No había nada. Nada en los periódicos de la mañana —Montserrat los escudriñó en el quiosco de Ebury Bridge Road— y tampoco nada en las noticias de la radio ni de la televisión. Tenía resaca y volvió a acostarse. De nuevo en la cama, encontrándose mejor ahora que no estaba en perpendicular al suelo, se preguntó cómo estaría Preston. ¿Habría dormido en la cama con Lucy o se habría mudado a una de las habitaciones de invitados? Decidió que, aunque no había duda de que era un genio de las finanzas, era un hombre débil, y como ella era una mujer fuerte, le convenía un hombre débil. Preston era un nombre espantoso. Se preguntó cuál podría haber sido el nombre de pila de Macbeth. Quizás uno de esos extraños nombres escoceses: Hamish o Lachlan. Quizá se mencionara en la obra. En cuanto se le pasara el dolor de cabeza lo miraría, y si no podía encontrar Las obras completas de Shakespeare en casa, iría a ver si Thea las tenía. Ésa era la clase de cosas que Thea seguramente tenía.
Hacía un día precioso para el mes de noviembre. A decir verdad, era un día precioso para cualquier época del año. El cielo estaba azul, hacía sol y soplaba una suave brisa. Un mensaje de texto de parte de Thea invitándola a tomar un café a su casa la sacó de la cama a mediodía. La casa estaba en silencio. Rabia había ido a pasar el día con su familia, como acostumbraba a hacer los domingos; las niñas habían salido con su madre a alguna empresa atlética. Eso era lo que Montserrat sabía. Por supuesto, cabía también la posibilidad de que la niña se hubiera llevado a los tres niños con ella y en su ausencia Preston hubiera asesinado a Lucy y se hubiera suicidado después. Posible, aunque poco probable. Cruzó la calle en dirección al número 8. Thea había sacado dos sillas a su balcón y había preparado café de verdad con su cafetera.
—¿Viste anoche Crosswind en Channel Cuatro?
Montserrat contestó que había salido con Ciaran.
—Bueno, yo también salí con Jimmy. O, mejor dicho, entré con Jimmy. Pero pillé el principio, y ¿sabes qué?, pues que supuestamente Rad Sothern tendría que haber estado en la parrilla de invitados, pero no apareció. No avisó, simplemente no se presentó, y a última hora tuvieron que invitar a un político.
—A lo mejor está enfermo o algo.
—Sí, puede. Pero he visto volver a June con los periódicos y me ha dicho que Rad estuvo con ellas el viernes, y que cuando se marchó se olvidó el móvil, que ella lo encontró detrás de los cojines del sofá, pero que ha estado intentando una y otra vez localizarle y no ha podido.
—Ya aparecerá —dijo Montserrat, aliviada de que Thea no le hubiera preguntado si había visto a Rad Sothern el viernes por la noche.
Thea le ofreció una copa de Pinot Grigio y ella la aceptó porque a fin de cuentas, en su estado, una copa más o menos no cambiaba nada. Se tomaron más de una cada una, de hecho casi una botella entera entre las dos, mientras Thea describía al detalle lo maravilloso que era el sexo con Jimmy. La verdad es que no era ése realmente el caso, pero ella se negaba a reconocer su desilusión incluso ante sí misma. Había oído decir que el efecto de estar enamorada era ver el cielo más azul, el sol más luminoso y el mundo entero convertido en un lugar mejor, de modo que el sexo tenía que ser el mejor que hubiera conocido en su vida.
Combatiendo el sueño de un modo casi igual de satisfactorio, Montserrat se incorporó, abandonando la postura casi supina en la que había ido ovillándose y le preguntó cuál era el nombre de pila de Macbeth.
—No tenía —dijo Thea, a quien no le hizo mucha gracia que la distrajeran de su tema.
—Debía de tener uno.
—Pues nadie sabe cuál era. —Tan cooperadora como de costumbre, ofreció a Montserrat un ejemplar de bolsillo de Las obras completas de William Shakespeare.
Desde el soleado balcón, Montserrat vio abrirse la puerta del número 7 y a continuación a Preston Still bajar las escaleras. Supuso que había ido a buscar los diarios del domingo y esperó a que volviera con ellos, pero media hora más tarde todavía no había regresado. ¿Dónde estaban sus doscientas libras y el dinero para la rueda nueva?
Lucy rara vez mencionaba a Rad Sothern delante de Montserrat, salvo para comunicarle la hora en que se presentaría en la puerta del sótano. De ahí que cuando esa tarde a las siete llamó a la puerta de su piso la au pair creyó que se había enterado de que Preston y ella habían pasado juntos el día anterior, puesto que la experiencia de la vida le había ya enseñado que las mujeres podían sentir celos de sus esposos o de sus parejas incluso aunque fueran ellas las infieles. Pero no. Lucy había bajado a preguntar por la desaparición de Rad.
—Es tan raro que no haya sabido nada de él, querida. ¿Sabes a dónde fue el viernes cuando se marchó?
Montserrat respondió que naturalmente Rad no se lo había dicho y que, naturalmente, ella no se lo había preguntado.
—Anoche no apareció en su programa y creo que no sabían dónde estaba. No es propio de él no haberme llamado.
—¿Has intentado preguntárselo a June?
—No, querida. No lo he intentado. ¿Serías tan amable?
Montserrat tenía nulas ganas y menos intención de hacerlo, pero si Lucy se lo preguntaba, le diría que lo había hecho y que June le había respondido que no sabía nada. Por una vez, se acostó temprano. Ciaran llamó siete veces, pero ella no respondió.
El lunes por la mañana, Henry estuvo casi dos horas sentado delante del número 11 esperando a que apareciera lord Studley, y cuando por fin apareció, estaba de mal humor porque el viceministro que había sido convocado en sustitución de Rad Sothern al programa Crosswind había llamado «mariquita engreído» en directo a un colega de la oposición. Le habían exigido que se disculpara, pero hasta el momento se había negado. Cosa rara en lord Studley, le contaba todo eso a Henry de camino al Parlamento.
—Qué lenguaje más chocante, señor —dijo Henry, intuyendo que eso era lo que se esperaba que dijera.
Debía recoger a lady Studley y a una amiga de la señora que se alojaba en casa a las doce y llevarlas a almorzar. Henry no lamentaba ni un ápice la presencia de la amiga, pues eso impediría que Oceane se sentara a su lado en el coche y le tocara íntimamente mientras él sorteaba el tráfico de Parliament Square. Las dos mujeres llevaban puestos sombreros como los que solían llevarse en Ascot.
La aparición de Lucy en la habitación de los niños en pleno día era algo tan inusual que al verla Rabia creyó en un principio que había cometido un error llevándose a Thomas a visitar a su familia la tarde anterior. Sin embargo, hacía meses que había pedido permiso para llevar al pequeño a casa de su padre y la autorización le había sido concedida con visible indiferencia. En cualquier caso, pronto se hizo patente que el propósito de la visita de Lucy no era reprenderla. Aun así, todo empezó con mal pie en más de un sentido. Thomas, que ya caminaba bastante bien, cruzaba en ese momento la habitación para recoger del suelo un conejo de peluche cuando su madre se interpuso entre el pequeño y el peluche, se acuclilló y tendió los brazos hacia su hijo.
—Aquí está mamá, Thomas —dijo Rabia—. Di hola a mamá.
Quizá Lucy, con sus botas altas hasta la rodilla y tacón de diez centímetros, la minifalda, una chaqueta de falsa piel de leopardo y su cascada de pelo rubio, fuera una visión formidable para cualquier pequeño. El niño reaccionó al instante. Al tiempo que chillaba «Rab, Rab», se volvió hacia la niñera y se arrojó en sus brazos.
—Santo Dios, pero ¿qué le pasa al niño? —Lucy se levantó no sin cierta dificultad, aparentemente más perpleja que enojada, pero Rabia estaba aterrada. ¿Cómo se sentiría una madre cuyo hijo parecía preferir a otra mujer? Naturalmente que ése no podía ser el caso de Thomas, pues todos los niños quieren a su madre más que a nadie. Eran simplemente apariencias. Pero ¿y si Lucy se sentía tan dolida y enfadada, cosa harto probable, que decidía que su única opción era prescindir de la niñera?
Fue apenas un único instante de horror. Lucy dijo:
—Ven y siéntate un momento conmigo, querida. Quiero preguntarte una cosa. Y lo hago porque te considero una experta.
Se sentaron a la mesa en cuanto Rabia hubo calmado a Thomas con un tazón de leche con chocolate y un Jammie Dodger.
—¿Crees que es terriblemente importante para los niños tener a su padre viviendo con ellos?
—Ésa ha sido siempre la costumbre en mi comunidad.
—Supongo que sí, cielo. Pero, claro, vosotros estáis acostumbrados a concertar los matrimonios y a rezar sabe Dios cuántas veces al día, ¿no es cierto?
Rabia se sintió incapaz de decir nada. Se limitó a sonreír.
—A un padre jamás le darían la custodia, ¿verdad?
La niñera contestó que lo sentía, pero que no sabía exactamente a qué se refería.
—Si hubiera un divorcio, la madre siempre se quedaría con los niños, ¿no?
Momentáneamente presa del pánico, Rabia le dijo que tendría que preguntárselo a un abogado. Quería saber si los Still iban a divorciarse, pero no se atrevió a decir nada. Lucy le dio las gracias y se marchó sin volver a reparar en Thomas. Necesitada como estaba de consuelo inmediato, la niñera cogió al pequeño y lo abrazó muy fuerte, manchándose la parte delantera de la bata negra con restos de mermelada y de leche con chocolate. Todavía no había decidido qué hacer con la pitillera de plata.
Abajo, Montserrat había vuelto a casa después de haber salido a comprarse unas botas de cuero negro a Marks & Spencer y se había encontrado con un sobre que alguien había pasado por debajo de su puerta. Dentro encontró un cheque por valor de trescientas cincuenta libras extendido por el Coutts Bank a nombre de Montserrat Tresser y firmado por P. Q. Still.
—Me gustaría saber lo que significa la Q.
En el sobre no había ninguna nota. No esperaba que Preston le hubiera dado las gracias por haberle llevado en su coche a desembarazarse de un cuerpo, pero sí podría haber escrito algo, quizá unas crípticas palabras reconociendo una ayuda inespecífica. Así que eso era todo. No habría nada más. Él pasaría por alto la conducta de su mujer, ambos seguirían juntos y todo arreglado. Se sirvió los restos de la botella de whisky que ella y él habían compartido el viernes por la tarde. Las botas le parecían mucho menos atractivas de lo que le habían parecido en la tienda. Las había comprado porque se parecían mucho a las de Lucy, pero las de Lucy eran de Céline y costaban ochocientas libras. Montserrat lo sabía porque las había visto anunciadas en el suplemento Style del Sunday Times.
A las siete la despertó un golpe en la puerta. Se había quedado dormida de puro aburrimiento, al no tener nada que hacer y por efecto del whisky. Debía de ser Ciaran, pero no podía entrar porque no tenía llave. Montserrat abrió la puerta. Preston estaba de pie en el umbral.
Entró y le habló como si se conocieran desde hacía años. Ni un saludo, ni tan siquiera un «¿Cómo estás?».
—Le he dicho a Lucy que quiero el divorcio.
A Montserrat le preocupó más la logística de la situación que la ley, las personalidades o las emociones implícitas.
—¿A dónde irá?
—Supongo que alquilaré un piso cerca de aquí. Necesitaré ver a los niños.
—¿Ha salido en el periódico algo sobre Rad?
—Es demasiado pronto.
—Supongo —dijo ella—. Tampoco es que tuviera una esposa o una novia que pudiera echarle de menos.
Sin embargo, a la mañana siguiente vio que la realidad era otra muy distinta. Los tabloides, los que se conocen como «sensacionalistas» y no entran nunca en la categoría de «serios», abrían la edición del día con la historia de una mujer llamada Rocksana Castelli en portada que no sólo afirmaba ser la «compañera» de Rad Sothern, sino que llevaba un año compartiendo el piso que Rad tenía en Montagu Square. La mujer de la fotografía se parecía mucho a Lucy Still: el mismo cuerpo esquelético, las mismas piernas largas y flacas y el pelo rubio, aunque unos diez años más joven. Según leyó Montserrat, la señorita Castelli había visto a Rad por última vez en el piso que compartían el viernes por la noche antes de marcharse a visitar a su madre a Hornsey. Habían tenido una discusión, de ahí que no se hubiera preocupado demasiado esa noche al ver que él no regresaba. El sábado, le llamó dos veces al móvil y alguien lo cogió, aunque no hubo respuesta. Había sido el día antes, el lunes, cuando había empezado a preocuparse y había llamado a la policía.
Montserrat se preguntó si Lucy habría visto esa portada. Menuda conmoción si así era. ¿Sería acertado ir a ver a June? La severa predicción meteorológica anunciada la noche anterior había quedado reducida a poco más que una ligera brisa y llovizna. Cruzó la calle con el Sun en la mano y se encontró con la anciana a medio camino con el Daily Mail. La mujer estaba más interesada por el hecho de que Rad tuviera una novia con la que vivía que por su desaparición.
—Siempre supe que no podía estar saliendo contigo.
—Yo jamás he dicho eso —dijo Montserrat.
—Debió de ser ella la que telefoneó. Lo oí sonar, pero por supuesto no contesté. No sé cómo manejar esos artilugios.
—Entro. Me estoy mojando —dijo Montserrat, cubriéndose la cabeza con el Sun y retrocediendo hacia la escalera que bajaba al patio.
June pensó entonces que el único modo de iniciar la siguiente fase del drama era llamar a la policía. Utilizando el teléfono de verdad, naturalmente. Por fin, la pasaron con un tal detective sargento Freud.
—El señor Sothern pasa mucho tiempo aquí con nosotras. Me refiero con la Princesa y conmigo. La Princesa es una gran admiradora de su serie de médicos. El viernes por la tarde estuvo aquí tomando una copa.
—¿Adónde fue cuando salió de su casa?
—Eso no puedo decírselo —respondió June, muy virtuosa—. No es asunto mío.
El sargento Freud dijo que enviaría a alguien al número 6 de Hexam Place. La anciana tía abuela disponía de unos minutos, o quizá de unas horas, para decidir si mencionar la aparente relación de Rad con el número 7, situado justo en la acera de enfrente. Le había gustado el aspecto de la chica de la foto, una hermosa joven con el pelo teñido de un color precioso y una expresión tímida y amable. No había necesidad de angustiarla todavía más contándole a la policía lo de Montserrat. La Princesa no pudo entender por qué emitían un nuevo episodio de Avalon Clinic y no uno repetido si Rad había desaparecido, aunque lo vio de todos modos.
Jimmy dejó al doctor Jefferson, se unió a un atasco, se dispuso a esperar en el Lexus de color mantequilla y llamó a Thea, rebosante de palabras de amor desde un corazón inflamado y recordándole los arrebatos de la noche anterior. Un policía le indicó que avanzara y él regresó a Hexam Place, donde había acordado encontrarse con ella en el Dugong. Thea llevaba una edición matinal del Evening Standard.
—Este asunto es de lo más sórdido —dijo Jimmy cuando ella insistió en enseñarle una foto de Rocksana Castelli en biquini junto a una piscina. Rad Sothern estaba parcialmente sumergido en el agua.
—Estaba liado con alguien del número siete.
—¿La residencia del señor Still?
—Bueno, no con el señor Still precisamente —dijo Thea—. No es gay. Y tampoco con Montserrat, de eso estoy segura. Quizá con Zinnia.
—¿No podríamos olvidarnos de esta escuálida gente, cariño? Volvamos a tu casa.
—De acuerdo, si tú quieres… —dijo ella.
Después del almuerzo, mientras lord Studley ocupaba su asiento en la primera fila de las fuerzas de coalición, Henry condujo a Oceane y a su amiga a Sloane Street para que fueran de compras a Prada y a otras tiendas de similar pelaje. Le tuvieron esperando fuera tanto rato que, a fin de evitar una multa, se vio obligado a dar vueltas y más vueltas a Lowndes Square. La conversación de las dos mujeres a la vuelta fue de un lúbrica naturaleza tal, sazonada aquí y allá con pequeños gritos y ahogados jadeos, que a Henry no le habría sorprendido si, al llegar a Hexam Place, le hubieran propuesto un trío antes de que volviera a recoger a lord Studley. Pero nada de esa suerte ocurrió y, tras haber dejado el Beemer en el aparcamiento reservado a residentes, se fue calle arriba en busca del Evening Standard.
Montserrat estaba en el quiosco. La última edición mostraba una fotografía de Rad Sothern y de Rocksana Castelli brindando con champán en un club. El titular rezaba: «LÁGRIMAS DE CONMOCIÓN POR RAD».
—Apuesto a que él nunca dijo una sola palabra sobre ella.
—Apenas le conocí —dijo Montserrat.
Henry vio al oficial de paisano que subía en ese momento los escalones del número 6. Habría reconocido a un poli en cualquier parte. ¿Por qué se molestaban en disfrazarse? June llevaba horas esperando al agente. Pensaba en ese momento que si el oficial no llegaba pronto tendría que posponer la reunión general extraordinaria del club, programada para las siete. Entonces sonó el timbre. El agente Rickards parecía tener dieciocho años, aunque a ojos de June, hasta la gente de treinta y de cuarenta le parecían de dieciocho.
Al parecer, el agente creía que la Princesa era miembro de la familia real y parecía intimidado por ella. Gussie rompió a ladrar furiosamente y tuvieron que encerrarlo en la cocina.
—Éste es el móvil del señor Sothern —dijo June—. ¿Debo denunciarlo a alguien?
—A nosotros —respondió el agente Rickards—. Ha actuado correctamente. El señor Sothern es su nieto, ¿correcto?
—Por supuesto que no. Soy una mujer soltera. Es mi sobrino nieto. —Ya le había hablado al detective Freud sobre la copa del viernes por la tarde y le había dicho también que no sabía adónde había ido Rad después de salir del número 6. Desvelar que jamás había oído hablar de su novia habría dado prueba de hasta qué punto ignoraba la vida privada de su sobrino nieto y la habría presentado como a una pariente y amiga menos íntima de lo que quería que creyera ese joven, de modo que dijo lo encantadora que era Rocksana y lo mucho que la apreciaban la Princesa y ella.
—Debe de estar loca de preocupación.
El agente Rickards no hizo comentario alguno.
—¿Sabe si el señor Sothern tenía una relación amistosa con otros residentes de Hexam Place?
La rapidez de reflejos llevó a June a contestar que creía que no, pero que todos debían de haberle reconocido cuando iba de visita al número 6, puesto que era el famoso rostro del señor Fortescue. El agente Rickards le dio las gracias y dijo, para sorpresa de June, que había sido de gran ayuda.
La mujer disponía de media hora para darle a la Princesa una copa bien cargada, prepararle un plato de salmón ahumado y unos huevos revueltos, sacar a Gussie a dar la vuelta a la manzana y acercarse al Dugong para acudir a la reunión del club. Henry, Richard, Zinnia y Thea estaban ya en el pub, no así Jimmy, que estaba sentado en el Lexus de color mantequilla en el aparcamiento de consultas del University College Hospital de Euston Road. Probablemente era la primera vez desde que trabajaba para Simon Jefferson que Jimmy había tenido que esperar mientras su jefe procuraba salvarle la vida a un niño de seis años. Mientras tanto, él intentaba escribirle un poema a Thea, pero le estaba resultando más difícil de lo esperado.
La reunión del club había sido convocada especialmente (a poco más de una semana de la anterior) para discutir la respuesta del ayuntamiento de Westminster City a la segunda carta sobre las bolsas de excrementos de perro. Desde la iniciativa «Calles limpias» escribían que seguirían retirando la basura de las calles, pero que, a causa de la recesión, del estado de la economía y de la «política general de ajuste de cinturones», no podían dar pasos específicos para poner coto a los desechos de caninos. June pronunció su breve discurso y declaró abierta la reunión a opiniones y debate, pero el encuentro no tardó en deteriorarse y centrarse en el tema favorito de la tarde, a saber, la desaparición de Rad Sothern.
—Si no aparece —dijo Zinnie—, si está muerto y no pueden grabar más capítulos, ¿creéis que tendrán que matar al señor Fortescue?