Los Studley, del número 11; los Neville-Smith, del número 5, y Arsad Sohrab y Bibi Lambda, del número 4, recibían la prensa diaria y la de los fines de semana en casa. Los demás iban a comprar el periódico a Choudhuri’s, el quiosco, también conocido como «tienda de la esquina», aunque no estuviera en una esquina, sino a mitad de camino de Ebury Lane, o simplemente no lo compraban. Thea iba a comprar los periódicos para Roland y Damian (el Sunday Times y el Sunday Telegraph); June lo hacía para la Princesa y para ella (el Mail on Sunday); Jimmy para Simon Jefferson (el Observer y el Independent on Sunday) y Montserrat para los Still (también el Sunday Times) cuando estaba en condiciones de salir a caminar.
Ese domingo por la mañana tenía jaqueca, aunque nada más grave. Se levantó, preguntándose si habría soñado la visita de Preston la noche anterior. Pero no, todavía podía oler esa esencia de Hugo Boss y vio dos ásperos pelos oscuros sobre la almohada que estaba junto a la suya. Hexam Place estaba desierta, como era habitual los domingos. Había llegado el invierno. El hielo cubría el parabrisas del Mercedes de los Neville-Smith. Gussie, visible en el alféizar de la salita del número 6, llevaba su abrigo de guata. Montserrat bajó por Ebury Lane. El señor Choudhuri había puesto los periódicos en la calle: los serios, discretamente colocados en el estante superior del expositor, y la prensa amarilla visiblemente colocada debajo. Aunque Montserrat siempre decía que jamás echaría un solo vistazo al Mirror o al Star, fue uno de sus titulares lo que primero le llamó la atención: «¿ES EL SEÑOR FORTESCUE EL CUERPO HALLADO EN EL BOSQUE DE EPPING?» Se quedó plantada donde estaba, leyendo el titular y la historia que relataba a continuación, y al pasar la página se encontró con una fotografía a toda página de una escena en un bosque con el suelo levantado, policía y un coche patrulla.
—Espero que se lleve el periódico, señorita Montsy. —El señor Choudhuri estaba de pie justo al otro lado de la puerta, mirándola—. Y que no se vaya a quedar ahí mirándolo gratis.
—Sí. Por supuesto que sí. Y me llevo también el Sunday Times.
—Si es para el señor Still, no será necesario. Ya ha estado aquí y se ha llevado el suyo. —El señor Choudhuri miró su reloj—. A fin de cuentas, ya son las doce menos diez.
Ni que fuera asunto suyo a qué hora se levantaba o iba a comprar el periódico. El artículo, que Montserrat empezó a leer en cuanto llegó a casa, era idéntico a todos los artículos sobre cuerpos encontrados en bosques y en espacios abiertos. Se sospechaba que se había cometido un crimen. Habría una investigación. La diferencia era que la mayoría de los cuerpos restantes no pertenecían a celebridades que resultaban tan familiares a los televidentes de la nación como los miembros de sus propias familias. En una página interior aparecía una fotografía de Rad Sothern con una bata blanca y un estetoscopio colgando del cuello, aunque no existía confirmación de que el cuerpo le perteneciera.
En la acera de enfrente, en el número 8, Damian y Roland estaban sentados tomando un jerez antes del almuerzo y leyendo el descubrimiento del cuerpo, el primero en el Sunday Times, el segundo en el Sunday Telegraph. Thea les había llevado los periódicos y estaba a punto de salir con Jimmy en el Lexus.
—¿Has visto alguna vez esta serie o lo que sea en la que aparece el tal Sothern? —le preguntó Damian a Roland.
—Santo cielo, no.
—Puede que yo sí le haya visto. En persona, quiero decir. Al parecer, es pariente o un «ser querido», como se supone que hay que hablar hoy en día, de alguien de por aquí. De todos modos, si abren una investigación, lo negaré.
—Mejor mantenerse al margen de algo así —dijo Roland—. Y tú también deberías hacer lo mismo, Thea. No dejes que esa amiga tuya, Manzanilla o como quiera que se llame, te meta en esto.
—Montserrat —dijo ella—. Manzanilla es el jerez.
—Pues eso. ¿Qué tal otra copita?
La musical bocina de Simon Jefferson sonó desde la calle con la melodía del Last Post. Thea bajó corriendo las escaleras al encuentro de Jimmy. No, Jimmy no había visto el periódico. Nunca lo leía. ¿Para qué, teniendo tele? Ella estaba empezando a darse cuenta de lo distinta que puede llegar a ser una persona de cómo creemos que es cuando intentamos enamorarnos de ella. ¿Debía contarle lo ocurrido con los adolescentes de Regent Street la noche anterior? Si iba a prometerse con él, tendría que poder confiar en él y contarle las cosas que la preocupaban.
—Fue porque soy pelirroja —dijo.
El consejo de Jimmy la decepcionó.
—Bah, olvídalo, cariño.
La portada del Evening Standard del viernes, grasienta a causa de la comida tailandesa para llevar, había pasado flotando por encima de la verja durante la noche para aterrizar encima del cubo de la basura del patio del número 8. La señorita Grieves la vio desde la ventana delantera de su apartamento y leyó el titular, pero esperó a que el Lexus de color crema hubiera desaparecido para ponerse la bata y salir a cogerla. Siempre le habían interesado las personas desaparecidas, sobre todo en el caso improbable aunque posible de que se tratara de celebridades. Y aunque los periódicos no figuraban entre sus compras habituales, estaba decidida a comprar uno. Como de costumbre, le llevó un buen rato vestirse y ponerse el abrigo que en su día había pertenecido a su madre y las botas Ugg que había mandado a comprar a Thea el invierno anterior. La señorita Grieves prácticamente había vivido con las botas puestas, que habían sido doblemente rebajadas debido a su color rosa, y que ahora recuperaba con alivio.
Sin Thea para ayudarle a subir las escaleras, tuvo que apañárselas sola. Hacía diez años desde la última vez que había pisado el quiosco, y cuando llegó, un cuarto de hora más tarde, vio que ya no era propiedad del señor y la señora Davis, sino que había pasado a manos de un indio. Bien es cierto que las cosas le habrían resultado menos desconcertantes si la tienda hubiera estado decorada con serpentinas indias y estatuillas fabricadas en serie de dioses de múltiples brazos, pero la papelería estaba llena de adornos, postales y papel de regalo de Navidad, además de abetos artificiales. Sin embargo, el hombre no sólo la llamó «señora», cosa que complació a la señorita Grieves, sino que le alcanzó el periódico de su elección, el Sunday Telegraph. Aunque el precio la horrorizó, no dijo nada. Los precios de todas las cosas se habían disparado desde la última vez que había salido al mundo.
Ya en casa, leyó la historia utilizando una lupa, además de las gafas. La fotografía de Rad Sothern no dejó lugar a dudas. Para ella no significaba nada el hecho de que dijeran que su identidad no había sido confirmada. Era quien era: el mismo hombre que había visto en la televisión y al que también había visto colarse a hurtadillas en el sótano del número 7.
No hubo ninguna información en la televisión sobre si el cuerpo pertenecía a Rad Sothern. June se quedó sentada al lado del teléfono con Gussie en el regazo, esperando a que la llamara la policía, probablemente el sargento detective Freud, para pedirle que se acercara a esa o aquella comisaría o depósito de cadáveres para proceder con la identificación. Se lo pedirían a ella, en calidad de tía abuela de Rad. La Princesa pasaba la tarde viendo una reposición de la segunda temporada de Avalon Clinic, los tórridos episodios en los que el señor Fortescue se tornaba muy sexual con Debbie Wilson, la enfermera de sala.
Cuando dieron las nueve y nadie había llamado, June regresó a la sala de estar con dos vasos de ginebra. Le quitó el abrigo a Gussie y al verla la Princesa dijo:
—No tiene sentido que hagas eso. Tendrás que volver a ponérselo para sacarlo.
June suspiró. Había decidido que hacía demasiado frío para salir, pero la Princesa decía que los perros tenían que salir a dar su paseo hiciera el tiempo que hiciera.
—No entiendo qué te hace pensar que la policía va a llamarte cuando obviamente esa chica, Rocksana, es su pariente más próximo.
—Yo no la llamaría «pariente más próximo» —replicó June—. Eso es lo que soy yo.
Al doblar la esquina de Saint Barnabas Mews, se encontró con Montserrat, que guardaba su coche en el garaje.
—Lo siento mucho, June.
—¿A qué te refieres?
—Acabo de verlo en el telediario. Era tu nieto.
—Mi sobrino nieto.
—Es prácticamente lo mismo, ¿no?
—Mañana vamos a tener aquí a un aluvión de policías —dijo June—. No tienes de qué preocuparte. No voy a contarles nada de lo vuestro.
—¿Lo nuestro? Pero si sólo hablé con él una vez.
—Es la mejor forma de plantearlo, querida. Lo que creo es que lo mejor es que nadie sepa nada. Naturalmente, eso no nos incluye ni a la Princesa ni a mí. Nosotras éramos sus amigas. De hecho, somos muy amigas de la señorita Castelli.
June le dio las buenas noches a Montserrat y volvió a casa, tironeada por un Gussie que a esas alturas no dejaba de tiritar. Una figura que bajaba en ese momento los escalones del número 7 la asustó un poco. Fue como ver a un fantasma, aunque vestido no con una túnica blanca, sino negra. Aun así, los rasgos que se volvieron a mirarla, asomando desde debajo de una capucha oscura, no eran los de una calavera sino el hermoso rostro de Rabia, que regresaba de su fin de semana libre. La niñera de los Still levantó la mano en un educado saludo, bajó la cabeza y siguió escaleras abajo para acceder a la casa por la puerta del sótano.
Al otro lado de esa puerta, Montserrat esperaba a Preston. ¿Volvería a llegar sin avisar? ¿Acaso cambiaba en algo las cosas la identificación del cuerpo de Rad? Él llamó poco antes de las once. Quería hablar con ella de negocios. ¿Ahora?, dijo Montserrat. Sí, ahora. Ella se había desvestido, pero volvió a vestirse: unos leggings (qué curioso que se hubieran vuelto a poner de moda) y un ajustado suéter de color rojo oscuro. Mientras le esperaba, se preguntaba qué podía haber querido decir él al hablar de «negocios», aunque no supo dar con la respuesta. Esta vez, Preston llamó a la puerta.
Estaba pálido y visiblemente preocupado. Negocios o no, Montserrat estaba convencida de que él aparecería con una botella de vino, pero llegó con las manos vacías. Ella estaba sentada en la cama.
—Lucy está en un estado deplorable —dijo—. No deja de gritar y de llorar por ese hombre.
—¿Te refieres a que llora y te grita a ti?
Preston se sentó en la única silla de la habitación.
—¿Y a quién más tiene? Aunque no he venido a decirte eso. Supongo que te has enterado de que ya saben que se trata de Rad Sothern. Ni tú ni yo diremos una sola palabra si la policía nos interroga. No le conocíamos, nunca le vimos, y eso es todo. Pero ¿qué hay de Lucy?
—No va a decirles que él se la tiraba.
—Oh, por favor. ¿Es necesario que utilices esa palabra? No, no dirá que mantenían cierta clase de… bueno, de relación, pero tiene miedo de que él pueda haberle hablado a alguien de ella. A fin de cuentas, Lucy es un rostro conocido de la alta sociedad. Hace un par de semanas apareció su foto en el Evening Standard. No sé de qué te ríes.
Montserrat recobró la compostura.
—¿De verdad hacen eso los hombres? Quiero decir, ¿se lo cuentan a sus amigos?
—A mí no me preguntes. Yo no hago esas cosas.
Esta vez Montserrat se rio a carcajadas.
—Venga ya. ¿Y qué estuviste haciendo aquí anoche? ¿O es que eres sonámbulo?
Preston se sonrojó como Montserrat jamás había visto hacerlo a un hombre de cuarenta años. La cara y el cuello se le tiñeron del color de su suéter. Ella negó con la cabeza, sin dejar de sonreírle.
—Oye, no habrás cometido la locura de contarle a Lucy que nos llevamos a Rad a Essex ni nada de eso, ¿verdad? ¿No? ¿Seguro?
—Por supuesto que no.
—Bueno, pues ni se te ocurra. Si viene la policía a hablar con cualquiera de nosotros, les diremos que no le conocíamos y que nunca hemos coincidido con él. June, la del número seis, era su tía abuela o su abuela, no estoy segura, pero dice que no dirá que vio a Rad hablando conmigo y que quiere que siga pareciendo que Rad era fiel a la tal Rocksana. ¿Estamos?
—Estamos.
—Nadie más vio nunca nada. Y tú vas a volver con Lucy, ¿no?
Preston negó con la cabeza.
—Es demasiado tarde para eso. Jamás podré perdonarla.
—¿Qué está haciendo ella ahora?
—Se ha vuelto a dormir. Le he dado un somnífero.
—Entonces, ¿por qué no vas a buscar una botella de vino y pasas aquí la noche?
Después de salir de Tesco con la compra de la señorita Grieves, tarea de la que se ocupaba regularmente todos los lunes por la mañana antes de su primera clase a las once y media, Thea casi tropezó con Henry, que en ese momento salía de Homebase, donde había estado comprando un candado o, mejor, dos pestillos para su cuarto (o estudio, como lo llamaba su jefe) del número 11. Él sonrió, la saludó y comentó que hacía un día precioso, pero no mencionó los pestillos. Convencido de que era una buena idea asegurar bien su puerta, le preocupaba a la vez que si lord Studley lo descubría pusiera el grito en el cielo al ver el perjuicio que los pestillos habían causado a la madera. Todas las puertas de las plantas superiores del número 11 eran de hermosas maderas macizas tropicales, e incluso las del sótano estaban forradas de un modo similar, pintadas en un tono marfil con embellecedores de bronce. Sin embargo, y pensando en su tranquilidad personal, no podía arriesgarse a que Huguette bajara a su habitación o, ya puestos, que la madre de Huguette entrara a la habitación cuando su hija estaba allí, sin haber podido antes tomar las medidas de seguridad adecuadas.
Aunque no habría pasado nada si se lo hubiera contado a Thea, Henry decidió que «más vale prevenir que curar» era sin duda una máxima excelente. Había ido andando a las tiendas desde Hexam Place, dejando el Beemer en la plaza de aparcamiento reservada a los residentes. Otra de las cosas que provocaba que lord Studley pusiera el grito en el cielo era saber que se empleaba su coche para algo que no fuera llevarle y recogerle a él y a su familia. Desde luego, no se parecía en nada a Simon Jefferson, pensaba a menudo Henry con pesar. Lo mejor que podía hacer era aprovechar las escasas horas de que disponía antes de ir a recoger a su señoría a la Puerta de los Pares para colocar los pestillos en su puerta. Luego, más tarde, había una nueva reunión general extraordinaria del Club de Hexam Place.
El propósito de la reunión, recordó Thea al cerrar de un portazo la puerta del sótano, era debatir qué hacer sobre la exclusión del «servicio» de la lista de invitados de Damian y de Roland. Apareció entonces la señorita Grieves, arrastrando sus botas Ugg que no volvería a quitarse hasta la primavera, «y quizá ni siquiera durante la noche», pensó Thea. Le dio a la anciana la bolsa de la compra menos pesada y entró ella misma con la más pesada.
Como solía ocurrir, la señorita Grieves tenía preparada una pregunta que esperaba un «no» como respuesta.
—No te apetece una taza de té, ¿verdad que no?
El estado de las tazas —descascarilladas, agrietadas y manchadas de lápiz de labios de color carmesí oscuro después de que la asistente social le hubiera hecho una de sus infrecuentes visitas— siempre aseguraba la negativa de Thea, que se limitaba a sentarse brevemente en el borde de una silla.
—¿No me dijo una vez que había servido en una casa, señorita Grieves?
—Espero que no haya de malo en ello. Por aquí hay un montón de esnobs.
—Nada de malo en absoluto. De hecho, todo lo contrario. He pensado en proponerla para el club —explicó Thea, describiéndoselo como una especie de combinación de sindicato y club social. La señorita Grieves dijo que le traía sin cuidado, una respuesta propia de ella cuando una posibilidad la atraía sobremanera. Luego apuntó:
—¿Cómo se hace para llamar a la policía? Quiero quejarme de los condenados zorros.
Thea sabía que mentía.
—Mire en el listín —dijo, porque no podía exactamente no responder. Llegó incluso a acercarle el listín telefónico, sacándolo de debajo de un montón de revistas viejas. La fecha que aparecía en la que estaba encima del montón era abril de 1947.