Aparte de la cena de Acción de Gracias organizada en la última casa de la calle por los Klein, que eran norteamericanos, no fue un día especial en Hexam Place, salvo por la reunión de noviembre del club celebrada en el Dugong. El punto principal de la orden del día era la ausencia de la lista de invitados de Damian y de Roland de todos los miembros del «servicio». Thea sí estaba invitada, por supuesto.
—Pero es que yo no soy una sirvienta —dijo.
Jimmy le había pedido en matrimonio horas antes, mientras almorzaba con ella, pero Thea le había respondido que no lo sabía, que tendría que pensarlo. Al parecer, él daba por hecho que accedería sin demora y se quedó molesto en consonancia con sus expectativas. Había acudido a la cita con el último anillo de compromiso de su madre, un poco como el príncipe Guillermo, y ahora tendría que volvérselo a llevar.
—No tiene sentido que te lo tomes así. No me gusta la idea del matrimonio. Pero lo pensaré y ahora tienes que marcharte, porque tengo que bajar a ver cómo sigue la señorita Grieves.
Orgullosa de lo que había hecho, la señorita Grieves le contó, mientras encendía un cigarrillo para ella y otro para Thea, que había facilitado a la policía una relación de las veces que había visto a Montserrat hablando con Rad Sothern y dejándole entrar al número 7. Accedió a acompañar a Thea a la reunión del club y pareció planteárselo como una recompensa a su logro en calidad de informante de la policía. June ejerció de presidenta y Montserrat estaba también presente, ajena al papel que había desempeñado la señorita Grieves en el descubrimiento de las visitas de Rad a la entrada de servicio del número 7. Beacon no había asistido porque estaba ocupado llevando en coche al señor Still a Medway Manor Court. Sondra sí estaba y Henry, también Dex, silencioso en un rincón, siendo el único miembro del club que tomaba Guinness. El largo vaso negro, con su corona de cremosa espuma, resultaba particularmente apropiado esa tarde, pues llevaba la cabeza y la cara, cubiertas de abundante pelo y barba oscuros, coronadas por una blancuzca gorra escocesa de punto.
Cuando Thea terminó de ofrecer al club un entusiasta relato sobre los años de juventud en que la señorita Grieves había sido la criada personal en Elystan Place, residencia de lady Pimble, y la nueva miembro quedó unánimemente aceptada, hablaron sobre lo que June llamó «el lamentable asunto» de la conducta esnob y exclusivista de Damian y de Roland.
—Podríais boicotear el evento —le dijo Jimmy a Thea—. Montserrat y tú.
—Boicoteándolo no conseguiremos que os inviten al resto. —Thea habló sin miramientos, como si deseara añadir «pedazo de idiota», aunque no lo hizo. Jimmy se sintió dolido, un sentimiento que había empezado a resultarle familiar. Pensaba en los primeros días de su cortejo, del que apenas habían transcurrido unas semanas, y se preguntaba en qué se había equivocado, aparte de en el hecho de ser él mismo. Quizás ahí estaba precisamente el error y ella había empezado a darse cuenta. Thea era mucho más lista que él. A ojos de Jimmy, ella era una intelectual.
—Aunque fuéramos un sindicato —dijo June con voz triste—, no podríamos pedirle a nadie que invite a alguien a una fiesta. —Hizo uso de la frase que había cuidadosamente memorizado—: y si lo hiciéramos, no conseguiríamos más que crear un precedente.
El orden del día no iba a ninguna parte. La sección «Otros asuntos» era a veces un fructífero territorio para el debate, pero esa tarde el único asunto de interés era el trabajo en declive de Dex, que, aunque demasiado tímido para mencionar el asunto, había llegado a un preacuerdo con Jimmy para que éste contara a los presentes cómo los Neville-Smith le habían amenazado con despedirle y el señor Sohrab y la señora Lambda le habían echado. Su trabajo no era el problema. Era tan sólo que la recesión había golpeado con tanta virulencia que últimamente todo el mundo iba escaso de dinero.
—Yo también —le interrumpió Dex—. ¿No voy yo también escaso?
June intervino para decir que el Club de Hexam Place no era un sindicato. Con un ceño que le colmó la frente de arrugas, salpicándola de zanjas y caballones como si de un campo arado se tratara, Jimmy dijo entonces que Dexter tenía también un «acuerdo entre caballeros» con los posibles vendedores del número 10, que llevaba ya seis meses vacío, para cuidar del jardín y del césped.
—Un acuerdo que han incumplido —dijo Jimmy.
—Bueno, ya sabéis lo que yo siempre digo —dijo Richard—. Un acuerdo entre caballeros no vale ni el papel en el que está escrito.
Cuando la risa de quienes no habían oído antes el viejo chiste remitió, acordaron que Dexter ofrecería sus servicios en el escaparate de la tienda del señor Choudhuri. Mientras tanto, Thea le propuso que trabajara un par de horas a la semana para ella y para los demás residentes del número 8. En cuanto hubo pronunciado las palabras, empezó a preocuparle lo que Damian y Roland pudieran decir al respecto. ¿Y si se negaban a pagarle y le tocaba hacerlo a ella? Cuando los miembros del club salieron a Hexam Place, los invitados a la comida del día de Acción de Gracias se marchaban en taxis o en sus propios coches. Dex, que iba unos cuantos metros por detrás del resto, siguió a Montserrat a la estación de metro más próxima. Ella tendría que haberle esperado para que ambos pudieran caminar juntos, pero no quería, no le apetecía que los transeúntes la vieran con él y pensaran quizá que eran amigos o algo peor.
Preston no la había invitado. La joven se había autoinvitado y él había dicho:
—Puede ser.
Luego ella le había dicho que quería que él le facilitara una llave de la casa.
—Por si todavía no has vuelto.
—Espero estar de vuelta —fue la respuesta de él—. No necesitas tener una llave.
Preston no tardaría en pedirle que se fuera a vivir con él. Entonces sí tendría una llave. Quizá debía preguntarle a Preston si le interesaba tener a Dexter trabajando para él… bueno, para Lucy y los niños, ocupándose del jardín del número 7. Lucy y él siempre decían que el jardín estaba hecho un desastre, pero nunca hacían nada para ponerle remedio.
—¿Y por qué iba yo a contratarle? —fue la respuesta inicial de Preston—. Ni siquiera sigo viviendo allí. Me trae sin cuidado si el jardín parece una selva. Además, ese tipo está loco. Alguien me dijo que intentó matar a su madre.
—Pero le han soltado —dijo Montserrat—. No estaba capacitado para defenderse. —No le pareció oportuno apuntar que él, Preston, no sólo lo había intentado, sino que había conseguido matar a Rad Sothern.
Él desvió la cara para estudiar el Evening Standard con el que había llegado a casa. Durante varios días no había aparecido nada sobre Rad Sothern, salvo un artículo que predecía los planes de futuro de los productores de Avalon Clinic. Pero esa noche había en el diario un nuevo refrito sobre el pasado de Sothern. Desde donde Montserrat estaba sentada, le pareció que se trataba de un examen a conciencia de la infancia y la adolescencia de Sothern, además de sus papeles anteriores en televisión.
—Tenía un harén de mujeres —dijo de pronto Preston—. Fuiste tú quien le trajo a casa. Supongo que eras una de sus amantes. Y le trajiste a mi casa. Para que conociera a mi esposa.
—Lucy le conoció en una fiesta en casa de la Princesa.
—Eso es lo que tú dices.
Montserrat no dijo nada. Debía evitar a toda costa discutir con él. Preston se levantó y se sirvió otra copa de vino. Luego, como si lo hubiera pensado mejor, le llenó también la copa a Montserrat.
—¿No te ibas pronto a Barcelona?
—Me iba, sí. Pero he cambiado de idea. —No pensaba decirle que no era aconsejable marcharse ahora que las cosas entre ambos habían llegado a ese punto—. ¿Crees que ahora la policía te dejará en paz?
—Eso espero. No he hecho nada y ellos lo saben perfectamente.
En cualquier momento, Preston le pediría que se fuera a la cama y le diría que él la seguiría. Tenía poco o nada de romántico, es cierto, pero no podía esperarse romance de alguien con el que la unía lo que la unía. Esperó, con un amago de sonrisa en los labios y apartándose de la cara los largos rizos oscuros con una mano de uñas perfectamente cuidadas. Pero lo que él dijo fue:
—Debes garantizarme que no hablarás con la policía si vuelven a visitarte.
—No quiero hablar con ellos.
—No lo hagas. —Preston dobló el periódico—. Si te preguntan, di que no sabes nada. Ya les has dicho todo lo que sabes. —Se levantó y dio un paso hacia ella. ¿Iba a besarla? No—. Te pediré un taxi —dijo—. Supongo que no quieres coger el metro a estas horas de la noche.
Los árboles de Navidad del vivero Belgrave Nursery eran un poco más que el doble de caros que los de cualquier vivero, aunque a la mayoría de los residentes de Hexam Place esa clase de cuestiones les traían sin cuidado. Ese año, el señor Siddiqui estaba tomando encargos a principios de noviembre, prometiéndole a su hija que Khalid entregaría personalmente el árbol del número 7.
—Poco me importa quién entregue el árbol, padre. Es sólo que a la señora Still le gustaría que fuera un árbol grande y precioso para que los niños puedan divertirse. Como no hay nadie más en la calle que tenga hijos pequeños, el mejor debería ser para la señora Still.
La verdad era que Lucy no había formulado ninguna opinión sobre el tamaño ni la calidad del árbol de Navidad. Ni siquiera había dicho que quería uno. Rabia le había preguntado si debía comprar una de esas festivas coníferas, y ella había respondido:
—Ah, haz lo que quieras. Me da igual.
La niñera jamás había podido entender por qué los niños cristianos disfrutaban mirando un abeto noruego cubierto de ornamentos de cristal y rodeado de regalos, con las ramas entreveradas de serpentinas plateadas y un hada de juguete en lo alto. Aunque eso carecía de importancia. Lo que realmente importaba era que Thomas mirara el árbol, aplaudiera y se riera.
Lucy había rematado su indiferente comentario sobre el árbol de Navidad con otro igualmente despectivo.
—Me temo que será el último que tendrán. La clase de piso que podremos permitirnos no dejará lugar a esa clase de lujos.
Rabia se llevó a Thomas en su cochecito para que pudiera ver su pez tropical favorito. Allí estaba Khalid, colocando a la vista macetas llenas de poinsettias rojas y blancas. A pesar de lo que ella acababa de decirle a su padre, se vio de pronto mirando atentamente a Khalid quizá por vez primera. Era muy guapo y además —y eso le importaba aún más— tenía un rostro amable y había siempre en su boca firme y roja una sonrisa a punto. Los ojos eran brillantes y de mirada penetrante.
—Buenos días tenga usted, señorita Ali. ¿Cómo está?
No tenía ningún sentido desairarle. A fin de cuentas, ¿qué daño le había hecho?
—Buenos días, señor Iqbal.
Aunque no podía poner en palabras sus pensamientos, sí podía permitírselos. «Si me casara y tuviera un hijo mío, un niño sano y sin problemas que le causaran una muerte temprana, ¿podría llegar a olvidarme de Thomas? ¿Existían sustitutos de alguien muy querido? Quizá. Aunque no si el sustituto no existía, si no era más que un dudoso sueño».
No tenía por qué comprometerse con nada. Hacerse amiga de un hombre —en presencia de su padre, naturalmente— estaba muy lejos de prometerse en matrimonio con él. Cuando empezó a empujar a Thomas en su cochecito en dirección al edificio principal donde estaba su padre, se acordó de Nazir, su marido, un hombre cariñoso aunque exigente y cuyo recuerdo había empezado a difuminarse mientras que, por el contrario, Rabia podía ver a sus hijos ante sus ojos como si todavía estuvieran allí, andando por el sendero delante de ella…, sus dos hijos muertos con Thomas entre los dos, ahora que por fin caminaba perfectamente. Lucy siempre había sido buena con ella, pero mientras que Khalid era un hombre fiable y honesto y el señor Still probablemente también lo era, Lucy era muy capaz de decirle un martes que era tan buena con los niños que los pequeños no podrían vivir sin ella, y el miércoles: «Oh, querida, mañana nos mudamos y vas a tener que irte».
¿De verdad lo haría? Quizá. Al llegar a la puerta de la oficina de su padre, Rabia tomó a Thomas en brazos, lo abrazó muy fuerte y entró con él a la habitación en la que Abram Siddiqui estaba sentado a su mesa.
—Este mocetón ya es demasiado pesado para ti, hija mía. Déjalo en el suelo. Que camine por la habitación.
—No nos quedaremos mucho rato, padre —dijo Rabia, aunque dejó a Thomas en el suelo y le observó mientras el pequeño cruzaba vacilante la alfombra hacia un expositor de paquetes de semillas de vivos colores que afortunadamente quedaban fuera de su alcance—. He venido a pedirte que invites al señor Iqbal a tomar el té cuando venga a verte el domingo que viene. No, no pongas esa cara. No es nada. Simplemente me gustaría conocer a alguien un poco mejor.
En los periódicos no se hacía mención alguna de que se hubiera interrogado a sospechosos «para que ayudaran a la policía con sus pesquisas». Quizás es que no existían tales pesquisas. Sondra mantenía que había visto al agente detective Rickards llamar en dos ocasiones al timbre de la señorita Grieves, aunque esas visitas no habían tenido consecuencias perceptibles. Mientras pedía consejo a Montserrat sobre si debía aceptar a Jimmy (consulta que recibió como respuesta un «¡No te atreverás!»), Thea, a la que quizá no le gustaba que le dictaran esa clase de órdenes con semejante virulencia, dijo que la señorita Grieves había visto una vez al detective hablando con Montserrat en la puerta del sótano de número 7.
—Eso es una jodida mentira —saltó la au pair, más salvajemente de lo que la declaración justificaba.
—De acuerdo. Cálmate. Y vigila esa lengua. Debo de haberme equivocado. Sin duda conoces a docenas de tipos pelirrojos de unos treinta años.
—Sin duda esa vieja grulla está pirada. Debe de tener cien años.
Y así, las relaciones entre ambas se volvieron muy tirantes. Thea quizás habría aceptado el consejo de su amiga y le habría dicho a Jimmy que no, pero la violenta reacción de Montserrat a una observación tan simple la llevó a cambiar de parecer, y durante un paseo en el Lexus, esa misma tarde, le dijo a Jimmy a regañadientes que no le importaría prometerse con él. El anillo que él hacía días llevaba en el bolsillo resultó ser mucho más bonito de lo que ella había esperado.
Thea necesitaba una inyección de autoestima después del desaire que había recibido por parte de Roland. Cuando le había dicho que le había sugerido a Dex que quizá podría hacer algún trabajo en el número 8, él le había respondido con un gélido:
—¿Que has hecho qué?
—Es muy bueno en lo suyo y realmente necesita el dinero.
—Damian y yo no somos las hermanitas de la caridad —replicó Roland, y a Thea le faltó el valor para recordarle que hasta la fecha era ella quien se encargaba del cuidar del jardín a cambio de nada.
Sin embargo, lo que había dicho la señorita Grieves no era mentira. El agente detective Rickards había estado en el número 7, y no sólo en la puerta, sino que había entrado a la casa. Montserrat se acordó de lo que le había dicho Preston y le dijo a su vez al policía que no sabía nada más y que no tenía más que decir.
—Dígame una cosa —dijo Rickards, como si ella no hubiera hablado—. Si el señor Sothern vino a esta casa y no para verla a usted, ¿por qué utilizó la puerta del sótano?
—Para entrar —respondió ella, olvidándose de que supuestamente Sothern no tenía por qué haber entrado en ningún caso, sino sólo haber esperado fuera mientras preguntaba cómo llegar a Sloane Square.
—Así que entró, aunque no para verla a usted. Y si entró a ver a otra persona, ¿por qué no utilizó la puerta principal?
—No entró ni tampoco utilizó ninguna puerta, y no voy a decir nada más.
Montserrat entendió que había ido demasiado lejos y que había dicho demasiado, cuando le había prometido a Preston que no diría nada. Hacía cuatro días que no le veía, y tampoco había vuelto a saber de él desde entonces. ¿Le vería ahora? Quizá sería una buena idea ponerle al corriente de la conversación que acababa de tener con Colin Rickards. Quizá le asustara. Tenía que aprender que no podía tratarla así, acostarse con ella cuando le apeteciera, invitarla a una cena de mierda e ignorarla durante días.
Tuvo que dejarle un mensaje en su buzón de voz. ¿Cuánta gente más lo oiría? Le traía sin cuidado. Él tardó veinticuatro horas en devolverle la llamada.