Beacon había hecho en el pasado trabajillos para el señor Still de los que a su jefe no le gustaba ocuparse. Por ejemplo, se habían encargado de hablar con Zinnia cuando la anterior limpiadora se marchó y hubo que buscarle sustituta. La señora Still nunca hacía nada, eso era de todos sabido. Beacon incluso había encontrado a Rabia, aunque había sido el propio señor Still quien la había entrevistado. Ahora preguntaba a Beacon por Dex Flitch.
—Está pirado, señor —le dijo—. Le clavó un puñal a su madre. Afortunadamente para él, ella no murió.
—El doctor Jefferson le tiene contratado, y también el señor Neville-Smith.
—Con el debido respeto, señor, aunque el doctor Jefferson es un santo varón, la bondad personificada con todo el mundo, siente predilección por personas a las que usted no permitiría que pisaran su casa.
—De acuerdo. Te creo. ¿Y qué pasa con Dex?
—Parece un trasgo, pero caza espíritus malignos. Tiene a su propio dios viviendo en su móvil y hace lo que su dios le dice. Lo llama Peach, como los del servicio de comunicaciones. Yo lo llamo «blasfemia». Lo siento, señor, pero usted me ha preguntado.
—Sí —dijo el señor Still—. Gracias, Beacon. Me libraré de él.
Pero el señor Still no se libró de él. Beacon lo supo porque mientras estaba lavando el Audi en las caballerizas al día siguiente, Jimmy salió del jardín trasero del número 3 y dijo que había oído que Dex iba a ocuparse del jardín del número 7.
—Bien que lo necesita —dijo Jimmy—, y le dije al señor Still que lo reconsiderara. Vino mientras el doctor Jefferson estaba trabajando y me pidió su número de móvil. Dex, me refiero a Dex. Tuve que dárselo, ¿no? Y es que, aunque vaya en contra de mis principios, tuve que dárselo.
—Deja que te diga que yo mismo puse en sobre aviso al señor Still.
—Quizá debería haberle contado lo de Peach.
—Ya lo he hecho yo —dijo Beacon—. Asquerosa basura irreligiosa.
—Canapés —dijo Roland—. Ni de piña, ni de queso ni de falso caviar. Nada de basura. Teníamos en mente huevos de codorniz y foie gras, esa clase de cosas.
Thea dijo:
—¿Habéis pensado en contratar a una empresa de catering? Tenemos la Navidad a la vuelta de la esquina.
Al mirar por la ventana, vio que caían los primeros copos de la nieve pronosticada. ¡Nieve en noviembre! Inaudito.
—¿Quieres decir que estarán todos contratados? Bueno, querida, en realidad habíamos pensado en que te encargaras tú.
Canapés para cincuenta invitados, conseguir como fuera los ingredientes y llevarlos escaleras arriba, porque nadie más lo haría. Si Thea se casaba con Jimmy no tendría que volver a hacerlo…, salvo quizá, para su propia boda.
—De acuerdo —dijo—, si es lo que queréis…
La nieve empezó a caer mientras Dex trabajaba en el jardín del doctor Jefferson. Utilizando la estrecha pala de punta afilada, arrancaba de las jardineras de barro las plantas que la escarcha había matado, marchitando primero las hojas y ennegreciéndolas después. Aflojó la tierra alrededor de las plantas muertas y arrojó las raíces y los tallos marchitos a una bolsa de plástico negra que le había proporcionado Jimmy. Cuando terminó con la última jardinera, los primeros copos flotaban ya en un cielo gris y plomizo. Primero se esparcieron como pétalos sobre el suelo, cubriéndolo poco a poco de una fina sábana blanca. Dex empezó a recoger. Limpió sus herramientas en el grifo exterior, las metió en la bolsa que utilizaba para guardarlas y llamó a la puerta trasera para decirle a Jimmy que con ese tiempo no podía seguir trabajando.
—Dile al doctor Jefferson que he hecho lo que he podido, pero que nevaba. ¿Crees que me pagará?
—Ha dejado aquí tu dinero —dijo Jimmy, sacando un sobre que le entregó—. Él sí. Yo no lo haría, si quieres que te sea sincero. Pero él es así.
A Dex le sonó el móvil cuando giraba por Ebury Bridge Street. Fue un acontecimiento extraño. Respondió dando simplemente su nombre, tal y como el doctor Mettage le había enseñado que era la mejor forma de hacerlo. Así la gente sabía que habían llamado al número correcto.
—Dex —dijo.
—Peach —respondió una voz. Parecía provenir de muy lejos, pero era una voz hermosa, distinta de cualquiera que hubiera oído antes, la voz de un dios que vivía en el crepúsculo. Pero Peach tenía muchas voces.
Dex volvió a pronunciar su nombre. No sabía qué otra cosa decir. No podía seguir andando mientras su dios le hablaba. La nieve caía sobre sus manos y sobre el teléfono. Había una parada de autobús a unos cuantos metros de donde estaba. Se dirigió sigilosamente hasta ella y se acurrucó en el estrecho banco.
—Peach —volvió a decir la voz—. ¿Sigues ahí, Dex?
Él asintió. Luego, entendiendo que Peach no podía verle, dijo:
—Sí, aquí estoy.
—Escúchame. Hay un espíritu maligno que debes destruir —dijo Peach, y cuando Dex dijo que sí y preguntó que qué debía hacer, respondió—: Es una mujer. Quiero decir que parece una mujer. Es casi de tu altura y tiene un abundante pelo oscuro y largo. Vive en el número siete de Hexam Place y debes seguirlo. Seguirlo y destruirlo. No se lo digas a nadie.
—No se lo diré a nadie.
—Hazlo pronto —dijo Peach—. Te recompensaré.
Dex no estaba seguro de lo que quería decir «recompensar», de lo que significaba exactamente la palabra. Quizás era uno de esos mensajes que aparecían de pronto y que decían que Peach iba a darle diez llamadas gratis. Sabía que bajo ningún concepto podía contárselo a nadie. Ya había intentado hablar de su dios en el pasado, con Beacon por ejemplo, que le había respondido visiblemente enojado, soltándole una larga palabra que empezaba con ge y que él no había oído hasta entonces. Jimmy no se había enfadado cuando le habló de Peach, pero le dijo que estaba loco. Dex ya lo sabía. Lo sabía desde que había estado en ese sitio donde estaban todos locos, así que también él debía de estarlo. Ni Jimmy ni Beacon lo habían entendido. Dex se levantó y salió a la acera, disfrutando de la sensación de los fríos copos cayéndole en la cara y en las manos, ahora que tenía el móvil a salvo en el bolsillo.
Diciembre llegó acompañado de un frío gélido. El estanque de Saint James’s Park se heló y los pelícanos se apiñaron en su isla. Durante un hechizo de sol en el que la nieve dejó de caer y el cielo se puso azul, Rabia se llevó a Thomas en cochecito a Harrods por aceras pegajosas a causa del deshielo y de la arenilla roja, y le compró un abrigo de guata escarlata con capucha. Estaba ribeteado de piel gris, no blanca, para evitar que pareciera un pequeño Santa Claus.
Montserrat, que había dejado el coche en Hexam Place durante la noche, encontró las manillas de las puertas congeladas, así que tuvo que ir a pie a comprarse unos descansos. Como no podía permitirse unas Uggs, se compró una imitación barata de ante celeste ribeteadas de lana blanca en una zapatería de Victoria Street. Cogió un autobús de regreso y subió al piso superior. Al volverse a mirar, vio que Dex subía tras ella. Quizá finalmente había conseguido el puesto de jardinero en casa de Preston, aunque ya había desaparecido cuando le tocó bajar. Beacon, que pasaba en ese momento por allí, le sugirió que por qué no usaba un secador para solucionar el problema de las manillas de las puertas, lo cual sólo era posible, naturalmente, si tenía un alargador lo bastante extenso como para poder enchufarlo a una toma de su piso, hacerlo subir por las escaleras que bajaban desde la calle al sótano y sacarlo de allí a la calle. Montserrat le preguntó que a qué hora calculaba que llevaría a casa esa tarde al señor Still.
—Eso no es asunto tuyo —respondió él—. Además, ¿para qué quieres saberlo? Si quieres saber esa clase de cosas, pregúntaselas a la señora Still.
Montserrat entró a buscar un alargador. Zinnia ni siquiera entendió lo que le pedía, Rabia había salido con Thomas y Lucy almorzaba fuera. La au pair intentó calentar la llave del coche, pero lo único que consiguió fue quemarse los dedos. Lo mejor era esperar al deshielo y coger el metro para llegar a casa de Preston. Después de la tarde en que él la había llevado a cenar a petición suya y en que, también a petición suya, había regresado a Hexam Place a pasar allí la noche con ella, Montserrat no había vuelto a saber de él. Aun así, él había sido amable con ella y le había hablado de un modo animado y complaciente durante la cena, y cuando regresaban en el taxi, la había besado apasionadamente…, bueno, apasionadamente según sus estándares. Sólo cuando giraron para entrar por Hexam Place empezó a comportarse cautelosamente. Le pidió al taxista que le dejara delante del Dugong mientras seguía con Montserrat al número 7. Ella le esperó en el patio de servicio, aunque él accedió a la casa subiendo los escalones y entrando por la puerta principal. Cinco minutos más tarde, entró al piso de Montserrat. Ella pensó que a esas alturas ya había entre ambos la confianza suficiente como para preguntarle por qué, pero él se limitó a decir, retomando su actitud de antaño, que estaba en su casa y que maldita sea si tenía que entrar por la entrada del servicio. Ésa fue la primera vez que ella oyó la expresión «maldita sea» desde que se la había oído emplear a su abuelo cuando era niña.
Había esperado que Preston la llamara al día siguiente. A decir verdad, a esas alturas ya se tendría que haber acostumbrado a que no la llamara cuando cualquier otro sí lo haría, pero no era el caso. Ella tenía miedo de llamarle al trabajo, y cuando le dejaba mensajes en el piso de Medway Manor Court, él nunca contestaba. Montserrat creía llegada la hora de que Preston le hablara de su divorcio, de que la invitara a irse a vivir con él, e incluso de que mencionara el matrimonio como una posibilidad. Tenía que verle, y preferiblemente, esa misma noche. Se imponía una charla cara a cara. Ya se encargaría ella de guiar la conversación para que empezaran a planificar juntos el futuro.
Quizá era mejor que no hubiera conseguido descongelar las manillas del coche, porque volvía a nevar y había visto en el móvil que las predicciones meteorológicas apuntaban a una gran helada nocturna. Por la mañana, el vehículo parecería un iglú. Como sus botas nuevas no eran lo suficientemente glamurosas ni elegantes para encontrarse con Preston, se puso unos zapatos cerrados de tacón, aunque de piel y no de ante, y con un tacón de tan sólo un par de centímetros. No era el momento de torcerse el tobillo. Aunque su único abrigo grueso, de lana negra con las solapas de falso borrego, estaba raído, era la pieza más abrigada que tenía. Lo primero que le pediría a Preston que le comprara cuando vivieran juntos era un abrigo de piel auténtica.
Las aceras entre Victoria Station y Hexam Place habían sido rociadas con arenilla. La nieve las había convertido en una especie de sopa rojiza. Los zapatos de Montserrat chapotearon en el líquido arenoso y lamentó no haberse decantado por las botas. Había muy poca gente en la calle, de ahí que le resultara extraño volver a ver a Dex por segunda vez en el mismo día. Se había vuelto de espaldas antes de cruzar la calle para asegurarse de que no venía nadie y allí estaba él, al parecer siguiendo la misma ruta que ella. Dex vivía por allí, ¿no? También él debía de ir a tomar el metro.
Al entrar a la estación del metro, Montserrat se detuvo y llamó a Preston al fijo. Tenía que ser al fijo porque no tenía su móvil. Por supuesto él no contestó, aunque eso no significara nada. A esas horas ya debía de estar en casa. Bajó por la escalera mecánica y cuando estaba a medio camino oyó anunciar por megafonía que la Circle Line sufría retrasos. Aunque no dijeron nada de que el tráfico hubiera quedado interrumpido. El andén estaba abarrotado. Montserrat sabía que lo más conveniente era colocarse en el extremo más a la izquierda o a la derecha, porque en el último y en el primer vagón era donde normalmente se encontraban asientos libres.
Se abrió paso por el andén con cierta dificultad hacia el extremo de la izquierda. El cartel indicador anunció que el tren haría su entrada al cabo de un minuto. No ocurrió esa tarde que ese extremo del andén, como tampoco la punta del tren, estuviera menos lleno. Alguien situado en el borde del andén se volvió de espaldas y le dijo: «No empuje», y ella respondió: «Disculpe», pero siguió empujando hasta colocarse también en el borde, calculando exactamente dónde se abrirían las dobles puertas del último vagón. Se oyó entonces el tren en la distancia, una suerte de rugiente traqueteo en los raíles justo antes de que apareciera el resplandor de sus luces. Montserrat sintió que algo se le pegaba a la espalda, un toque suave seguido de una presión más ostensible. Dejó escapar un grito y se precipitó sobre el borde del andén, pero se agarró del hombre que tenía al lado y a la mujer que estaba de pie al otro, aferrándose a ellos y soltando un fuerte chillido. Se habría caído de no haber sido porque ambos tiraron de ella, devolviéndola al andén.
El tren hizo su entrada, rellenando el espacio letal en el que esperaba la muerte por electrocución. La mayoría de pasajeros subieron al tren, pero no los dos que la habían sostenido, impidiendo la caída. La acercaron hasta uno de los asientos, el último del andén, y ella se instaló en él, entre sentada y recostada, soltando pequeños gimoteos. El hombre le preguntó qué había ocurrido.
—No lo sé. Alguien me ha empujado.
—¿Ha visto quién ha sido?
—No he mirado. —Montserrat miró a uno y a otro—. Gracias. Casi me caigo. De no haber sido por ustedes…
La mujer la ayudó a subir por la escalera mecánica y la metió en un taxi. Montserrat le dio al taxista la dirección de Hexam Place, pero en cuanto el coche empezó a moverse cambió de opinión y le indicó que la llevara a Medway Manor Court. Necesitaba más que nada a alguien que cuidara de ella, que la abrazara, que la compadeciera. A decir verdad, lo que necesitaba era a alguien que la quisiera, aunque dudaba mucho que Preston fuera a hacerlo.
—Lo habrás imaginado —le dijo él cuando le abrió la puerta—. Seguro. Esas cosas no pasan.
—Pues ésta sí.
Él no la abrazó ni mostró el menor signo de compasión, aunque sí le ofreció un brandy, lo cual fue en cierto modo una expresión de cariño.
—Por favor, Preston, ¿puedo quedarme? Estaré recuperada por la mañana. Es sólo que tengo miedo de salir ahí fuera esta noche.
—Te agradecería que no me hablaras como si fuera un monstruo. «Por favor, Preston, ¿puedo quedarme?» Por supuesto que puedes quedarte.
—Gracias —dijo Montserrat con tono humilde. Y luego—: ¿Qué significa la cu de tu nombre?
—Mejor que no lo sepas —respondió él, aunque sonreía.
—Me gustaría. De verdad. —Así podría decirlo cuando se casaran.
—Quintilian —dijo Preston.
La nieve cayó hasta una altura de cinco centímetros.
—Querrás decir dos pulgadas —dijo June.
Por ser la criada de más antigüedad de Hexam Place, era la única que barría la acera de delante de la casa que ocupaba o en la que trabajaba. Zinnie se negaba a barrer fuera, diciendo a todo aquel que quisiera escucharla que ése no era su trabajo. En el número 11, Richard y Sondra convinieron no mencionar el tema a menos que alguno de sus jefes se lo pidiera. Simon Jefferson le dijo a Jimmy que ni en sueños esperaría que se encargara de semejante cometido, y él mismo barría su trozo de acera. Por lo demás, la nieve seguía intacta, pisoteada por los peatones que se atrevían a salir a la calle, deshelada un día más cálido y de nuevo congelada durante la noche, creando placas de hielo.
Fue precisamente un día de frío renovado cuando June resbaló mientras empujaba a la Princesa en su nueva silla de ruedas. La mujer se cayó, la silla de ruedas volcó y la Princesa salió despedida. El accidente tuvo como testigo a Lucy, que en ese momento bajaba de un taxi; a Roland, que subía las escaleras hacia la puerta de entrada del número 8, y a Thea, que miraba en ese momento por la ventana principal de su apartamento. También ella vio a Lucy y a Roland «pasando de largo por la acera contraria», como se dijo para sus adentros. La parábola del buen samaritano fue representada entonces en cuanto ella bajó corriendo la escalera, agarrándose con fuerza y hablando por el móvil, y haciendo cuanto estaba en su mano para poner a las dos ancianas en pie.
La Princesa proclamaba a gritos que se había roto la cadera, sin ofrecer demasiado fundamento para su aseveración. June realmente se había roto la muñeca al extender el brazo derecho en un vano esfuerzo por evitar la caída. Movido por la errónea impresión de que era la hija de la Princesa, o quizá la de June, uno de los paramédicos le preguntó a Thea si quería acompañarlas, y aunque ella no quería, dijo que sí, claro.
La vida quedó sumida en una especie de parón. El único trabajo que a Dex le quedaba eran sus tres horas a la semana en casa del doctor Jefferson. Todos sabían que si lo conservaba todavía era gracias a la bondad del corazón del médico. Dex se había planteado ir puerta por puerta, ofreciéndose a limpiar la nieve, que había seguido cayendo durante el fin de semana, pero no era más que una fina capa que se fundió durante la templada noche del sábado. Beacon le había dicho que si recibía dinero del gobierno gracias a algo que tenía un nombre que él no alcanzaba a pronunciar, no debía ganar dinero trabajando. Pero el doctor Jefferson le daba el dinero, de modo que no debía de estar obrando mal. Dex estaba más preocupado porque le había fallado a Peach, y se preguntaba si debía llevar a cabo un segundo intento.
La fase «yogur» de la Princesa se había prolongado durante más tiempo del habitual, aunque había desaparecido justo en el momento en que las inclemencias de las disposiciones alimentarias del número 6 eran lo que menos se necesitaba. Se negó a probar una sola cucharada de yogur mientras viviera, o eso fue lo que dijo. Lo que le apetecía era el muesli, después de haberlo probado en el hotel de Florencia y de haber vuelto a probarlo en uno de esos sueños con los que entretenía a June cuando le servían el desayuno. En el sueño, su marido Luciano había sido envenenado con un bote de yogur por una camarera que tenía la impresión de estar sirviéndole una poción de amor.
Incapaz de seguir llevando una bandeja, June transportaba la cafetera, la tostada, la mantequilla, la miel y el indeseado yogur en un carrito de la compra del que tenía que ir tirando escalón tras escalón. El yeso que llevaba en el brazo derecho le cubría desde los nudillos hasta el codo, de modo que había muchas tareas a las que había tenido que renunciar. No podía empujar la silla de ruedas ni sacar a pasear a Gussie. La Princesa tuvo que quedarse en casa, cuidándose las heridas, mientras que el perro deambulaba por las habitaciones entre gimoteos. Si Rad hubiera estado todavía con vida, June le habría pedido que le firmara el yeso, pero Rocksana Castelli estuvo dispuesta a hacerlo en su lugar y a llevar al número 6 a algunas otras celebridades de serie B a las que había conocido durante su relación con el sobrino nieto de June. La idea de ésta era conseguir la cantidad suficiente de nombres famosos para convertir así el yeso en un objeto valioso y subastarlo después en el Dugong. Ted Goldsworth, el dueño del pub, organizaba una subasta benéfica para reunir dinero para los huérfanos moldavos, y ella entendió que si deseaba recibir la aprobación de Hexam Place debía hacer entrega de las ganancias a la subasta, aunque habría preferido con creces guardárselas. El médico que le había colocado el yeso le había prometido que se lo cortaría con el mayor de los cuidados cuando llegara el momento para no estropear los autógrafos.
A Beacon le sorprendió y le molestó ligeramente que el señor Still le pidiera (le ordenara) dejarle el Audi durante la noche. El autobús le llevaba de puerta a puerta, de modo que no le pasaría nada por volver en bus a casa por la tarde y regresar a trabajar en él por la mañana. A fin de cuentas, dijo el señor Still, ¿qué sentido tenía pagar el enorme coste de una plaza de aparcamiento de residente si nunca se utilizaba? Como muchos chóferes empleados por hombres ricos, Beacon había terminado considerando el Audi, si no del todo como propio, sí como un vehículo del que era más que un simple copropietario. Pero cuando se trataba de darle órdenes, el señor Still estaba en todo su derecho, y por supuesto él le obedecía.
Últimamente el señor Still había estado llegando a casa más temprano de lo que era habitual en él. Aunque desaprobaba casi todo lo que hacía su jefe, la esposa de su jefe y en cierta medida también a los hijos de su jefe y su estilo de vida, Beacon suponía que regresar a Medway Manor Court era más agradable que volver a Hexam Place, porque la señora Still estaba presente en esta última residencia y no en la primera. Esa tarde, sin embargo, fue a Hexam Place, adonde se dirigió a las siete, y el coche tuvo que quedar aparcado entre surcos de nieve semiderretida, tras un viejísimo volkswagen Golf propiedad de Montserrat, la au pair. Ella estaba allí, echando agua caliente en las manillas de las puertas con una jarra de leche.
Beacon se dijo que si Montserrat y el señor Still hubieran entrado juntos a la casa habría comunicado a su jefe su renuncia al día siguiente. Ser testigo de semejante inmoralidad era más de lo que podía soportar, por no hablar de contaminar a Dorothee, a Solomon y a William por asociación. Pero no fue necesario que renunciara a su puesto en esos tiempos difíciles, pues mientras que la joven bajó las escaleras que llevaban a la zona de servicio, el señor Still subió los escalones hacia la puerta de entrada. Beacon se marchó a coger el autobús para volver a casa.
Montserrat sirvió dos copas de vino, se sentó a esperar a Preston y contempló su reflejo en el espejo. Era sin duda una imagen digna de admiración: un escotado vestido largo de color carmín comprado con los cinco billetes de veinte libras que Preston le había puesto inesperadamente en la mano, peinada como estaba por la hermana de Thea y con el lápiz de labios también de color carmín, a juego con el vestido. Suponía que el dinero era una recompensa por no haber hablado del «accidente» a la policía ni a nadie. ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía nada que ganar con ello.
Preston entró cinco minutos más tarde. A Montserrat ya no le importaba que no llamara a la puerta. Habían llegado a un nivel tal de intimidad en la relación que no tenía que preocuparse por esa clase de cosas. Él la besó y dijo:
—Basta de taxis por esta noche. Yo conduciré.
A Montserrat le gustó la idea, aunque lo de ir en coche a algún restaurante lejano le resultó menos aceptable.
—Va a haber una niebla helada ahí fuera, cariño. —Preston ya no protestaba cuando ella le llamaba así—. Podríamos comprar algo y cenar en tu casa o aquí.
—Odio la comida para llevar —respondió él, recuperando sus modales de antaño.
—De acuerdo, si estás seguro… Meteré mi coche en el garaje.
Preston se levantó.
—Yo lo haré.
Esos ofrecimientos, cualquier clase de ofrecimientos, eran sin duda una novedad.
—Gracias, cariño —dijo ella, dándole la llave del coche.
—Quizá podrías abrir tú la puerta del garaje.
Montserrat salió por la puerta del sótano después de haberle visto regresar a la planta baja y salir por la puerta principal. La niebla, blanca y muy fría, empezaba a cubrirlo todo, suspendida en el aire quieto de la noche. No había nadie a la vista, salvo Thea, que entraba en el número 6 para ayudar a June y a la Princesa. Montserrat la saludó con la mano, resbaló y a punto estuvo de caerse sobre una placa de hielo medio fundido que cubría la mitad de la acera. Preston estaba ya sentado en su coche, con el motor en marcha y las luces encendidas. No dio señal alguna de haber reparado en ella, aunque a buen seguro tenía que haberla visto. Era un hombre extraño, frío y duro como el clima. Pero se casaría con él. Antes, por teléfono, le había hablado de su inminente divorcio, la venta de la casa y lo que él llamaba «el reparto del botín». Montserrat se casaría con él y compartiría parte del botín en compensación por lo que a buen seguro sería vivir con él.
Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. El interruptor estaba dentro a la izquierda, pero cuando lo pulsó, la luz no se encendió. Las luces del coche bastarían. Se dirigió hasta la pared posterior y empezó a indicarle a Preston que entrara. Era un garaje de medida estándar, aunque estrechado por todos los trastos almacenados contra las paredes a uno y otro lado: un plegatín que le guardaba a un amigo de su padre, cuatro maletas de varios tamaños y bolsas de plástico con ropa de cama.
No esperaba que Preston encendiera las largas al avanzar hacia ella. Haciéndole señas con las dos manos, Montserrat dio un respingo y retrocedió un par de pasos, cegada por los faros, cuya luz la obligó a cerrar los ojos. Intentó indicarle con las manos que aminorara la velocidad, pero soltó un grito cuando él aceleró en vez de frenar. Saltó despatarrada contra el capó del coche, agarrándose a los limpiaparabrisas.
No tuvo más necesidad de gritar. Estaba viva. Aun así, siguió gritando simplemente de alivio, dando rienda suelta a la secuela de terror con pequeños gritos y gemidos.