y volvió andando a casa mirando la fotografía que llenaba la portada de lo que parecía un millón de personas en Oxford Street, casi el mismo número de policías y algo tumbado solo en la acera. Estaba demasiado oscuro como para que alcanzara a leer cualquier frase más pequeña que el titular: «FATAL APUÑALAMIENTO DE UNA COMPRADORA».
La mujer fallecida todavía no había sido identificada, o si lo había sido la policía no lo había comunicado. No se trataría de nadie que Montserrat conociera, de eso estaba segura. En cuanto llegó a casa, leyó una interesante historia sobre alguien que había sido asesinado por su gato, un animal de tamaño y ferocidad excepcionales, y otra relativa a una modelo que se había roto la pierna por llevar zapatos con tacones de catorce centímetros. Luego se puso un vestido y una vaporosa estola para su visita sorpresa a Preston Still, añadiendo a última hora la chaqueta acolchada roja que Ciaran le había regalado por Navidad.
June y la Princesa no cenaron nada esa noche. La primera se vio en la obligación de abrir una lata de espaguetis a la boloñesa y rebuscar en el congelador en su intento por encontrar un poco de helado. Llegó con retraso a la reunión del club, aunque eso apenas importaba, pues el único miembro que apareció además de ella fue Dex, que como de costumbre estaba sentado solo, tomando Guinness y escuchando las múltiples voces, agradables y desagradables, invocadas por la pulsación de distintos dígitos en su móvil.
Solo en el número 3, Jimmy tenía un montón de comida y nadie que se la comiera. Había enviado tres mensajes de texto a Thea, le había dejado dos mensajes de voz y le había mandado tres correos electrónicos. Estaba convencido de que ella le había dejado. De hecho, hasta cierto punto lo había estado esperando desde que ella había dejado claro que la unión civil de Damian y de Roland le importaba más que la fecha de su propia boda. Aun así, cuando el móvil de Jimmy por fin sonó, todo ese misterio y todas esas dudas se vieron disipadas y supo que era ella que le llamaba para decirle que le amaba y que llevaba todo el día sin tener acceso a un teléfono.
No era Thea. Era su hermana Chloe.
—¿Estás sentado? Esto va a ser duro. —Tenía la voz temblorosa, casi encogida en un sollozo—. Será mejor que estés preparado.
—¿Qué ocurre? —Aun así, en cierto modo lo supo.
—La chica que han apuñalado en Oxford Street. Es Thea. La policía me ha localizado para que la identifique. Mi número estaba en su móvil y el tuyo también. Pero yo era su familiar más cercano.