Desde que era amiga de Jimmy, Thea fumaba mucho más. Damian y Roland se habían dado cuenta y habían comentado el olor de su ropa.
—Espero que no fumes mientras estés preparando la comida para nuestra fiesta —dijo Roland.
—Es el estrés —le dijo Thea a su hermana mientras ésta le teñía el pelo—. Lo de estar prometida no me sienta bien.
—Dirás que lo que no te sienta bien es estar prometida con Jimmy —dijo Chloe, pintando un mechón tras otro del pelo rojo de Thea con un tinte negro y viscoso.
—No hay nada que yo pueda hacer al respecto. ¿Se supone que esta cosa tiene que picar? Necesito rascarme la cabeza, pero no quiero mancharme los dedos. No creo que sea alérgica, ¿verdad?
—A todo el mundo le pica la cabeza cuando les aplican el tinte. —Chloe le dio un peine para que se rascara con él—. ¿Por qué no rompes el compromiso con Jimmy?
—Le haría un daño terrible.
—Te preocupa demasiado el daño que puedes hacer a la gente —dijo su hermana.
—No es verdad. Lo que me preocupa es lo que puedan pensar de mí.
Chloe se rio.
—¿Este año vas a poner esas velas en la ventana delantera de Roland y Damian?
—Las he comprado esta tarde —dijo Thea—. Supongo que no volveré a ver las diecinueve libras que me han costado.
Era ya una tradición navideña, casi un patronato sagrado. El padre de lord Studley, que había vivido en el número 11 antes que él, la había impulsado después de haber pasado unas vacaciones en un pueblo de Noruega donde tenían esa costumbre. Regresó a casa rebosante de entusiasmo y deseoso de empezar algo similar en Hexam Place. Así, ese diciembre, unos días antes de Navidad, cinco pequeñas velas achaparradas aparecieron en la ventana de su sala de estar. Había convencido a sus vecinos del número 9 para que hicieran lo mismo, y al año siguiente había acosado a la mayoría de los demás propietarios para que colocaran velas en sus ventanas delanteras. Sólo la vieja señora Neville-Smith, madre del presente ocupante de la mitad inferior del número 5, los Collins, que en ese momento ocupaban el número 2, y la Princesa se negaron.
June fue la única criada que había respetado esa costumbre desde el principio. Es decir, que se había propuesto vigilar que los demás la respetaran. Cuando hizo pasar a lord Studley y le condujo hasta el salón para que intentara utilizar sus poderes de persuasión con la Princesa, estaba ya preparada para comprar las velas para el número 6 y colocarlas en la ventana de la sala de estar. Por algún motivo u otro, su jefa se mostró inflexible. No, se negaba en redondo. A Gussie le gustaba sentarse en el alféizar y las volcaría. La casa se incendiaría. June vio cómo, uno tras otro, los vecinos hacían lo que lord Studley demandaba. Al año siguiente compró una docena de velas (no existía ninguna restricción en cuanto a la cantidad) en frascos de cristal incombustible y fue la primera de la calle en dar comienzo a las iluminaciones. Lord Studley la visitó en persona para felicitarla por la exhibición. En cuanto a la Princesa, nunca se dio cuenta, y cuando por fin lo hizo, en algún momento alrededor del cambio de siglo, ya se había convencido de que era idea suya y de que incluso había sido ella quien había instaurado la tradición.
Lord Studley estaba muerto, su hijo había heredado el título y era uno entre el escaso número de pares heredados que seguía conservando su escaño en la Casa de los Lores. Junto con su mujer, Oceane, mantuvieron con entusiasmo la tradición de las velas. Según June pudo apreciar, las únicas casas que no lo hicieron fueron la de los Still, en el número 7, y la pareja asiática que vivía en la mitad inferior del número 4, lo cual había supuesto una auténtica sorpresa, pues ella había imaginado que una pareja de hindúes debería haber sentido auténtica adoración por el exceso de iluminación. El año anterior, lord Studley había escrito duras cartas al número 4 y al número 7, reprendiéndoles por no mantener la tradición y apremiándoles a que ese año se acordaran de las velas. Ahora, como bien sabían los residentes de Hexam Place, Preston Still se había mudado, estaba pendiente de divorciarse y todo parecía indicar que la familia se mantenía unida gracias a Rabia, la niñera. Era ella quien, tras haber recibido el indiferente permiso de Lucy («Oh, haz lo que quieras. A mí me trae sin cuidado»), se llevó a Thomas a comprar velas y portavelas, poniendo al número 7 en consonancia con las demás casas de la calle. La pareja de asiáticos hicieron caso omiso de la carta de lord Studley y pusieron la nota de desafío llenando el alféizar de su sala de estar con siete macetas de poinsettias rojas y blancas procedentes del vivero Belgrave Nursery.
Puesto que a Simon Jefferson ni las velas ni la Navidad le interesaban lo más mínimo y decidió ir a visitar a su hermana a Andorra, el número 3 quedó bajo la salvaguarda de Jimmy. Con la generosidad que le caracterizaba, el doctor Jefferson le dijo a su chófer que disfrutara, que invitara a amigos, que hiciera una fiesta. Jimmy puso más velas que nadie en el alféizar de la ventana de la sala, y habría incendiado la casa si Thea no hubiera retirado el infractor portavelas justo a tiempo. Había esperado que su novio criticara su nuevo color de pelo, pero al parecer él adoraba todo de ella, incluso aunque tan admirado rasgo hubiera experimentado un dramático cambio.
—Es como si hubieras nacido con ese color de pelo —dijo—. De hecho, resulta más natural que el rojo.
—Mi madre dice que cuando nací no tenía pelo.
Thea había empezado a arrepentirse del cambio de color. Montserrat le había dado un gran sombrero de Accessorize como regalo anticipado de Navidad. Bajo el ala no asomaría ni una sombra de tono jengibre que pudiera provocar a los díscolos adolescentes.
—¿Qué te parece el veinte de enero para la fecha de nuestra boda?
—Oh, Jimmy. No puedo. Es el día que Damian y Roland celebran su unión civil y estoy a cargo de preparar la comida.
Hasta entonces jamás habían discutido. Jimmy había sido infaliblemente dócil, cariñoso y fácil de llevar. Pero de pronto explotó.
—¡No puedo creerlo! ¡No puede ser verdad! No podemos casarnos porque tienes que preparar unos sándwiches para un par de maricones inmundos… y encima, una farsa de matrimonio, ya que lo preguntas.
—No te estoy preguntando nada. Y no vuelvas a utilizar esa clase de expresiones delante de mí. Nunca. Es repugnante. No sabía que fueras un asqueroso homófobo. No puedo creerlo.
La forma tradicional en que los amantes solucionan sus peleas es haciendo el amor. Jimmy instigó esa vía llevando a Thea arriba, a la cama con dosel del doctor Jefferson, un poco contra su voluntad. Ella intentó resistirse, aunque débilmente, y al final terminó por rendirse. No volvieron a decir una sola palabra sobre celebrar la boda el 27 de enero. Cuando recibió la bufanda, que era su regalo anticipado de Navidad, Jimmy reaccionó como si acabaran de darle un tesoro con el que había estado soñando toda la vida. Thea se quedó sinceramente complacida cuando él le había ofrecido una chaqueta negra de piel falsa, muy parecida a la de Montserrat, que siempre había admirado.
Abajo, en el alféizar de la ventana de la sala, las velas ardían con la misma constancia con que lo hacían, más extravagantemente que en cualquier otra parte, en casa de lord Studley. Los Klein se habían ido a pasar la Navidad a Nueva York, de modo que no había velas en la casa de la esquina. La propia Thea había comprado, instalado y prendido seis velas rosas en el número 6, porque el brazo incapacitado de June le imposibilitaba asumir esa actividad. Como vivía en una planta superior y no disponía de una ventana en la planta baja, Thea también había encendido velas en la ventana de Damian y Roland, y se había llevado un aluvión de críticas por el calor y por su forma, aunque le trajo sin cuidado. En el número 4, Arsad Sohrab y Bibi Lambda por primera vez habían cedido al acoso de lord Studley y habían retirado las poinsettias, sustituyéndolas por dos magras velas en sus respectivos platos que habían colocado detrás de las cortinas, tras las que refulgían débilmente.
En la cocina del número 3, Jimmy planeaba el almuerzo de Navidad que había decidido preparar para Thea y para él. Había pedido un pato a la carnicería de Pimlico Road. Pasaría a buscarlo el día de Nochebuena. Los guisantes venían congelados, mientras que las patatas Maris Piper esperaban en un cuenco a que las pelara y las echara en agua fría. Estaba rallando cáscaras de naranjas para la salsa cuando sonó el timbre. Era Dex, que pasaba a buscar la bolsa de herramientas que según dijo se había dejado olvidada la última vez que había estado allí. La noche anterior, había recibido una llamada de la señora Neville-Smith, que se había quedado sitiada por la nieve en Gales y que le pedía que limpiara todo el hielo y la nieve que quedaran en las escaleras del número 5, así como el jardín delantero y el sendero, preparándolos para su regreso. Le pagaría al día siguiente. Inmediatamente después, Dex recibió otra llamada. Era Peach, cuya hermosa voz sonaba serena, enojada y decidida.
—Recuerda que debes destruir al espíritu maligno. Al psicopompo. Y que debes hacerlo pronto. Ahora, en cuanto puedas.
Jimmy era para Dex un extraño, su rostro era para él una máscara casi tan desprovista de rasgos como la de los demás, y su voz, afilada e irreconocible.
—En cuanto recupere mis herramientas, también podría ocuparme de la parte delantera de esta casa —dijo.
—No sé. El doctor Jefferson no está. No puedo hablar por él.
La máscara se tornó más oscura y más fea.
—De acuerdo. Quizá podrías llamarle. —Dex tenía una fe infinita en los móviles. El suyo era el hogar de su dios, y lo mismo podían ser también los de los demás—. Antes de que desaparezca la nieve, digo.
No había cobertizos en los jardines de Hexam Place, sólo un armario en el patio de la zona de servicio. Jimmy envió a Dex abajo por la escalera del servicio hasta la puerta del sótano, bajó personalmente hasta allí por dentro y encontró la bolsa con las herramientas dentro del armario. Dex comprobó que no faltara nada, asintiendo cada vez que sacaba un objeto: las tijeras de podar, tijeras, una larga pala de jardinería con la punta afilada como una daga, una horqueta, un cuchillo de poda y una variedad de otras herramientas. Dejó en el armario la pala que utilizaba cuando se encargaba del cuidado del jardín del doctor Jefferson junto con una escoba, un rastrillo y una azada, la horqueta y las tijeras, preparado todo para su futuro uso allí y quizás en otros jardines de Hexam Place. La bolsa de las herramientas era ahora mucho más liviana.
—No sé si puedo permitirte que dejes aquí todo esto —dijo Jimmy—. De hecho, no deberías haber empezado a hacerlo.
—Al doctor Jefferson no le importará.
—Eso ya lo veremos. Si dice que te lo lleves, te llamaré y tendrás que volver y sacarlo todo de aquí, por muy Navidad que sea.
Dex se alejó por la calle al tiempo que las lucecitas parpadeaban a ambos lados de él: velas blancas y velas rojas, y en una ventana un perro sentado junto a unas velas rosas. Aunque no le gustaban los perros, sí le gustaban las velas. Desanduvo lo andado y volvió a bajar.
Preston Still había ido a ver a su hijo y a sus hijas, no a darles sus regalos de Navidad, pues la norma dicta que los niños deben recibir sus regalos el mismo día de Navidad, sino para dejarlos al cuidado de Rabia. Los regalos habían sido envueltos en las respectivas tiendas donde habían sido comprados. La niñera se dio cuenta de ello, pues suponía, y con razón, que Preston era incapaz de preparar un paquete con papel de regalo y atarlo después con cinta brillante. Jamás olvidaría la torpeza que había demostrado en el asunto de la hoguera. Puso los regalos en el estante superior del armario de su habitación, lejos del alcance de los niños, junto a los tres calcetines que había preparado. Aunque nunca había hecho nada semejante por un niño, había leído en una revista cómo hacerlo, y se había informado de la clase de pequeños juguetes y caramelos que había que meter dentro, y le había parecido muy fácil. Deseaba especialmente ver la cara de Thomas cuando se despertara el día de Navidad y se encontrara con esa centelleante cornucopia de pequeños regalos al pie de la cama.
Lucy se había llevado a las niñas a patinar sobre hielo. Thomas dormía la siesta. Rabia observó con atención a Preston, que estaba de pie junto al pequeño, viéndolo dormir. Su rostro no cambió. A menudo ella buscaba signos de ternura y de amor en las expresiones de esos padres, pero en muy contadas ocasiones había podido vislumbrar una pequeña sombra de lo que esperaba encontrar en ellas.
—Volveré a buscarles el día de Navidad —dijo Preston—. Me los llevaré a casa de mi hermana, a Chelsea. Quizá también a Lucy, aunque quién sabe.
Rabia salió con él, y desde la galería le vio bajar un tramo de escaleras y luego otro, con la tímida esperanza de que bajara al sótano y pasara a ver a Montserrat, pero Preston se marchó con paso firme sin volverse a mirar una sola vez a la puerta de entrada, que cerró tras de sí de un portazo, como venía siendo habitual en él en las últimas semanas.
Thea había pasado el día de Navidad del año anterior con la señorita Grieves. Como solía ocurrir con la mayoría de sus buenas obras, no era lo que le apetecía, pero había terminado sucumbiendo a lo que consideraba que era su deber. Eso fue antes de la llegada de Jimmy. Cuando le dijo que tenía intención de prepararle la comida a la señorita Grieves y almorzar con ella, él se había enfadado casi tanto como durante el fiasco de la fecha de la boda.
—Es que no puedo abandonarla.
—Busca a alguien que le haga compañía. Lo siguiente será llevárnosla en nuestra luna de miel.
La única candidata posible era Montserrat. El 23 de diciembre, el día de compras de más movimiento del año, a las diez de la mañana, bajó las escaleras que llevaban al sótano del número 7 y llamó al timbre de la au pair. Aunque no obtuvo respuesta, una tímida luz se colaba por la ventana, y Thea golpeó suavemente en el cristal con los nudillos y dijo en voz baja:
—Soy yo.
La respuesta fue un gemido.
—¿Qué ocurre?
—Por favor, déjame pasar. Quiero pedirte una cosa.
Tras un nuevo gemido, y pasado un buen rato, la puerta por fin se abrió. Montserrat apareció con unos pantalones de chándal y una sudadera de Ciaran.
—Será mejor que pases, aunque te aviso que tengo la madre de todas las resacas.
—Damian dice que hasta que no llegaron todos estos asiáticos no empezamos a hablar de la madre de las cosas. Porque ellos lo hacen. Antes, hablábamos del padre. Una resaca padre, decíamos. Y es muy curioso, porque supuestamente son muy misóginos.
Thea tomó asiento en la cama deshecha de Montserrat al tiempo que pensaba en cuánto le gustaría que Jimmy dijera cosas así. Que observara los hábitos y el discurso de los demás y formulara comentarios perspicaces al respecto. Pero no era así, y jamás lo sería. Montserrat se había derrumbado, echa un ovillo, en el extremo más alejado de la cama.
—¿Quieres que haga café?
—Si a ti te apetece… Por mí no.
Thea le habló de la señorita Grieves y de la cena de Navidad. Ella se encargaría de proporcionarle los ingredientes, un budín de Navidad y pastelillos de carne ya preparados.
—Lo siento, pero no puedo. Tengo planeado pasar la Navidad con Preston. Dejará a los niños en casa de su hermana y después me llevará a comer al Wellesley.
Thea no la creyó, aunque no pudiera decirlo. Básicamente, porque dudaba de que ese restaurante exclusivo y tan de moda estuviera abierto el día de Navidad.
—Tendré que intentar encontrar a otra persona.
—Déjala que se organice sola, ¿no? Tampoco es que esté discapacitada. Muchos días la veo persiguiendo al zorro por esas escaleras. Además, tendrás que dejar de hacerlo de todos modos cuando te cases.
Thea también iba a pedirle si podía acompañarla en sus compras de última hora a Oxford Street, pero de pronto cambió de opinión. El resentimiento del que era presa no la convertía en una buena compañía. Montserrat, por su parte, también prefería estar sola hasta encontrarse con Ciaran para salir a bailar esa noche. La mentira que había contado sobre la cena con Preston la turbaba, y no porque fuera mentira, sino porque podía ser descubierta con demasiada facilidad. En cuanto a lo de salir de compras, quizá se aventurara a enfrentarse al caos y al tumulto de Oxford Street más tarde.
—En caso de que no me vea con ánimo, ¿podrías pasar por HMV y comprar un DVD para Rabia? Algo tendré que regalarle. ¿Te parece que le gustará Doctor Zhivago?
—No lo sé —dijo Thea—, pero te lo compraré.
Mientras recorría Hexam Place por tercera vez en lo que iba de día, empapándose de su dosis de luces de las velas, Dex vio al espíritu maligno subir la escalera de servicio del número 7. Dejó pasar unos instantes para que ella se adelantara y acto seguido empezó a seguirla, pasando por delante de las parpadeantes velas del número 9, de las luces potentes y centelleantes del número 11 y siguiendo desde allí hacia Sloane Square.
Dex quería evitar a toda cosa el metro. Pero si Montserrat subía a un tren, la seguiría, y no actuaría como lo había hecho la última vez, fracasando en el intento. Ella evitó la estación. Iba a tomar un autobús. Dex dejó que buscara un poco de calor bajo la marquesina de la parada y él se quedó fuera. Actuó como lo hacía a veces, cuando deseaba consejo: pulsó varios números del teclado del teléfono —ocho dígitos que empezaran por siete— con la esperanza de oír la voz de su dios, aunque en vano. Tan sólo alcanzó a oír las palabras de una mujer que le decía que el número no existía. Quizá fuera el espíritu maligno el que le hablaba, pero él no lo sabía con seguridad.
Por fin llegó el autobús y lo cogió. El espíritu maligno subió al piso superior y él se instaló en los asientos de la parte trasera. Desde allí dispondría de una buena panorámica. El psicopompo, así era como Peach la había llamado: el guía que conducía a los espíritus malignos al infierno.