Desde que había llegado a Londres con su padre siendo apenas una niña, el contingente de población al que Rabia llamaba los «cristianos británicos» le había resultado muy extraño. Y a menudo muy malvado. Su moral, o la falta de ella, la conmocionaba profundamente. Había empezado a preocuparle que Thomas, tan bueno, inocente y puro, se criara entre gente para quienes la castidad tenía tan poco valor y la infidelidad marital era algo muy común. No había nada que ella pudiera hacer, no era asunto suyo y lo sabía, pero le preocupaba.
Ahora la casa en la que trabajaba habría de verse perturbada por la ruptura entre los padres. Rabia lo sabía, lo había visto. Los gritos perfectamente audibles tras la puerta cerrada del dormitorio fueron el principio, esas obscenidades con significados espantosos. El dolor la afectaba físicamente cuando veía arrugarse la cara de Thomas al oír esas palabras llenas de odio mientras las lágrimas le surcaban las mejillas y tendía sus brazos hacia ella. Entonces el señor Still dejó la habitación grande y hermosa con sus dos pares de largas ventanas, los querubines en los techos y la cama con sus cortinajes de seda, y se trasladó al último piso de la casa, encima de la planta de los niños, donde convirtió en sus dominios una habitación, un baño y un estudio.
—En términos prácticos, aunque sigan viviendo bajo el mismo techo, están separados —concluyó Montserrat—. Habrá divorcio.
—¿Qué será de los pobres niños?
—Si no fuera por ellos, todo el asunto se resolvería en un par de semanas. Pero no puede haber un divorcio rápido cuando hay niños de por medio. Naturalmente, a Lucy le darán la custodia.
Rabia pensó que eso sería una terrible lástima y se acordó de cómo Thomas había rechazado a su madre y la había buscado a ella, pero no dijo nada. Igualmente, pensó que no hacía ningún daño diciéndole a Montserrat que el señor Still subía (bajaba, últimamente) a la habitación de los niños en cuanto tenía la ocasión para preguntar por la salud de sus hijos.
—No es exagerado decir que el país entero está buscando a Rad Sothern. Me pregunto qué puede haberle ocurrido. ¿Qué opinas tú?
Rabia no sabía qué pensar. Pero sí se preguntaba si debía contar a la policía que, además de las discusiones entre Lucy y el señor Still, en una ocasión había oído la voz del señor Fortescue en el piso de abajo. Avalon Clinic era uno de los pocos programas que veía. Thomas ya dormía cuando lo ponían, y a ella le gustaba sentarse a verlo con las niñas. La serie trataba de curar a gente y de hacer el bien. Esa voz conocida bien podía significar que Rad Sothern había estado varias veces en la casa. Quizá Montserrat lo supiera. Le preguntaría a ella antes de contárselo a la policía, que por otro lado le causaba no poco temor. Echó una nueva mirada a la pitillera de plata, preguntándose otra vez qué hacer con ella.
Montserrat se mostró indignada ante la sugerencia de Rabia. Debía de estar equivocada. Era posible que Lucy y el señor Still hubieran conocido a Rad Sothern en alguna de las fiestas de la Princesa, pero jamás habrían tenido motivo alguno para invitarle al número 7. No, Rabia se equivocaba. Quizás hubiera oído la voz de Rad en la televisión, pero era la voz de un actor, dijo la au pair muy seria, una voz fingida, propia de un prestigioso médico de clase alta, en nada parecida a su tono habitual, que, francamente, se acercaba más al inglés de periferia.
Montserrat creyó haber convencido a la niñera. La joven era muy inocente. Imaginó el mal trago que le haría pasar la policía si Rabia mencionaba a Rad y a su voz, y el trago todavía peor que Lucy le infligiría.
—Es capaz de darte la patada.
—¿La patada?
—De echarte.
Preston Still sólo se había puesto en contacto con ella en una ocasión desde que le había dado el dinero. Era duro ser utilizada de ese modo e ignorada después. Montserrat empezó una vez más a responder a las llamadas de Ciaran, fue con él al cine y una vez le dejó que se quedara a pasar la noche. Él le preguntó si podía darle una llave de la puerta del sótano y ella no vio razón para negarse. Aparentemente Preston se había habilitado un piso en la última planta. Según decía Rabia, normalmente hacía sus comidas fuera de casa. En una o dos ocasiones, Montserrat había visto a Beacon abrirle la puerta del coche y a Preston subir los escalones que llevaban a la puerta principal. Nunca había vuelto a perder sus llaves.
La Princesa siempre había sentido más simpatía por Rad que la propia tía abuela del joven. Le dijo a June que pasaba la noche despierta de tan preocupada como estaba por él. Le había pedido que invitara a Rocksana Castelli a tomar el té.
—Una copa está más en su línea, señora —dijo June.
—No deberías hablar así. Esa pobre jovencita debe de estar desolada.
June la reconoció gracias a la fotografía. Llegó en taxi y la vio subir los escalones principales, recorriendo la calle con los ojos y estudiando los alrededores. Con sus ajustadísimos vaqueros, un suéter igualmente ceñido, la chaqueta de piel de color dorado claro y botas de tacón, se parecía inquietantemente a Lucy. La anciana se preguntó si llevaba peluca, pues sin duda nadie podía tener tanto pelo de forma natural, con mechas de varios tonos de rubio y con pequeñas trenzas asomando entre la melena.
La Princesa le dijo a June que abriera una botella de La Bebida Que Siempre Es Un Acierto, porque la pobre chica sin duda necesitaba animarse, y Rocksana les mostró un zafiro enorme que, según dijo, era su anillo de compromiso. La novia de Rad tomó más champán que ellas dos juntas, y June tuvo que descorchar una segunda botella. La joven dijo que se había enamorado de la casa y le pidió que se la enseñara. La decepción de Rocksana fue evidente cuando, en cuanto subieron al primer piso, una destartalada habitación sucedió a la anterior, los muebles estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo y el ambiente estaba impregnado del olor a perro y a rancio perfume francés. Nadie había decorado esas habitaciones desde que la Princesa se había instalado en la casa medio siglo antes, y Zinnia decía repetidamente que se necesitaría una cuadrilla entera para que le hiciera una limpieza a fondo antes de que ella se ocupara.
—Podrían alquilar las dos plantas superiores —dijo Rocksana.
«Les ha echado el ojo, por si Rad no vuelve», pensó June. Llevó a la chica abajo y volvió a meter el champán en el congelador. Invisible para June tras la ventana del sótano, Montserrat vio a Rocksana recorrer la calle intentando encontrar un taxi. Nunca había taxis. Ella sólo los había visto llevar a casa a los residentes de Hexam Place. Tras unos diez minutos caminando calle arriba y abajo, la novia del actor empezó a cojear y se quitó las botas, echando a andar con los pies cubiertos tan sólo por las medias en dirección a Sloane Square.
—Vais a meteros en un buen lío —dijo Thea, estudiando la lista de invitados a la unión civil de la pareja—. Mejor será que le echéis una mirada a la lista. Decidme qué es lo que os llama la atención. Hay algo que salta a la vista a kilómetros de distancia.
—¿A qué te refieres? —preguntó Damian.
—No hay más que ver la clase de gente que tenéis en la lista. O mejor, la clase de gente que no aparece en ella.
—Vamos, no nos tengas en ascuas.
—Bueno, tenéis a los Still, a Simon Jefferson y a lord y lady Studley, y a la Princesa y a mí, pero no habéis invitado a ningún criado. No habéis incluido ni a Jimmy, ni a Beacon, ni a Henry, Rabia, Montserrat, Zinnia, Richard, Sondra ni tampoco a June.
—No se nos ha ocurrido invitarles.
Thea arrojó el bolígrafo que tenía entre los dedos.
—Haced lo que os plazca, naturalmente. Pero ¿qué ha sido de la igualdad? Puede que a Rabia no sea necesario invitarla. Es un amor, pero también es musulmana estricta y no iría. Zinnia…, bueno, es un poco suya y en cualquier caso trabaja los jueves. Pero ¿Montserrat? Su padre estudió con el padre de Lucy, o algo así. Y June es más señora que la Princesa. En cualquier caso, la Princesa no irá sin ella.
—Ya tenemos bastante gente con la que hay en la lista. No es esnobismo, te lo prometo, Thea. Diez invitados más y no podremos meterlos a todos en esta sala.
—Bueno, es vuestra fiesta, pero os aviso de que os vais a meter en un buen lío.
En su papel de secretaria, y a pesar de todos sus recelos, Thea escribió todas las invitaciones, tal y como le habían indicado. Ya había empezado a preguntarse si podría mantener en secreto esas omisiones. Si Jimmy se enteraba, iba a pasar un mal trago, el mismo que le esperaba si ella se lo decía. Se le ocurrió que quizá debía contárselo a Montserrat. De toda la gente de la lista, ella sería sin duda la menos decepcionada. Damian y Roland la aburrían, y una vez le había dicho a Thea que le desagradaban las bodas y que jamás iría a otra. Y una unión civil era en realidad una boda, simplemente se le daba otro nombre, ¿o no? Jimmy tendría que prescindir de ella esa tarde. Descolgó el teléfono y llamó a Montserrat.
Hasta en el corazón de Londres caen las tormentas, restallan los vientos y las tejas se precipitan desde los tejados. Hasta en un pequeño bar situado al abrigo de Leicester Square, los tempestuosos chillidos y truenos penetran las paredes cuando estalla una tormenta de noviembre. Esa tormenta había sido anunciada, pero nadie había creído en ella hasta que habían empezado a soplar las primeras ráfagas de viento de noventa kilómetros por hora y la lluvia azotó la ciudad desde un cielo negro.
Thea y Montserrat estaban sentadas en el pequeño bar tomando un Chardonnay y comiendo una ración de Pringles y de aceitunas negras. A Thea le sonó el móvil en cuanto se sentaron. Era Jimmy, por supuesto, que quería saber si podía unirse a ellas.
—Mejor que no salgas en una tarde como ésta —dijo ella.
Montserrat se sirvió unos cuantos «bocaditos» más (así era como el barman los llamaba) al tiempo que comentaba:
—El mes pasado perdí tres kilos, así que bien puedo darme el capricho de un par de patatas fritas.
—Nadie es capaz de comerse sólo un par de patatas fritas —dijo Thea.
Ella estaba muy delgada y era de las que alardeaban de no tener que preocuparse por su peso. Dedicó a su amiga una mirada crítica y admitió que últimamente su aspecto había experimentado una ostensible mejoría. Las manchas habían desaparecido y había perdido el pequeño michelín del tamaño de una llanta de bicicleta que tenía alrededor de la cintura.
—Se te ve muy bien —dijo—. Seguro que Ciaran ya te lo ha dicho, ¿a que sí? —Al ver que no recibía más respuesta que una pequeña sonrisa, pasó a la cuestión de la lista de invitados—. Es verdad que esperan unas cien personas.
Montserrat se terminó los restos del vino que le quedaban en la copa.
—Jamás habría imaginado que tuvieran cien amigos. No son gente muy agradable. Tú no irás, ¿verdad?
—¿Te refieres a que debería tener un gesto del tipo: «Si no invitáis a mis amigos, yo no voy»? Lo cierto es, Montsy, que no pertenezco a esa categoría. Yo no soy una criada.
—Lo eres casi tanto como yo, y a mí no me han invitado.
—Creía que no te importaría —dijo Thea—. De hecho, creía que te alegraría. A ver, si es que ni siquiera te caen bien. No lo pasarías bien.
—Se trata de una cuestión de principios. Si quieres que te sea sincera, no me importaría tanto si te pusieras de mi parte y no fueras.
Determinada a aplacar a Montserrat, cualquier cosa antes que ceder, Thea cogió las copas vacías de ambas y le ofreció otra a su amiga.
—Tómate un vodka esta vez, venga. Yo invito.
Montserrat asintió fríamente y Thea se acercó a la barra, lamentando haber dicho una sola palabra sobre uniones civiles y listas de invitados. Habría hecho mejor dejando que Montserrat se enterara por sí misma. Jimmy volvió a llamar mientras ella esperaba las copas y a punto estuvo de no responder. Pero incluso aunque todavía no hubiera conseguido amarle, no podía hacerle eso.
—¿Seguro que no quieres que me reúna con vosotras? La tormenta ya ha pasado y ha dejado de llover.
—Jimmy, creo que es mejor que pasemos alguna que otra noche solos, ¿no te parece?
Jamás un comentario semejante se había oído de labios de un amante de verdad.
Él dijo:
—Llámame cuando salgáis e iré a recogerte.
El vodka fue recibido con un apesadumbrado «gracias» por parte de Montserrat.
—No puedo pasarlo por alto así, sin más. Tendré que plantearlo en la próxima reunión del club.
—Bueno, eso tardará aún lo suyo. Acabamos de tener una.
—Ya, pero ésa fue una reunión general extraordinaria. Sigue pendiente la de noviembre. Se lo diré a June para que lo añada a la orden del día.
Montserrat se animó un poco después de eso y las dos volvieron al Chardonnay, del que disfrutaron en no poca cantidad.
—Volveremos en taxi a casa —dijo Thea—. Lo pago yo.
Una nueva llamada de Jimmy, aunque esta vez Thea no respondió. Montserrat y ella tuvieron que volver andando hasta lo alto de Regent Street, porque todos los taxis estaban ocupados. La zona estaba tomada por adolescentes borrachos, lo cual para Thea fue una auténtica revelación, aunque nada nuevo para Montserrat. Esperaron a que pasara un autobús, o un taxi, en el improbable caso de que apareciera alguno, y uno de los chicos empezó a insultar a gritos a un hombre con el pelo de color pajizo.
—A eso se dedican ahora —dijo Montserrat—. A los pelirrojos, pajizos, lo que sea, es la última moda. Será mejor que te cubras la cabeza para que no empiecen contigo.
Y es que al chico, que en ese momento gritaba obscenidades, se había unido una chica con look gótico. Thea no tenía nada con lo que cubrirse la cabeza, y cuando Montserrat le ofreció el pañuelo que llevaba al cuello, ya era demasiado tarde. Si la propia Montserrat hubiera sido el objetivo de los «jodida zanahoria» y «pajizo gilipollas», podría haberlo soportado y haber devuelto sus propios insultos, pero Thea estaba hecha de un material más tierno.
—Vámonos, vámonos. —Con el pañuelo cubriéndole la cabeza, aunque no lo suficiente para taparle todo el pelo, estaba al borde de las lágrimas—. Podemos caminar. Caminemos.
—Sabe Dios por qué no has aceptado el ofrecimiento de Jimmy.
Los gritos y los chillidos las persiguieron. En cuanto se pusieron en marcha, decididas a hacer todo el camino a pie si era necesario, bajo el azote del viento y de la lluvia, un taxi se detuvo al llegar al semáforo.
—Estamos de suerte —dijo Montserrat. Thea subió al coche, jadeante de alivio.
En el asiento trasero encontraron un ejemplar del día anterior del Evening Standard. Montserrat estaba demasiado afectada por los tres vodkas y las numerosas copas de Chardonnay —«Demasiado cansada», lo llamó ella— para fijarse en la portada del Standard. Thea se vio de pronto temblando a causa de los insultos de los adolescentes, cuyo ataque jamás había imaginado ni considerado posible. Leyó el artículo del periódico para distraerse, aunque sin prestar demasiado interés a su contenido. Los cuerpos hallados en Epping Forest no le interesaban en absoluto. Al parecer, ése lo había descubierto un labrador de pelo claro. En ausencia de una foto del cadáver, el periódico mostraba una del perro.
El zorro se alejaba brincando por Hexam Place. Cuando el taxi se acercó, se coló entre las barandillas del número 8 y bajó corriendo la escalera que llevaba al sótano del número 6 con la vana esperanza de un hallazgo comparable al cubo de la basura de la señorita Grieves. Trozos de pequeñas ramas, hojas de plátanos del tamaño de platos de postre y bolsas de plástico desgarradas sembraban la calle, diseminadas por la tormenta. Thea pagó al taxista. Intentó ayudar a Montserrat a llegar a su puerta, pero su ofrecimiento fue rechazado con indignación. Aun así, la acompañó de todos modos y se quedó satisfecha al comprobar que su amiga era más o menos capaz de controlarse.
El número 7 estaba en silencio y todas las luces apagadas. Montserrat, confusa aunque perfectamente capaz de caminar, entró a su apartamento y se derrumbó en la cama. Una sed atroz la condujo al cuarto de baño, donde bebió primero directamente del grifo y después llenó una botella de vino vacía para poder pasar la noche. Curioso la de cosas que se nos ocurren sin razón aparente en mitad de la noche. Su madre siempre decía que, independientemente de lo que hagamos antes de acostarnos, debemos en cualquier caso lavarnos los dientes y quitarnos el maquillaje con crema limpiadora y loción astringente. Montserrat no tenía loción astringente, de hecho jamás la había utilizado, y la crema limpiadora se le había terminado. Se desnudó, dejando la ropa tirada en el suelo, y se desplomó por segunda vez en la cama, sumiéndose al instante en un sueño profundo.
Según los números verdes del reloj digital, eran las 2:37 cuando se despertó. Quizá fuera la sed lo que la había despertado, o quizás el sonido de una pisada procedente del pasillo exterior. Tomó agua sin encender la luz y pensó que debía de ser Ciaran, que tal vez había dicho que iría esa noche, y rodó sobre la cama hasta caer en una especie de semisueño. La oscuridad era densa, espesa como el terciopelo negro. Ciaran se metió en la cama a su lado, oliendo distinto que siempre, a colonia cara de hombre. El cambio resultó tan agradable que Montserrat se volvió hacia él, dejándose rodear entre sus brazos.
Ninguno de los dos dijo nada durante la siguiente media hora, durante la cual ella fue entrando y saliendo del sueño. Lo que ocurrió durante esa media hora, y fue sin duda altamente complejo y complicado, no se pareció en nada a ninguna experiencia que hubiera tenido durante al menos el último año. Palpó el rostro que tenía junto al suyo, los brazos que la estrechaban, y metió luego las manos por el cuello abierto de la camisa. La piel estaba densamente cubierta de pelo, un bosque de pelo, en radical contraste con el pecho liso de Ciaran.
—Santo Dios, Preston —dijo Montserrat antes de volver a quedarse dormida.