18

Prometerse en matrimonio era una cosa, dejar que todos se enteraran otra muy distinta. De hecho, el anillo de la madre de Jimmy le iba demasiado grande. La mujer debía de haber tenido unas manos enormes. Thea dijo que no estaría bien que Jimmy mandara a que lo redujeran de tamaño. Sin duda, el anillo de una madre era sagrado y no había que manipularlo indebidamente.

—No hace falta que tengamos un anillo para prometernos.

Era la suerte de cosas que se le dicen a un niño. Thea tuvo una sensación de déjà vu y se acordó de que, cuando a los nueve años le regalaron un nuevo juego de té, le dijo a su amiga que no era necesario que echaran té de verdad en las tazas. Jimmy pareció satisfecho.

—Te voy a comprar un superanillo de boda.

A Thea el corazón se le encogió un poco, aunque volvió a expandírsele unos milímetros cuando él dijo:

—Siento mucho no poder asistir a la unión civil de Damian y Roland. Tengo una entrada para ir a ver al Arsenal al estadio.

Igual que los demás miembros del «servicio», él tampoco estaba invitado. Thea no tendría que explicárselo. Imaginó cuál sería la reacción de la futura pareja de hecho si se enteraban de que Jimmy se había referido a ellos por sus nombres de pila. Antes o después, uno u otro (quizás ambos) sería nombrado caballero, pues así era siempre con los hombres de su posición, y pobre del que a partir de ese momento no le llamara «sir».

¿Llegaría a casarse con Jimmy? Era muy posible que así fuera, básicamente para evitarse complicaciones, del mismo modo que se evitaba complicaciones haciendo todas esas pequeñas tareas para Damian y Roland, haciéndole la compra a la señorita Grieves y pagando al vivero Belgrave Nursery para que plantaran todas esas flores y que la casa estuviera preciosa, sin obtener a cambio ningún reembolso ni tampoco las gracias.

El domingo, Preston tuvo a sus niños con él, y cuando a las seis de la tarde los devolvió a su casa en taxi, Montserrat, que había calculado inteligentemente su horario, le esperaba. Le abrió la puerta antes de que él pudiera sacar su llave, y cuando Preston dejó a los niños con su madre, y mientras Thomas gritaba porque Rabia seguía todavía en casa de su padre, le pidió que bajara con ella a su apartamento.

Desde un principio, Montserrat manejó mal la situación. Se había vestido para él con una minifalda y un top escotado, llevaba unos tacones demasiado altos y ese lápiz de labios de tono carmín oscuro que a ella le parecía especialmente favorecedor. Con un par de pendientes como candelabros y un collar con triple vuelta de perlas comprado en Portobello Road, estaba vestida para una fiesta, no para pasar un domingo por la noche delante del televisor. Y estaba sumida en un estado de nervios mientras esperaba que él se reuniera con ella, incapaz de estarse quieta, caminando arriba y abajo. Preston entró sin llamar, aunque quizá llamar habría sido una muestra de formalidad. A Montserrat le habría gustado que él la estrechara entre sus brazos y le dedicara una palabra cariñosa, aunque sabía perfectamente que no debía esperarlo.

Abrió la botella de vino blanco que había olvidado meter en el congelador.

—Preston —empezó—, creo que debo de haber pasado por alto tus llamadas. De hecho, he visto una llamada perdida en el móvil, pero no he reconocido el número.

—No era mía. —Tomó un sorbo de vino, hizo una mueca y apartó la copa unos centímetros sobre la mesa, signo inequívoco de que no quería volver a beber de ella.

Montserrat intentó reunir valor. Aunque sabía que inconscientemente debía de haberse sentido siempre así, de pronto se dio cuenta de que él le daba miedo. Le costó Dios y ayuda decir lo que tenía que decir. Tuvo de pronto la apremiante necesidad de quitarse las estúpidas perlas, pero aplastó el arrebato. Preston pensaría simplemente que estaba empezando a meter la pata.

—Creía que teníamos una relación. —Ahí estaba, ya lo había dicho—. Creía que el hecho de que durmieras conmigo era sólo el principio.

Él no pareció en absoluto avergonzado, indignado, enfadado o nada en particular. Se limitó a mirarla y a clavar en ella sus claros ojos grises. Por primera vez, Montserrat reparó en que el blanco de sus ojos quedaba visible alrededor de todo el iris. Sin duda no era algo frecuente. No conocía a nadie más con unos ojos así.

—Sigo casado —dijo él.

—Ya lo estabas cuando te acostaste conmigo. Y lo estabas cuando me pediste que fuera a verte a tu piso.

—En lo que a mí concierne —dijo él, viendo cómo Montserrat se tomaba el vino caliente—, tú y yo hemos sido socios en una suerte de empresa. Ya sabes a lo que me refiero. Te he agradecido tu ayuda.

—¿Eso es todo?

—¿Y qué otra cosa podría ser? No es necesario entrar en detalles, los dos sabemos perfectamente lo que ocurrió. Hubo un accidente. Tú me convenciste (francamente, contra mi más sensato parecer) para que no llamara a la policía. Sin duda obraste creyendo que era lo mejor. Aunque yo tengo mi opinión al respecto. Cualquier relación, como tú la llamas, entre ambos debe terminar, si es que había empezado en algún momento.

La rabia palpitó en la cabeza de Montserrat.

—De no ser por mí, ahora mismo estarías en la cárcel, ¿te das cuenta?

—Oh, lo dudo —dijo él—. Fue un accidente. Pareces olvidarlo.

¿Por qué había dejado de llamarla por su nombre de pila? La última vez que se habían visto la había llamado Montsy. En cierto modo, sabía que eso no volvería a ocurrir a menos que hiciera algo, que diera un paso en positivo.

—Todavía no es demasiado tarde para acudir a la policía.

Él negó con la cabeza, se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Una vez más, parecía muy corpulento, alto y fornido. Fuerte. Quizá fuera tan sólo fruto de su imaginación, pero a Montserrat le pareció que palidecía.

—¿Y contarles qué? Recuerda que tú estás tan metida en esto como yo.

—Yo nunca le toqué. No fui yo quien le empujó escaleras abajo. Podría testificar contra ti. —¿Podría? ¿Existía todavía esa posibilidad?—. Podría decir que me obligaste. Que me amenazaste. Podría llegar a un acuerdo con la parte acusadora. —¿Existía tal cosa fuera de los Estados Unidos o de las películas?

—¿Y qué prueba presentarías para cualquiera de esas posibilidades?

Montserrat prácticamente no se había parado a pensar en esos detalles, pero de pronto se le ocurrieron como si hubieran estado esperando bajo la superficie de su mente, a la espera de que los utilizara.

—Supón que les digo que vayan a Gallowmill Hall y que entren al cuarto de las maletas y busquen allí el cofre portaequipajes. Encontrarían el ADN de Sothern dentro, amén de pelos y fibras de su ropa. —Menuda bendición eran en situaciones semejantes las películas de misterio y de detectives que ponían en la televisión y en las que enseñaban el funcionamiento de los procedimientos policiales, las órdenes de registro y la ciencia forense—. Encontrarían sangre donde se golpeó la cabeza, y quizá también polvo y vete tú a saber qué más cosas en ese suelo.

Ella le había llevado hasta allí en contra de su voluntad.

—¿Y cómo iba a saber la policía que el cofre era tuyo?

—Puedo probarlo. Henry Copley, el chófer de lord Studley, me lo vendió.

Montserrat estaba sentada en la cama y él se acercó y se sentó a su lado.

—Oye, Montsy, no estás hablando en serio, y lo sabes. Era una broma, ¿verdad?

Aunque al parecer los pasos positivos habían dado resultado, de repente Montserrat estaba al borde de las lágrimas.

—No, no era una broma, pero podría serlo. No quiero acudir a la policía. Odio esa posibilidad. —Las lágrimas no aparecieron. Las contuvo sin tocarse los ojos, con fuerza de voluntad—. Llévame a cenar, Preston. Por favor. Podemos hablar de esto durante la cena. De hecho, no lo hemos hablado nunca. Y después podemos volver aquí.

—De acuerdo —dijo él—. Si eso es lo que quieres…

Desde que había colocado los pestillos en la puerta, Huguette había bajado varias veces a su habitación. Para ella era fácil, casi tanto como lo era recibirle a él en su piso, pues lo único que tenía que hacer era elegir un día en el que fuera de visita a casa de sus padres y, después de despedirse de ellos, bajar a hurtadillas por la escalera que llevaba a la zona del servicio y dejar que Henry le abriera la puerta del sótano. Luego él pasaba los pestillos.

Henry sufrió una grave conmoción cuando oyó pasos en el pasillo de baldosas y vio girar la manilla de la puerta. Quienquiera que fuera (así es como lo expresó Huguette) se marchó antes de volver a intentarlo.

—Pero ¿es que mi padre no llama a la puerta? ¿O simplemente espera entrar así, sin más?

Henry no podía decirle que no era su padre, sino su madre.

—Podrías por lo menos dejarme decirle que estamos prometidos.

«Pero es que no lo estamos», pensó él.

—No le haría ninguna gracia encontrarte aquí.

—No entiendo por qué no puedes disfrutar de tu intimidad. Es medieval eso de entrar aquí sin llamar. Te trata como a un esclavo.

Henry se echó a reír.

—Por eso no dejará que te cases conmigo. Porque soy un esclavo. —Le sonó el móvil. Lo cogió—. Muy bien, señor. En diez minutos en la Puerta de los Pares.

Huguette pareció no darse cuenta de que si era su padre quien estaba al teléfono desde la Casa de los Lores, no podía haber sido su padre el que había estado al otro lado de la puerta cinco minutos antes.

La casa adosada de Acton propiedad de Abram Siddiqui, cuya hipoteca estaba pagada, era para Rabia un lugar mucho más confortable que el número 7 de Hexam Place. Pero el número 7 contenía a Thomas, y el número 15 de Grenville Road, en Acton, no. Estaba preocupada por el pequeño, siempre lo estaba cuando se separaba de ella para estar con su madre o con su padre. Y aunque no cabía duda de que el señor Still quería a sus hijos, a ella le parecía que el único modo que sabía de demostrar su amor era encontrándoles manchas en la cara.

A Rabia le habría disgustado que Khalid Iqbal hubiera demostrado algo cercano al amor, pero su comportamiento había sido ejemplar. Había llegado a la hora precisa que había anunciado, se había dirigido a ella con gran cortesía y naturalmente no había intentado estrecharle la mano. Ningún hombre, salvo su padre y su difunto marido, la había tocado jamás. El señor Iqbal aceptó una taza de té y sólo una de las pastas azucaradas servidas por el padre de Rabia, negándose a tomar un segundo té. Quizá Abram Siddiqui le había dicho lo mucho que a Rabia le desagradaba la codicia. El señor Iqbal conversó muy animadamente sobre el negocio de los árboles de Navidad en el vivero Belgrave Nursery y sobre las nuevas líneas que estaban ofreciendo por primera vez: poinsettias rosas, una innovación; coronas navideñas, y amarilis, plantas altas de flores improbablemente audaces y hermosos ejemplares de doble brote con un suculento tallo.

La conversación se centró en la familia y se ofreció una explicación, realmente lúcida y de fácil comprensión, sobre las ramificaciones del clan Sidiqqui-Iqbal-Ali y de cuál era la relación precisa entre Khalid y Rabia. No demasiado próxima, le alegró saber a la joven, y al saberlo se preguntó en qué estaría pensando. Qué más le daba a ella si Khalid y ella eran primos de tercer grado. Él se levantó para marcharse tres cuartos de hora más tarde, se despidió con una breve inclinación de cabeza y se fue, tras declarar que había sido un placer verla lejos del ámbito profesional.

—Creo que te ha gustado, hija mía —dijo su padre mientras veían cómo la alta y erguida figura de Khalid pasaba por la ventana en dirección a la parada del autobús.

—Es muy agradable, padre. Siempre he sabido que era muy agradable.

—Tengo la impresión de que sería un buen esposo. Ya sabes que tengo un don para detectar esas cosas.

—Para otras mujeres afortunadas —respondió ella con una sonrisa.

Como siempre que ella iba a visitarle a casa, su padre la llevó en coche a Hexam Place. Entró por la puerta del sótano y oyó la voz del señor Still procedente del piso de Montserrat, pero no le dio importancia. No era una mujer recelosa por naturaleza. Los niños estaban con Lucy, las niñas viendo la televisión en la salita de diario y Thomas tumbado en el sofá, fastidiosamente medio dormido. Eran las diez.

Fue una sensación agradable la de ver que cuatro personas se alegraban de verla. Hero y Matilda estaban cansadas y aburridas de su programa. Rabia era alguien nuevo con quien hablar y siempre estaba interesada en sus actividades. Thomas se despertó, saltó del sofá al suelo y corrió a su encuentro. Lucy se mostró simplemente aliviada.

—Oh, Dios, no sabes cuánto me alegra verte. Ha sido una pesadilla. Este pequeño demonio me ha hecho la vida imposible.

—No se preocupe —dijo Rabia—. Ahora subiremos y la dejaremos tranquila.

—Ha venido un hombre a pedir trabajo limpiando el jardín. Deck o Dex no sé qué. Le he dicho que hablara con el señor Still, pero no ha parecido entender que Preston no vive aquí.

Rabia no dijo que había oído la voz del señor Still procedente del piso de abajo.

—Sí, conozco a Dex. Aunque Montserrat sabe más de él que yo. Se lo preguntaré a ella, ¿le parece?

—Oh, sí, por favor, querida. Eres un ángel. ¿Qué haría yo sin ti? Ni siquiera me atrevo a pensarlo.

Ésas fueron palabras muy bien recibidas. Como un hechizo mágico, disiparon los temores de Rabia, por mucho que supiera lo poco fiable que era Lucy.

—Montserrat o yo hablaremos con Dex y le daremos la dirección del señor Still. ¿Le parece que es lo mejor?

—Por supuesto. Sin duda. Y ahora, estoy tan exhausta que debo descansar.

Rabia había notado el peso de la pitillera durante toda la tarde. Se llevó la mano al bolsillo, cerró los dedos sobre ella y la sacó. Se la dio a Lucy y dijo:

—Esto estaba en la casa, en lo alto de las escaleras que bajan al sótano.

Sosteniéndola con una mano temblorosa, la mujer la miró.

—¿Qué se supone que debo hacer con ella?

Rabia no lo sabía. No dijo nada, pero salió de la habitación con los niños, mientras Lucy era incapaz de apartar la mirada de las iniciales grabadas en la plata.

Al día siguiente, al encontrarse por casualidad con el señor Still cuando él pasó a buscar sus inevitables periódicos de camino al trabajo, Rabia le mencionó a Dex. Él estaba de mejor humor que de costumbre a esa hora de la mañana y le dijo que le pasara su teléfono. Por pura coincidencia, Montserrat también le dijo que Dex buscaba trabajo cuando se encontró con él por la tarde. La petición de esta última no tuvo tan buen acogida. Preston le replicó sin miramientos, diciendo que estaba harto de oír el nombre de ese tipo y que no quería volver a oír hablar del asunto. Si el tal Dex aparecía por Medway Manor Court, estaba decidido a decirle al portero que le dijera que no podía atenderle.

La capacidad de lectura y de escritura de Dex no era de primer orden, y aunque podía contestar al teléfono cuando sonaba, no sabía añadir un nombre ni un número de teléfono o una dirección para su futuro uso. Había logrado anotar la dirección de Preston Still como Meddymankurt, pero él sabía lo que quería decir y encontró Medway Manor Court sin problema. No había nadie en casa, eso fue lo que le dijo el portero en el vestíbulo con un tono muy altivo y desdeñoso. Era inútil que esperara. El señor Still no podría atenderle. Aun así, Dex se sentó en los amplios escalones que ascendían hasta las puertas de doble cristal y se resignó a una larga espera, empleando su tiempo en llamar a números que pudieran ponerle en contacto con Peach. Intentó una combinación de números tras otra, con la esperanza de tener suerte o, para ser más exactos, de que Peach decidiera que ése era el que merecía respuesta. Así sucedió con el cuarto que probó, y una voz que debía de ser la de Peach le dijo que pulsara el uno si quería hablar con la operadora, el dos si tenía alguna consulta, el tres si quería información sobre su cuenta o el cuatro si conocía la extensión de la persona con la que deseaba hablar. Dex no sabía qué significaban las dos últimas indicaciones, y la segunda le asustaba, de modo que pulsó el uno. El teléfono sonó y sonó, y mientras seguía atento y esperando a que dejara de sonar o que contestara una voz, el portero salió por las puertas del edificio y le dijo que se marchara, que era inútil que esperara al señor Still.

Los pestillos que Henry había comprado y atornillado para su tranquilidad habían fracasado en su cometido. El intento de abrir su puerta, aunque infructuoso, le había asustado tanto —bueno, casi tanto— como si la madre de Huguette hubiera abierto la puerta y hubiera entrado. Dos días más tarde, mientras llevaba en coche a Huguette al Palacio de Westminster, le dijo que en el futuro sería él quien iría a verla a ella. Era la única manera segura.

—Si estuviéramos casados, sería seguro en cualquier parte.

—Tu padre nunca daría su consentimiento.

—No tiene por qué. Soy mayor de dieciséis años. Ya he cumplido los dieciocho. Si no se lo pides tú…, bueno, si no se lo dices…, me obligará a casarme con otro. ¿Sabes por qué voy ahora ahí dentro? Para tomar una copa con él y con el diputado tory más joven de la Casa de los Comunes. Asquerosamente rico y, por supuesto, soltero.

—¿Y por qué no le has dicho que no?

Huguette no ofreció una respuesta directa.

—Quiero ver si es tan guapo como tú, o si es quizás incluso más guapo. ¿Sabes una cosa? Nunca me has dicho que me quieres, Henry Copley.

Mientras lidiaba con el embotado tráfico, los semáforos y los peatones que cruzaban imprudentemente Parliament Square, Henry se quedó en silencio durante un instante o dos. En el pasillo que forma una barrera policial y al que se conoce como carril de seguridad, lo suficientemente ancho como para que quepa en él un coche, cuando Huguette le había enseñado su pase a la agente de policía, Henry dijo:

—Claro que te quiero. Y lo sabes. Iré a verte mañana por la tarde y te lo demostraré, y podrás darme celos con el diputado ordinario ése.

—Querido Henry —dijo Huguette, que sonó increíblemente como su madre, incluso hubo en su forma de hablar cierto matiz típico del acento de Oceane.