La conspiración de Hexam Place según la cual ninguno de los empleados reconocería haber visto a Rad Sothern entrar en secreto al número 7 dio confianza a Montserrat. Si no se producían acontecimientos adversos, si la policía no mostraba interés por la residencia de los Still, Preston seguiría adelante con el divorcio, naturalmente no con la misma premura con la que habría actuado de no haber habido hijos de por medio, aunque ayudado en el proceso por su condición de hombre muy rico. El dinero siempre aceleraba esas cosas. Sería un divorcio de mutuo acuerdo, de modo que no era preciso implicar en el proceso el nombre de Rad.
Lo mejor para Preston era mudarse al piso del que ya había hablado. Montserrat no terminaba de confiar del todo en él mientras estuviera tan cerca de Lucy. Aunque la noche anterior él había dicho que jamás podría perdonarla, también había mostrado signos de compasión hacia ella. Montserrat había decidido que se casaría con él. No le amaba, ni siquiera le gustaba demasiado. Era demasiado velludo para resultarle atractivo, y demasiado pomposo: demasiado cargante, siempre con sus largas palabras y sus citas de Macbeth. Pero se casaría con él. Preston tenía motivos para estarle agradecido. Ella le había salvado la vida, o le había salvado de pasar años en prisión. Y aunque muchos consideraban hermosa a Lucy, estaba empezando a ajarse. Además, tenía treinta y seis años y ella, Montserrat, veintidós.
Lucy tenía dinero propio que había heredado de su padre rico, con lo cual Preston no tendría que darle mucho. Ella se quedaría con los niños, cosa que a Montserrat se le antojaba una buena idea. Dejaría que él los viera siempre que quisiera. Lo mejor era afrontar las cosas como eran, y ella calculaba que el matrimonio no duraría mucho. Podía incluso llegar a fijarle una duración aproximada: unos cuatro años. Ella tendría sólo veintiséis y a esas alturas sería tan hermosa como Lucy, después de todas las operaciones de estética, los liftings, los retoques del cuerpo y la ropa de marca que se habría costeado con el dinero de Preston.
Su paso siguiente era instaurar un cambio en la clase de encuentros que tenían. Las relaciones duraderas no se cimentaban en colarse en el dormitorio de una chica al caer la noche para desaparecer de nuevo al alba. Tendría que obligarle a llevarla a restaurantes caros y más adelante a invitarla a pasar juntos el fin de semana. Un lugar al que no irían jamás sería Gallowmill Hall.
Su amistad con Thea, en su día tan enriquecedora (como la había definido la propia Thea) para ambas, había quedado prácticamente reducida a nada. Su amiga estaba casi siempre en alguna parte con Jimmy. Montserrat decidió que si la relación de Jimmy y Thea se convertía en algo permanente, Preston y ella no les incluirían entre sus amigos. Él no desearía conocer a un conductor, o chauffeur, como él lo llamaba. Hacía un día soleado y agradable, aunque frío, y cuando estaba por decidirse a ir de compras a Kensington High Street (Sloane Street estaba todavía por encima de sus posibilidades), a la peluquería y a comprarse algo de ropa y maquillaje, sonó el teléfono fijo. No podía ser Preston. Él la habría llamado al móvil. La asaltó otra de esas premoniciones que, como bien sabía, nada significaban.
La voz, que en nada se parecía a la de Preston ni a la de ningún hombre con el que tuviera intención de relacionarse en el futuro, dijo:
—¿Señorita Tresser?
—Sí.
—Soy el agente detective Colin Rickards. Si me lo permite, me gustaría pasar a verla.
Irritada consigo misma al oírse hablar con un hilo de voz chillona, preguntó que a qué se debía la visita.
—¿Por qué no dejamos eso para cuando la vea? —dijo Rickards, y Montserrat no tuvo el valor de contestar que prefería saberlo en ese momento. En cualquier caso, intentó ponerse en contacto con Preston. La mujer que contesto al teléfono supo que no era Lucy la que llamaba, pues parecía estar familiariza con la voz de la señora Still. El señor Still estaba en una reunión, dijo, y cuando Montserrat le dijo a su vez que era urgente, ella apuntó que se trataba de una reunión del consejo. Jamás habría imaginado que el tal Rickards podía llegar tan rápido y llamar a la puerta principal, a pesar de que ella le había pedido que bajara directamente al sótano. La posibilidad de que fuera Lucy la que saliera a abrir la puerta era altamente improbable, aunque quizá lo hiciera Rabia, y aunque Montserrat corrió escaleras arriba, la niñera ya había abierto. Tenía a Thomas en brazos y Rickards, un hombre delgado, menudo y pelirrojo, estaba cantando las loas y alabanzas del pequeño.
—¿Su hijo pequeño? —preguntó a Montserrat.
La negación de cabeza de la chica fue casi un estremecimiento. Aun así, era un error comprensible por parte del policía, que naturalmente había pensado que Thomas, con sus rizos rubios y esa piel blanca como la leche, no podía ser hijo de Rabia. Pero ahora se enteraría de la existencia de Lucy. ¿Importaba eso?
Montserrat bajó con él a su apartamento.
—¿Alquila usted este apartamento? —fue lo primero que preguntó el agente.
—Soy la au pair —respondió ella—, y amiga de la familia.
Rickards miró en su libreta.
—Y también amiga de Rad Sothern, creo entender.
—¿Quién le ha dicho eso? —Estaba segura de que ninguno de los miembros del «servicio» de la calle había dicho una palabra. Thea había prometido que no lo haría. Y a buen seguro Lucy no podía haber sido tan traicionera, cuando era su amante el que había…
—Ésa es una información que no puedo facilitarle —dijo Rickards—. Puedo decirle que la han visto hablando con él y permitiéndole el acceso a esta casa.
Una negativa directa era lo que se terciaba.
—Hablé con él una vez —respondió con firmeza Montserrat—. Yo salía por la puerta del sótano —agitó la mano en dirección a la puerta— y él pasaba por la calle y me preguntó cómo llegar a Sloane Square.
—¿Ah, sí?
—Sí, así es. Y si es todo…
—No, eso no es todo, señorita Tresser. ¿Cuál es su nombre, por cierto?
Ella se lo dijo.
—Es la primera vez que lo oigo. ¿De dónde es? De Asia, ¿verdad?
—Español. Soy mitad española.
—Qué increíble, ¿no? Hoy en día la gente llega de todas partes, ¿verdad? Diríase que de los cuatro puntos cardinales de la tierra. ¿Y cuándo dice que tuvo lugar ese encuentro con el señor Sothern? ¿Cuándo le preguntó la dirección?
—No lo sé. Cómo voy a acordarme de algo así.
—Deje que la ayude. ¿Pudo ser quizá el cinco de noviembre? ¿La noche del Bonfire?
—Podría ser —concedió Montserrat, utilizando la frase favorita de los ladronzuelos.
—Sepa usted que se lo pregunto —dijo Rickards al tiempo que un repentino chorro de sol se colaba por la ventana, dando una pátina dorada a su pelo rojo— porque ésa fue la última noche que el señor Sothern fue visto con vida. Había visitado a su tía abuela en el número seis y después cruzó la calle hasta aquí. Por eso me resulta extraño que tuviera que preguntarle a usted y no a su tía dónde estaba Sloane Square. —Cerró los ojos durante un instante contra la brillante luz y movió la silla, retirándola de sol—. Y más extraño todavía resulta que el señor Sothern no supiera dónde estaba Sloane Square cuando, antes de mudarse a Montagu Square, vivió dos años en King’s Road.
Montserrat respondió, desafiante, que qué quería que le dijera. Eso fue lo que dijo.
—Veamos, ¿está usted segura de que no quiere pensar unos minutos y contarme lo que realmente ocurrió entre el señor Sothern y usted?
—Ya le he contado lo que realmente ocurrió —dijo Montserrat.
—Verá, nadie ha vuelto a ver al señor Sothern desde que estuvo hablando con usted y, según la información que obra en nuestro poder, entró a esta casa por la puerta del sótano.
—Y yo qué quiere que le diga.
—Quizá podría decirme si el señor Sothern era amigo de alguno de los habitantes de esta casa.
—No sé más de lo que ya le he dicho —replicó Montserrat—. ¿Puedo preguntarle algo?
—Depende de lo que sea.
Preguntó si la gente se metía con él —«se burlaban», fue la palabra que utilizó— por su pelo rojo.
—Por supuesto que no —respondió él muy tieso al tiempo que se marchaba, diciendo con voz ominosa que querría volver a verla.
Montserrat intentó de nuevo llamar a Preston, y en esta ocasión él se puso al teléfono.
—No le has dicho nada, ¿verdad?
—Le he dicho que hablé con Rad una vez, pero no me ha creído. ¿Quién crees que puede haberle dicho que me ha visto hablando con él y dejándole entrar a la casa?
—No entiendo cómo pudiste acceder a hacer lo que te pedía Lucy y acompañarle por toda la casa hasta su habitación. Me traicionaste.
—Pues en mi papel de psicopompo —respondió Montserrat, que de pronto se acordó de la palabra—. Lucy era mi amiga, no tú. Antes de que empieces a echarme la culpa, deberías recordar que yo no he hecho nada malo. No he sido yo quien ha empujado a nadie por las escaleras. Lo único que hice fue ayudarte.
—De acuerdo, Montsy, de acuerdo. ¿Va a querer hablar conmigo la policía?
—No han dicho nada. Y yo no te he mencionado, por supuesto. Creo no haber olvidado el significado de la palabra «lealtad».
Preston dijo que lo sabía. De hecho, apenas era capaz de imaginar cómo habría podido arreglárselas sin ella.
—Quiero que sepas que me mudo esta tarde a mi nuevo piso de Westminster. Encuéntrate conmigo allí, ¿quieres? Saldremos a cenar. Es el veinticinco de Medway Manor Court.
Lucy lloró mucho. Se pasó la mayor parte del día aullando y sollozando. Rabia lo oyó todo desde la planta de los niños y estaba preocupada porque Thomas también lo había oído y así lo había expresado.
—Mamá llora.
¿Qué podía decir ella?
—Tu pobre mamá se ha cortado un dedo.
Después de que la situación se había prolongado intermitentemente durante días, Rabia bajó mientras Thomas dormía su siesta de la tarde y encontró a Lucy en la sala de estar. Estaba realmente transformada. Las lágrimas le habían borrado el maquillaje y no se había lavado el pelo.
—¿Puedo traerle una taza de té? O quizá pueda ayudarla con algo más necesario. ¿Quizá puedo prepararle un buen baño?
—No quiero nada. Tengo el corazón partido.
—Thomas estaba triste. Le he dicho que se ha cortado usted un dedo.
—No tiene ningún motivo para sentirse desgraciado. Yo soy aquí la desgraciada. —Lucy se frotó los ojos con los puños—. Mi marido se ha mudado. Tiene intención de vender la casa. ¿De qué voy a vivir?
Rabia sintió que algo se le revolvía dentro, una convulsión como la de un bebé moviéndose en el útero. Dijo exactamente lo contrario de lo que pensaba y creía.
—Todo se arreglará. Los niños se quedarán con usted, pase lo que pase.
—¿Y cómo podré cuidar de ellos yo sola?
La niñera se atrevió a decir:
—Yo estaré con usted. —Y añadió—: ¿No?
—¿Y cómo puedo saberlo? Quizá no pueda pagarte. Lo único que él me dice es que le he traicionado y que no podrá volver a confiar en mí. No se acuerda de que se pasaba fuera una noche tras otra, de que nunca estaba en casa conmigo. ¿Qué esperaba que hiciera?
Rabia conocía bien la respuesta, pero no podía formularla. Oyó que el autobús de la escuela se paraba en la calle y se disculpó para salir al recibidor y abrir a Hero y a Matilda. La náusea le había subido garganta arriba y con ella una espantosa sensación de saciedad, aunque no había comido nada durante todo el día, con excepción de un sándwich con Thomas durante el almuerzo. En ningún momento dejó de notar el peso de la pitillera que seguía en su bolsillo.
Matilda lanzó una mirada llena de odio hacia la sala de estar.
—A Dios gracias, ya ha parado de llorar como una histérica —dijo como habría hablado una mujer de tres veces su edad.
Cuando se convirtiera en la segunda esposa de Preston Still, pensaba Montserrat mientras subía la escalera mecánica de la estación de Saint James Park, no volvería a viajar en metro. Se movería en taxi o quizá sustituiría el volkswagen si vivían en algún punto de la ciudad donde la zona de aparcamiento reservada a los residentes fuera satisfactoria. Se vio durante un instante reflejada en un escaparate de Victoria Street y se sintió satisfecha con lo que vieron sus ojos. Qué pelo tan bonito tenía: un manto lustroso de color marrón oscuro ondeándose sobre sus hombros. Sin duda se maquillaría más a menudo, sobre todo brillo de labios carmesí. ¿Quién iba a creer que sus pestañas eran suyas, totalmente naturales? Aunque eso poco importaba. Era evidente que había perdido peso. Debía seguir sin comer y mantener el veto a las bebidas alcohólicas. Al pasar delante de un montón de Evening Standard, cogió uno y se alejó leyendo la cubierta y fumando un cigarrillo. Otra foto de Rad con Rocksana, una nueva de Rad con su anterior novia, pero afortunadamente nada sobre Rad y Lucy.
El esperado beso de Preston nunca se produjo. Aunque su «Hola, ¿qué hay?» fue en extremo displicente, tras un instante o dos mirándola de arriba abajo, por fin dijo que «Estaba muy guapa». El piso era minimalista, por no decir escueto, con una mitad del suelo de madera laminada y la otra de mármol. Aunque hacía calor, la sensación era de frío. Él había hecho ya acopio de licores y aperitifs, y a pesar de la resolución que había tomado, Montserrat aceptó un Campari con soda. A fin de cuentas, el Campari no era un licor, ¿no?
—Me he puesto en contacto con la policía. Me ha parecido prudente. De hecho, lo ha sido. Han sido correctos. Les he dicho que estaría encantado de hablar con ellos y han venido a verme. Un tipo con el pelo de color zanahoria. A decir verdad, no hace mucho que se ha marchado.
—¿Qué le has dicho sobre Rad?
—Que no le conocía. Que nunca estuvo en casa. Que no sé nada de tus amigos, eso les he dicho. Que tu padre era amigo del padre de mi esposa y que eso es todo lo que sabía sobre ti.
—Un millón de gracias —dijo Montserrat.
—No hay nada de malo en eso. ¿No es mejor si fingimos que prácticamente no nos conocemos? Sobre todo ahora que vivo aquí. No me ha parecido que el tal Rickards quisiera volver a hablar conmigo. Puede ser perfectamente que a estas alturas hayan hablado con otra gente que haya declarado haber hablado con Sothern después de ti.
—Pero eso no puede ser —dijo Montserrat—. Nadie pudo haber hablado con él. Nunca salió vivo de tu casa, ¿no? ¿Lo recuerdas? Le mandaste escaleras abajo de una patada y le mataste.
—Por el amor de Dios —dijo Preston, mirando a un lado y a otro como si temiera que hubiera espías de la policía acechando detrás de las cortinas iridiscentes que cubrían las ventanas hasta el suelo—. ¿A qué viene decir eso ahora? Sabes muy bien que fue un accidente. ¿Te apetece que salgamos a comer algo?
No fueron al Shepherd’s de Marsham Street, como Montserrat había esperado, sino a un diminuto restaurante italiano situado junto a Horseferry Road. No hubo la tentación de comer mucho. En cuanto agotaron el tema de la desaparición de Rad Sothern y del veredicto que había emitido el periódico al respecto, Montserrat se dio cuenta de que no tenían nada que decirse. Aunque no había estado enamorada de Ciaran ni de ninguno de sus antecesores, por lo menos con ellos podía comunicarse, compartir unas risas, hablar de alguna película que hubieran visto o de la música que les gustaba. Preston simplemente seguía allí sentado, con la expresión inmutable, serio y con las comisuras de los labios curvadas hacia abajo. Montserrat había leído la expresión «cara de palo» en alguna parte y no había sabido qué quería decir. Ahora ya lo sabía. Pero se casaría con él. El proceso había dado comienzo y continuaría a diario. Al salir del restaurante, ella temió que él le sugiriera que se fuera a casa y la metiera en un taxi, pero no, volvería a casa con él, ¿no? Cuando llegaron, él abrió una botella de vino y puso un CD. Montserrat no reconoció la música, pero a juzgar por su turgente carencia de melodía y falta de cualquier sombra de ritmo, entendió que era clásica. Él empezó a hablar de nuevo sobre la policía y sobre lo que quizá sospechaba y si volverían a hacerle una visita, pero cuando ella le preguntó por Lucy y si había confesado su relación con Rad, él la desairó.
—No es necesario que hablemos de eso.
Cuando a punto estaban de dar las once, Preston le dijo que si quería acostarse, él se reuniría con ella en diez minutos. Ningún hombre le había hablado antes así. Montserrat a punto estuvo de decirle que no daba crédito y de preguntarle en qué planeta vivía, pero optó por repetirse que se casaría con él y se marchó dócilmente. Durante la noche él se despertó, se sentó en la cama y empezó a hablar consigo mismo. Casi todo lo que dijo no fue más que un balbuceo, salvo por una frase clara.
—¡Fue un accidente!