Lo primero que hizo fue echarle la culpa a ella.
—Tú y nadie más que tú tienes la culpa. ¿Se puede saber a qué ha venido eso de quedarte ahí haciendo señas? ¿Acaso crees que no sé meter un coche en un garaje?
Si intentaba decir algo, se echaría a llorar. Se deslizó como pudo hasta bajar del capó del coche, pasando por encima de la rejilla delantera y de los cegadores faros, y desgarrándose el vestido. Preston siguió arengándola.
—Siempre he intentado, por principio, no tener nada que ver con mujeres demasiado asertivas. Y cuando voy contra mis principios, esto es lo que ocurre. Te he dicho que aparcaría el coche, y en vez de dejar que me ocupe de esta tarea perfectamente simple y llana, interfieres y casi te matas.
Mientras se frotaba los brazos y los muslos y giraba el cuello a uno y otro lado, Montserrat se quedó plantada delante de él tan cerca que casi le tocó la barbilla con la frente. Levantó la cabeza y dijo:
—Lo que quieres decir es que has estado a punto de matarme.
Entonces él le chilló.
—¡No seas idiota!
—¿Es eso lo que pretendías?
Estaban de pie entre el lado donde estaba el plegatín y una bolsa de plástico llena de sábanas y de mantas. Preston la agarró de los hombros y empezó a sacudirla. Montserrat se resistió, gritando y chillándole a la cara, y en ese preciso instante un hombre entró por la puerta abierta del garaje, colándose entre el coche y las maletas. Era Ciaran.
—¿Qué ocurre aquí?
—Ocúpese de sus asuntos —dijo Preston.
—Si está asaltando a una mujer, es un asunto de todos. En primer lugar, es asunto de la policía. Ahora quítele las manos de encima.
Para sorpresa de Montserrat, Preston así lo hizo.
—Muy bien, Montsy. Vámonos.
—No se va a ninguna parte con usted —dijo Ciaran.
—¿Quién es éste, Montsy?
Preston la había llamado utilizando ese diminutivo dos veces seguidas. Quizás, a fin de cuentas, lo ocurrido en el garaje fuera culpa suya.
—Es un amigo —dijo.
—Soy su novio.
—¿Es eso cierto?
—¿Y qué si lo es? No es asunto suyo.
—Ya sabes dónde estoy, si me necesitas —le dijo Ciaran a Montserrat—. Llámame y vendré. En cualquier momento. Me encantará poder ser de alguna ayuda.
Se alejó entre las caballerizas. Ella le siguió durante algunos metros, luego se detuvo mientras Preston cerraba la puerta del garaje e intentaba tomarla del brazo.
—Supongo que no estarás saliendo con ese tipo, ¿verdad?
—Salí con él en su día. Y podría volver a hacerlo. Ahora me voy y puede que le llame. Necesito a alguien que me proteja de la gente como tú.
—Vamos, Montsy, ¿qué es lo que he hecho? Si hubieras tenido una luz que funcionara en ese garaje, no habría tenido que encender las largas. Habría podido verte, sin haber quedado deslumbrado por el resplandor. Ha sido un accidente, y lo sabes.
—Un accidente…, eso es lo que dices siempre. Sé que has intentado hacerme daño. Lo sé, Preston. No estoy diciendo que hayas intentado matarme, sino que has tratado de hacerme daño para hacerme saber quién manda aquí, para que no intente hacerme valer. Tú mismo lo has dicho. Debe de ser eso lo que has querido decir.
Preston la tomó del brazo, no con suavidad sino agarrándola con fuerza.
—Ven, vamos, cogeremos mi coche y nos iremos a Medway Manor Court. Hay un agradable restaurante italiano a la vuelta de la esquina. Cenaremos allí.
—No, de eso nada. —Montserrat se lo sacudió de encima—. Voy a estar llena de moratones. Ya me conozco tus restaurantes italianos. Me voy a casa.
Encerradas juntas durante todo el día, la Princesa y June discutían sin cesar. Gussie no volvió a salir de paseo hasta que Rocksana apareció con bombones y con flores y se ofreció a sacarlo. A fin de cuentas, había resultado ser una buena chica. Firmó en el yeso de June con tinta verde y al día siguiente apareció acompañada de una cantante de pop cuyo nombre y cuya fotografía habían aparecido últimamente en todos los periódicos y revistas. Rocksana le dijo a June que, si se metía en Internet, la primera imagen que vería sería la de esa cantante anunciando su nueva autobiografía y dando consejo sobre cómo perder peso sin sufrimiento. La cantante también le firmó en el yeso y prometió que su nuevo marido, un famoso presentador de televisión, iría a verla al día siguiente y le firmaría con tinta violeta. Eso era lo que June más podía desear, aunque iba en contra de los principios de la Princesa, que se quejaba de que todas esas visitas estaban terminando con sus reservas de ginebra.
Mientras discutían llegó Thea con comida china para llevar, biscotes Dr. Karg’s y una porción de queso azul Shropshire Blue. Admiró los autógrafos, se mostró visiblemente asombrada ante algunos de los nombres particularmente célebres y formuló una petición.
—¿Puedo firmar yo también?
Eso era lo que June había temido.
—Me temo que no. Es que es sólo para celebridades, personalidades del mundo de la televisión y gente así. Sí, ya sé que la Princesa ha firmado, pero es que es una princesa. —Las dos habían limado sus diferencias y de momento parecían amigas íntimas—. Entiendo que eso la convierte en una excepción, ¿no te parece?
No, a Thea no le parecía. Se sintió muy dolida, mucho más de lo que habría supuesto de haber sido capaz de imaginar esa situación, pero no dijo nada y se limitó a quedarse allí viendo cómo la Princesa iba husmeando en los distintos contenedores de plástico de arroz, cerdo, pollo y verduras.
—De hecho, no me gusta la comida china.
—Vaya, creía que sí.
—Podemos comernos los biscotes con el queso —dijo June—. ¿Te importaría sacar a Gussie a dar una vuelta a la manzana?
Thea no se vio capaz de negarse. De hecho, en raras ocasiones lo hacía. Lo siguiente que le pedirían sería que empujara la silla de ruedas de la Princesa. Había que ponerle el abrigo al perro, un ejercicio que a menudo terminaba con quien se encargaba de vestirlo llevándose un mordisco. Cargando con la comida con la certeza de que tendría que comérsela ella —Damian y Roland desde luego no la tocarían—, se llevó al perrito a dar un paseo por Ebury Bridge Road y, de regreso, reparó en la única cosa que resultaba agradable: hacía mucho menos frío que hasta entonces.
El vivero Belgrave Nursery se diferenciaba de la mayoría de los demás viveros en que plantaba en macetas sus árboles de Navidad antes de repartirlos. Las macetas, como apuntaba Abram Siddiqui, eran en sí mismas auténticas obras de arte: Santa Claus, renos, hadas con tutús…; todo ello pintado sobre un fondo de montañas nevadas y de cielos azul marino, tachonados de brillantes estrellas. Khalid se encargaba de repartir los árboles personalmente, básicamente en orden para otorgar el que él consideraba el más hermoso al número 7 de Hexam Place y así ver a Rabia.
Cierto era que tanto la Navidad como los árboles de Navidad no significaban nada para Rabia ni para él. Aunque Khalid admiraba la decoración de las macetas y reconocía en ella la habilidad del pintor y un innegable éxito comercial, la veía como algo casi blasfemo. Representaba animales y, peor aún, la figura humana en varias de sus formas. Sin embargo, esas macetas pintadas eran sin duda una gran fuente de ingresos y provocarían un aumento de las ventas el año siguiente.
Rabia vio su furgoneta aparcada delante de la ventana de la habitación de los niños. Estaba sentada en un sillón tapizado en lino azul con motas blancas, y Thomas, con un mono azul de rayas blancas y azules, estaba de pie sobre su regazo mientras ella lo sujetaba delante de la ventana. Una hermosa vista.
—Mira, Thomas, ésa es la furgoneta del señor Iqbal y ese de ahí es el señor Iqbal, bajando de la furgoneta para traernos el árbol de Navidad.
La visión provocó una enorme excitación. Thomas empezó a saltar pesadamente sobre las piernas de Rabia, que sin embargo no dio señales de que le doliera, pues la alegría del pequeño sobrepasaba con mucho el dolor. El árbol de Navidad en su maceta pintada era un objeto hermoso incluso antes de proceder a decorarlo. Khalid Iqbal subía los escalones que llevaban a la puerta principal. No era necesario que la niñera bajara a abrirle. Zinnia podía hacerlo. Aun así, mientras se cubría rápidamente la cabeza, dejaba a Thomas en el suelo al tiempo que le enseñaba las cortesías que debía decir cuando Khalid entrara a la habitación de los niños, Rabia intentó en vano reprimir un pequeño arrebato si no de excitación, sí de feliz anticipación, que provocaba la visita de aquel hombre apuesto y afable por el que se sabía admirada.
Thomas, cuyas dotes lingüísticas habían mejorado a pasos agigantados, rompió a hablar en cuanto se abrió la puerta.
—Hola, señor Iqbal, ¿cómo está usted?
Khalid le dijo que estaba bien, gracias, y que esperaba que Thomas también lo estuviera, aunque sus expresivos ojos negros no se apartaron de Rabia mientras dejaba el árbol en el suelo y le preguntaba dónde lo quería. El niño bailaba alrededor de la habitación, señalando un lugar tras otro.
—Aquí, aquí, aquí… no, ¡aquí!
—¿Señora Ali?
—Creo que entre las dos ventanas, señor Iqbal. Así, cuando corramos las cortinas, tendremos un bonito telón de fondo.
—Tiene usted razón —dijo él empleando la clase de tono que denotaba que ella siempre la tenía—. ¿Le gusta el árbol? ¿Está satisfecha con él?
No era cuestión de alentarle demasiado.
—Estoy segura de que la señora Still estará encantada. Es exactamente lo que quiere.
Con eso debería bastarle. Rabia tomó a Thomas en brazos y lo levantó para que el pequeño pudiera llegar con una mano a la rama más alta del abeto.
—Ahí es donde pondremos la pequeña hada. El año pasado eras demasiado pequeño para entender.
—Ahora mayor —gritó Thomas—. ¡Grande!
Khalid dijo entonces con su tono afable y respetuoso:
—Mi madre le ha escrito una nota y me ha pedido que se la entregue, señora Ali. Creo que es una invitación.
Rabia cogió el sobre de color rosa pálido, consciente de su profundo sonrojo. De ojos negros, aunque con la tez clara como la de una mujer blanca, sabía que él debía de haber visto cómo la sangre se le agolpaba en las pálidas mejillas. La tarjeta que contenía el sobre que Rabia abrió cuando Khalid se marchó la invitaba a tomar el té el domingo siguiente. Su padre estaría también allí, y firmaba la nota Khadiya Iqbal. La joven escribió una pequeña nota en la que aceptaba la invitación. Era el fin de semana en que el señor Still tendría a los niños con él y quería que Rabia los acompañara el sábado a Gallowmill Hall. Por supuesto, era incapaz de manejarlos él solo y ella lo entendía. Hizo acopio de todo su valor y le preguntó si sería posible estar de vuelta el domingo por la tarde porque la habían invitado a tomar el té. Le pareció que al señor Still le alegraba regresar temprano. Dijo que no habría problema, que estarían de regreso a la hora del almuerzo y que era plenamente consciente de que ella estaba renunciando a su día libre para acompañarles.
Aunque el frío no remitió, no volvió a nevar en Londres. Pasaron los días secos y llegó entonces un día de lluvia que se llevó consigo los últimos resquicios de nieve que cubrían los coches y las aceras. Thea evitaba Oxford Street durante los fines de semana, pero se tomó una mañana libre para hacer las compras navideñas de June y de la Princesa. Los regalos que las dos mujeres querían eran para regalárselos entre sí: unas zapatillas para June de parte de la Princesa y una caja de regalo con una botella de colonia y una loción corporal de un caro perfumista de parte de June para la Princesa. June fingió una inmensa incredulidad cuando Thea le dijo lo que había costado y, pagándole con billetes de veinte libras, le dio tres en vez de cuatro, cosa que más tarde negaría. No sirvió de nada discutir con ella y Thea se resignó a la pérdida. Le compró a Jimmy una bufanda que, puesto que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado delante del volante, nunca se pondría.
Después de dar su última clase antes de que empezaran las vacaciones de Navidad, se sumergió a las siete de la tarde en el bullicio del West End. Había olvidado que el jueves las tiendas permanecían abiertas hasta más tarde, aunque todavía le quedaban por comprar algunos pequeños detalles para Damian y para Roland. Sin duda también ellos le regalarían algo. Mientras miraba escaparates, intentando inspirarse, se vio acorralada por un grupo de adolescentes encapuchados que salían de un pub. Como sus anteriores torturadores, los chiquillos se empeñaron en meterse con ella por su pelo rojo, al tiempo que uno de ellos le quitaba la bufanda que lo cubría parcialmente. Bañada en lágrimas, provocadas en parte por el agotamiento, Thea huyó hasta un autobús y telefoneó a su hermana a la peluquería. ¿Podía venir a casa y teñirle el pelo de castaño oscuro o de negro?
—Pero si tienes un color de pelo precioso.
Thea se resistía a confesar sus motivos a Chloe.
—Estoy harta. Quiero un cambio.
Chloe accedió a ir. Esa misma noche, si Thea así lo deseaba.
—Pero no te favorecerá.
¿Y a quién le importaba eso? Una vez más, Jimmy tendría que volver a oír que les iría bien pasar una noche más separados.
El sábado por la mañana, mientras tomaba una taza de té con Rabia, Montserrat dijo que le parecía extraño que se llevaran a los niños a Gallowmill Hall con ese tiempo. ¿Qué iban a hacer allí? Los campos seguirían cubiertos de nieve. Por un momento se había olvidado de que supuestamente no había estado allí o de que ni siquiera sabía dónde estaba la casa, pero la niñera pareció no darse cuenta. Estaba haciendo las maletas, una por niño, ansiosa por terminar de prepararlo todo y tenerlo a punto a las diez para cuando llegara el señor Still.
—Me pregunto por qué te lo habrá pedido —dijo Montserrat.
—Para que cuide de los niños. Es mi trabajo.
—Supongo. —Se consideraba a sí misma una elección mucho más apropiada, sobre todo cuando él se había disculpado una y otra vez tras el accidente con su coche. Preston le había explicado y le había repetido hasta la saciedad que no sabía lo que le había ocurrido. A fin de cuentas, si las cosas funcionaban entre los dos, y sin duda lo harían, los niños tendrían que conocerla, y ella a ellos—. Bueno, espero que no mueras congelada.
Rabia lavó las tazas, se deshizo educadamente a Montserrat y bajó a buscar a las niñas a la habitación de Lucy, donde jugaban con el maquillaje de su madre.
—Qué alivio no tener que ir —fue la despedida de Lucy.
Para su disgusto, Beacon había sido convencido para que llevara el Audi hasta Medway Manor Court y regresara a casa en autobús. Muchos de sus vecinos creían que el coche le pertenecía, y aunque era demasiado honrado para mentir al respecto, Dorothee no lo negaba cuando la gente hablaba de «tu coche». El señor Still llegó al número 7 de Hexam Place a las cinco y diez, llevando consigo una cesta de Harrods para evitar así tener que parar de camino en algún supermercado. Rabia sonrió y dijo que era una buena idea, aunque su auténtico temor era que la comida no fuera nada apropiada para niños —tarta de caza, perdiz asada y melocotones en brandy, entre otras cosas—, y esperaba que el cuidador de Gallowmill Hall hubiera llenado la nevera con algunos productos de primera necesidad.
Por mucho que deseara acomodarse sobre el regazo de Rabia, Thomas tuvo que ir sentado en su sillita para bebés. Era la ley, había dicho el señor Still. Hubo lágrimas, rabia y muchas patadas contra el asiento delantero, pero en cuanto se pusieron en marcha y el niño hubo visto y oído un camión de bomberos haciendo sonar su sirena de camino a un incendio, se calmó y empezó a disfrutar. El señor Still estaba de buen humor o quizá simplemente lo fingía, no tanto por sus hijos como por Rabia. Antes de partir, le pidió el teléfono de Dex. Lo había tenido en su día, pero lo había perdido, y según tenía entendido, ella tenía una memoria prodigiosa para los números. Quizá tuviera ése en la cabeza. Así era, en efecto, y se lo anotó en un papel. Él sonrió, le dio las gracias e insistió en que se sentara delante con él, aunque Matilda reclamaba ese asiento por ser la hija mayor. Pero no, tenía que ser la niñera.
—Es muy amable por parte de Rabia renunciar a su día libre para venir con nosotros —dijo—. Y es que no nos las ingeniaríamos demasiado bien sin ella, ¿no os parece?
Las dos niñas estaban enfurruñadas. Thomas dijo:
—Quiero a Rab, quiero sentarme en su falda. —Luego empezó a hacer un ruido parecido al de un coche de bomberos.
Hacía mucho frío, aunque el interior del coche no tardó en caldearse. Los campos, tal y como Montserrat había predicho, estaban cubiertos por sábanas de nieve. Los ciervos se arracimaban bajo los árboles desnudos, alimentándose de balas de heno. Había una luz encendida en el vestíbulo de Gallowmill Hall, prueba de la reciente presencia del cuidador, como lo era también el calor que circulaba desde el interior, saliendo a su encuentro cuando el señor Still abrió la puerta principal. Rabia esperaba tener que entrar ella con las maletas, pero él formuló un imperioso: «Espera. Deja que yo lo haga», y se convirtió en un botones la mar de eficiente mientras ella llevaba dentro a Thomas.
Los Still no eran la clase de niños que disfrutaran jugando en la nieve. Quizá Thomas llegara a serlo algún día, pero Matilda y Hero mostraban tanta aversión hacia el mundo natural como su madre. Se quedaron disfrutando del calor delante de la televisión mientras Thomas decía que ayudaría a Rabia en la cocina. La nevera, como ella esperaba, estaba bien provista de pan, mantequilla y queso, ensalada en bolsas de celofán y fruta en bolsas de plástico. El señor Still había desaparecido. En la distancia, aunque en algún lugar de la casa, Rabia oyó un martilleo y un sonido como si alguien arrastrara algo pesado por el suelo.
La oscuridad no tardaría en llegar. Tampoco el día más corto del año: amanecería a las ocho de la mañana y a las cuatro caería la tarde. El señor Still apuntó todos esos datos mientras almorzaban. De ahí que tuvieran que asegurarse de salir a tomar el aire fresco mientras todavía disfrutaban de la plena luz del día.
—¿Por qué se dice «plena», papá? —preguntó Hero—. ¿Por qué no larga, o amplia?
El señor Still no lo sabía.
—Tengo una sorpresa para vosotros. —Sonrió, evidentemente poniendo todo su empeño en mostrarse como un padre cariñoso y atento—. No celebramos la Noche de las Hogueras ni tampoco fuisteis a ninguna fiesta esa noche. Os la perdisteis, y es una pena, así que se me ha ocurrido que podríamos celebrar una aquí, esta tarde. Haremos una hoguera, y he traído un montón de cohetes. ¿Qué os parece?
—Odio los fuegos artificiales. —Matilda se sacó un buen trozo de pastel de caza de la boca y lo dejó a un lado del plato—. Una niña del colegio se quemó la mano con uno y se puso tan grave que le amputaron el dedo meñique.
—Puaj —dijo Hero—. No puedo comer más, acabas de fastidiarme el almuerzo. Qué asco.
—Es norteamericana y las norteamericanas llaman «rosa» al dedo meñique, aunque no sea rosa. Le preguntó al médico si podía conservar el dedo rosa que se había quemado, pero no la dejaron.
Rabia quiso echar una reprimenda a las niñas, pero no le gustaba hacerlo cuando su padre estaba presente. Era él quien debía hacerlo, y de pronto lo hizo, y a voz en grito.
—Ya es suficiente. No quiero oíros pronunciar una sola palabra más hasta que hayáis dejado limpio el plato. ¿Me habéis oído?
Hero se levantó y salió de la habitación. Matilda se echó a reír y eso encendió a Thomas. Había arrojado la mayor parte de su comida al suelo, que afortunadamente era una especie de madera laminada.
—Por favor, discúlpeme si me llevo al niño a la cocina y le doy allí el almuerzo, señor Still —dijo Rabia.
Consiguió darle de comer, limpiarle la cara y las manos y salir con él y con sus hermanas, que no dejaron de protestar, mohínas, mientras se dirigían al jardín, y desde allí, cruzando una puerta, al campo. Gracias al sol intermitente y a que la temperatura había subido un poco por encima de la congelación, la nieve que todavía quedaba en el campo se había derretido. El señor Still, que parecía decidido a mostrarse alegre, había preparado una hoguera que, por lo que Rabia vio enseguida, jamás ardería. Preston había utilizado ramas húmedas del bosque que había apilado con tablones sólidos. Junto a la hoguera había un bidón que contenía algo que ella supo casi con toda seguridad que era petróleo.
—Disculpe, señor Still, pero no creo que el fuego vaya a prender. ¿Me permite que intente… ayudarlo un poco? ¿Podríamos conseguir unos periódicos? Y, siento decirlo, pero si echa ese petróleo quizás ardan los árboles. —«Y también usted», pensó, aunque no lo dijo.
En vez de enfadarse como ella había esperado y temido, él fue en busca de unas pilas de periódicos y de una botella de plástico de parafina. Ensuciándose las manos, pues no hubo forma de evitarlo, Rabia se acuclilló y reorganizó la hoguera. ¿Qué estaba quemando el señor Still aparte de los leños y las pequeñas ramas? Entendió entonces a qué se debían los martillazos y el sonido de cosas arrastrándose. Había un montón de madera y de pliegos de plástico cortados por alguien que a todas luces apenas había cortado en su vida. El señor Still había cortado, astillado y abierto en dos algo que en un principio ella tomó por un barco y que no tardó en identificar como uno de esos cofres portaequipajes que se instalaban encima de las bacas de los coches. En fin, él sabría lo que hacía, quiso pensar, aunque no pudo. El fuego estaba preparado para arder. Rabia dio un paso atrás, alejándose convenientemente de la hoguera, tomando a Tomas en brazos y con las niñas a su lado. El señor Still vertió la parafina y arrojó una cerilla a la hoguera.
La niñera se estremeció al pensar en lo que podría haber ocurrido si le hubiera dejado utilizar el petróleo. La hoguera empezó a arder con decisión, y las llamas se elevaron hasta llegar a lamer el interior barnizado del cofre. Él encendió el primer cohete, uno de color verde y plata que estalló en fuentes de lluvia esmeralda.
—Me aburro —dijo Matilda.
—Me acuerdo de cuando mi padre se rompió la muñeca —dijo la Princesa el domingo por la mañana—. Tardó tres meses en poder utilizar el brazo derecho.
—Eso fue distinto. —June contemplaba los ilustres autógrafos—. No tenía tanta importancia. Me dijo usted que era zurdo.
—Podía utilizar las dos manos, era ambidiestro. Te lo digo sólo porque eso significa que no podrás volver a utilizar el brazo hasta marzo y es terrible que ese pobre perro tenga que depender todo el tiempo de la amabilidad de las visitas.
June dijo que de acuerdo, que sacaría a Gussie, pero que si se caía y se rompía la otra muñeca no dijera que no la había avisado. Se lo tomó con calma, dejando que el perro tirara de la correa. El señor Still, por una vez al volante de su coche, tuvo que frenar bruscamente para evitar atropellarla delante de la casa del doctor Jefferson. Los frenos del coche chirriaron e hizo sonar la bocina como medida adicional. Cuando bajaba la ventanilla para decirle algo, June se le adelantó. Su tono era amargo.
—La próxima vez, será mejor que deje conducir a Beacon.
Vio cómo el coche aparcaba delante del número 7 y salían de él esas maleducadas hijas suyas. Luego —sorpresa, sorpresa— bajó Rabia. Por supuesto, no hubo ni rastro de Lucy. La niñera llevaba a Thomas en brazos. La mujer adoraba a ese niño. Sería muy difícil para ella cuando vendieran el número 7, el señor Still comprara esa casa que estaba a la venta junto a la de su hermana y Lucy se llevara a los niños a la casa de campo de sus padres. Corría el rumor de que la mujer que había sido la niñera de Lucy vivía allí todavía y de que la figura de la joven Rabia no sería necesaria. June siguió dando la vuelta a la manzana; se asustó mucho cuando se resbaló, pero en esta ocasión no sufrió ningún daño.