Cuando por fin reinó la oscuridad, las cosas habían experimentado un cambio. Montserrat y Preston habían bajado el cofre de la baca del coche y lo habían metido en casa. Luego, tras alguna que otra vacilación y mucho rechinar de dientes, lo abrieron. Ninguno de los dos tenía mucha experiencia con cadáveres. Él había visto a su padre tras su muerte, y dos años más tarde también a su madre. Montserrat no había visto jamás un cuerpo inmediatamente después de muerto excepto ése. Esperaba que se hubieran producido algunos cambios, aunque no habría sabido decir de qué tipo. Fue ella la que retiró la manta. No percibió rigidez en el cadáver, los miembros estaban laxos, y basándose en su amplia experiencia adquirida leyendo y viendo thrillers, suponía que el rigor mortis había ocurrido y había vuelto a esfumarse.
Preston la empujó a un lado no sin cierta brusquedad e hizo rodar el cuerpo hasta volver a envolverlo en la manta.
—Lo subiremos al coche —dijo—. Será imposible manejarlo metido en el cofre. Si no lo necesitas, lo guardaré en la habitación de las maletas.
Orgullosa por no haberse amilanado, en claro contraste con la aprensión de Preston, Montserrat no tenía intención de decir que no se veía utilizando el cofre después de lo ocurrido.
—¿Tiene una habitación para las maletas? ¡Caramba!
Preston se llevó el cofre. ¿Tendría Montserrat los arrestos de pedirle que le diera lo que ella le había pagado a Henry por él? O lo que podía decir que había pagado. Sí, los tendría.
—El cofre me ha costado doscientas libras.
—Muy bien. —Era la primera vez que Montserrat había oído a alguien decir eso—. Te daré un cheque cuando volvamos a casa.
—Yo conduciré —dijo ella.
Temía que, si dejaba que condujera él, se alejaría del cementerio y saldría a la carretera principal antes de que ella pudiera detenerle. Pero él no puso ninguna objeción. Cargaron el cuerpo de Rad Sothern al asiento trasero del coche y Preston lo tapó con unos sacos que había sacado de una habitación a la que se accedía desde la cocina.
A las cinco ya estaba muy oscuro. Todas las luces del pueblo de Theydon Wold y las de la casa enclavada en la cima de la colina estaban encendidas, pero allí donde las casas desaparecían, desaparecían también las luces. Montserrat le preguntó a Preston por qué no había farolas, y él le contestó que los vecinos habían pedido mantener la oscuridad rural preferida por ellos y que la protesta vecinal había surtido efecto. El mejor lugar donde aparcar un coche para sus propósitos era adentrándose un poco por un camino que salía del que habían utilizado anteriormente cuando visitaban el cementerio. La superficie de arcilla estaba cuarteada y entreverada de profundas grietas, aunque estaban endurecidas y firmes y hacía una semana que no llovía.
A Montserrat le costaba creer que no estuvieran a más de cuarenta kilómetros de Londres. El silencio era profundo, la oscuridad impenetrable. Preston había dicho que necesitarían una linterna y ella había llevado una. Sobre sus cabezas, el cielo negro estaba tachonado de estrellas, algo que los ojos de Montserrat no contemplaban desde que había estado en Cataluña con su madre. Preston retiró los sacos y los dejó en el suelo antes de sacar con la ayuda de Montserrat el cuerpo envuelto en la manta y de colocarlo en el suelo.
—Su muerte ha sido un simple accidente —dijo.
—Eso ya lo ha dicho antes. De hecho, unas cuantas veces.
—Es necesario decirlo. Te comportas como si le hubiera asesinado y tú estuvieras ayudándome a encubrir un crimen.
Montserrat no respondió. Recorrieron a pie un tramo del camino de grava, con el cuerpo envuelto en la manta mientras Preston iluminaba el suelo con la linterna que había llevado con él. Montserrat se preguntó acerca de la manta. ¿Podrían identificarla y saber que procedía del número 7 de Hexam Place, la residencia del señor y la señora Preston Still? Eso no ocurriría si la metían en el mausoleo de la familia, quizá incluso dentro de uno de los ataúdes con su otro anciano ocupante. A pesar de los nervios de acero que estaba descubriendo dentro de sí, dudó ser capaz de semejante hazaña.
A medio camino Preston dejó el cuerpo en el suelo, bajó la mirada y dijo, casi tal y como ella había estado esperando:
—Devolvámoslo, Montserrat. Llevémoslo a Londres. Seguro que nadie le ha echado todavía en falta.
Ella no cedió y siguió sujetando las piernas de Rad.
—¿Y luego qué hacemos?
—Entiendo tus motivos al negarte a llevarlo a una comisaría. No podemos hacer eso. Lo que podríamos hacer es llevarle a Hampsteath Heath y dejarlo en alguna parte. Sacarlo del cofre y dejarlo por ahí… bueno, en el bosque.
Montserrat intentó echar mano del sarcasmo.
—Y nadie nos vería, claro. ¿Ha estado últimamente en el Heath? Diga. Es como Picadilly Circus un sábado por la noche.
Preston se encogió de hombros y negó con la cabeza. Montserrat, cuyos ojos se habían ido adaptando a la oscuridad, pudo verle con suficiente claridad.
—Si hago esto —dijo Preston—, no creo que pueda volver con Lucy y con los niños como si nada hubiera ocurrido.
—Bueno, pero es que sí ha ocurrido algo. Y mucho. En cuanto nos libremos del cuerpo, se sentirá mejor. Ya lo verá.
—Hablas como si hubieras hecho esto antes.
Montserrat no respondió. Prefirió dejar que creyera lo que le diera la gana. Se inclinó hacia delante y, tras un instante de vacilación, Preston volvió a levantar la cabeza y también los hombros de Rad. Dejaron el cuerpo en la hierba enmarañada junto al mausoleo de la Familia Still y Preston bajó los escalones que llevaban a la puerta, iluminándose con la linterna.
—No creo ni de lejos que la llave gire. Nadie ha abierto esta puerta desde que… dimos descanso eterno a mi abuelo.
Menuda forma ñoña de expresarlo.
—¿Y cuándo fue eso?
—En mil novecientos noventa y dos.
—Pues sólo lo sabremos si lo intenta.
La vieja y destartalada puerta se abrió. Tembló y crujió, pero se abrió. Montserrat esperó percibir un olor espantoso en forma de apestosa neblina saliendo del panteón, pero no hubo nada, tan sólo una densa oscuridad. La luz de la linterna desveló un interior muy parecido al del refugio Anderson, aunque con estantes en vez de literas. Si bien no había visto telarañas en el refugio, en el pequeño y abandonado mausoleo que tenía ante sus ojos las arañas habían tejido profusamente y tan gruesos algunos de sus hilos que a Montserrat le parecieron cuerdas cubiertas de polvo. El mausoleo era una auténtica caverna de la que colgaban tapices tejidos e hilados.
—Muy bien —dijo—. Será mejor que entremos. Cualquiera que pase en coche podría ver esta luz y extrañarse.
Mientras hablaba pasó efectivamente un coche a unos cien metros de allí, y no por el camino, sino por la calle del pueblo. El vehículo llevaba las largas encendidas y destellaron durante un instante, sorprendiéndoles en su luz cegadora. Montserrat se había dirigido a Preston sin mirarle, concentrada como estaba en el mausoleo y en lo que contenía. Pero al ver que él no contestaba, se volvió a mirarle. El hombre temblaba y estaba lívido a la luz de la linterna, que a su vez temblaba en su mano. Su voz llegó con dificultad, como si se le hubiera secado la garganta.
—No puedo meter esto… esta cosa ahí.
—¿Por qué no? ¿A qué se refiere?
—Esos de ahí, los que están en los ataúdes, son mis ancestros. Son mi familia. No puedo contaminarles con eso…, con esa criatura que entra a visitar a escondidas durante la noche a la esposa de otro hombre…
—Están muertos. No van a enterarse.
—Pues no puedo. Y no se hable más.
—¿Y qué vamos a hacer entonces con él? No podemos dejarle aquí. Lo encontrarán y lo relacionarán con usted. Por supuesto que lo harán.
Preston pareció a punto de darle una patada a la puerta, pero lo pensó mejor y la cerró casi reverentemente, haciendo girar la llave en la cerradura.
—Tendremos que volver a llevarlo al coche.
Si se negaba a dejarlo allí, no tenía sentido discutir con él. ¿Cuántas veces lo habían hablado? Llevaron el cadáver de vuelta al coche. La batería de la linterna había expirado y la oscuridad parecía haberse espesado. Pusieron el cuerpo en el asiento trasero una vez más, recolocaron la manta y lo cubrieron con los sacos. Montserrat subió al asiento del conductor. Eso era otra cosa sobre la que no tenía sentido discutir. Lo único que tenía decidido era que no devolvería el cuerpo de Rad a Hexam Place. En algún punto del camino, en algún desvío, en algún bosque, habría que deshacerse de él. Estaba empezando a preguntarse por qué se le había ocurrido ayudar a Preston. A fin de cuentas, para ella él no era nadie. ¿O sí lo era? ¿Acaso estaba empezando a serlo? El día les había unido de un modo curioso, convertidos ambos en Macbeth y en lady Macbeth. El modo en que se hablaban jamás habría sido siquiera una posibilidad que contemplar cuando él era el señor de la casa —Montserrat así le veía— y ella una simple au pair. La relación entre ambos había cambiado.
Preston le indicó que saliera de la autopista para coger las carreteras que cruzaban Epping Forest, y fue en una de ellas, la que llevaba de Theydon Bois a Loughton, aunque estando todavía en pleno bosque, donde Montserrat se percató de que el coche se bamboleaba y parecía no agarrarse del todo a la superficie de la carretera. La inconfundible señal de una rueda pinchada. Intentó fingir que eran imaginaciones suyas, pero la ilusión duró tan sólo un instante. Alcanzó a detener el vehículo en la entrada de un camino que salía de la carretera.
—¿Por qué paras?
—Un pinchazo. ¿No lo ha notado?
Preston bajó del coche y dijo:
—Es la trasera de mi lado. —Echó un vistazo a la llanta—. Parece que tiene clavado un clavo.
Montserrat se reunió con él.
—¿Sabe cambiar una rueda?
—No lo sé. Desde luego, a oscuras te aseguro que no. Por supuesto, soy socio del RAC. Les llamaré. No importa que no sea mi coche.
—Sí, claro. Llámeles. Con un cadáver en el asiento trasero. No lo verán. —Soltó una risilla seca—. Antes de llamar a alguien tenemos que dejarlo en alguna parte y quedarnos aquí toda la noche hasta que se nos ocurra otra cosa.
June llamó a Rad al fijo y una voz le invitó a que dejara un mensaje.
—Te has olvidado el teléfono aquí. Detrás del respaldo del sofá. La Princesa me ha pedido que te llame porque estaba ansiosa. —Luego llamó al otro número que tenía de él y el teléfono con las pequeñas imágenes empezó a tocar el himno nacional, una melodía que ella jamás habría imaginado que él conocía. Quizá no era necesario conocerla para hacer que sonara en un móvil. Había dejado ya otro mensaje cuando entendió que no había nadie que pudiera recibirlo con excepción de ella misma.
La Princesa se había quedado traspuesta delante del televisor y Gussie se había dormido en su regazo. Mejor que se acercara al Dugong y buscara a alguien con quien tomarse una copa. Se sintió vagamente inquieta, aunque fue la primera en reconocer que no había de qué preocuparse. Rad simplemente había olvidado su teléfono. Lo extraño era que no lo hubiera echado de menos y que no se le hubiera ocurrido que podía estar allí.
Henry estaba en el Dugong con Richard y con Sondra. June dijo: «Hola, extranjeros», porque no llevaban mucho tiempo allí. Según dijeron, al día siguiente celebraban su décimo aniversario de boda y se estaban tomando una copa de champán antes de celebrarlo con una cena en Le Rossignol.
—Feliz aniversario de hojalata —dijo June, levantando su copa de Chardonnay.
—¿Así se le llama? —preguntó Sondra, visiblemente decepcionada.
—Un poco arriesgado para empezar a hacer regalos, ¿no os parece? —dijo Henry—. Supongo que siempre podéis pedir fruta en conserva.
En el número 7, Rabia acompañaba a su primo Mohammed a la puerta por la salida del sótano. En vez de llegar a las diez de la mañana, el hombre se había presentado a reparar la barandilla siete horas más tarde, con la excusa de que su esposa se había puesto de parto. Había tenido que estar en la sala de partos del hospital hasta que a las tres de la tarde se había convertido en el padre de un niño sano.
—Es un gran detalle de tu parte que hayas podido venir, primo —dijo Rabia, sintiendo que habría sido una falta de tacto de su parte mencionar que se había tenido que quedar todo el día en casa esperándole y que podría haber llamado por teléfono para avisar. Tampoco apuntó que el recién nacido no era su primer hijo, sino el cuarto.
Le preparó una taza de té, le ofreció un plato con pastas y le mandó un cariñoso mensaje a Mumtaz. La barandilla, según declaró Muhammed, había quedado sólida como una roca. Al bajar al final de las escaleras del sótano, vio que algo brillaba en las baldosas blancas y negras del rincón.
—Ya no se ven a menudo objetos como éste —dijo Mohammed, recogiéndolo del suelo—. Fumar se ha convertido en un hábito obsoleto, ¿no te parece? Me atrevería a decir que es de plata, y lleva grabadas las iniciales RS. Me pregunto quién puede haber perdido algo tan valioso.
A pesar de haberse tapado los oídos cuando Montserrat sacaba el tema, Rabia había ido sabiendo lo suficiente como para saber a quién pertenecía la pitillera. Pero ¿qué debía hacer con ella y a quién podía decírselo? Ligeramente preocupada, acompañó a Mohammed a la puerta y le dio las gracias por haber ido.
Volvieron a sacar el cuerpo de Rad Sothern del coche y lo depositaron sobre la hierba. Montserrat pateó la cantidad suficiente de hojas muertas sobre el cadáver como para cubrirlo con ellas. La mujer que respondió la llamada de Preston dijo que el mecánico del seguro estaría allí en menos de cuarenta minutos. Montserrat subió a la parte trasera del coche y comprobó que no hubiera manchas en el asiento. La única que encontró fue un borrón marrón que bien podía haber dejado la sangre, pero que de hecho era el resultado del café con leche que en su día había derramado Thea. Al hombre del RAC le llevó sólo media hora llegar hasta allí, sacó la rueda pinchada, la reemplazó por la rueda de recambio y les indicó que no condujeran con ella a más de ochenta kilómetros por hora.
—No caerá esa breva —dijo Preston con tono burlón, como si el hombre del RAC tuviera la culpa de que en las carreteras por las que les tocaba conducir el límite de velocidad fuera de entre sesenta y setenta kilómetros por hora.
A Montserrat el mecánico del RAC le pareció sexy, de ahí que cuando le entregó una solicitud para que la rellenara con sus comentarios sobre el servicio ofrecido, ella marcó todas las casillas de «excelente» y firmó como Preston Still. Luego le advirtió a su jefe de que ya podía ir esperando un gran revuelo en los medios por la desaparición de Rad Sothern. Quizá no hubiera empezado aún, y quizá no saliera nada al día siguiente —con suerte, se librarían de las atenciones del Mail on Sunday—, pero en cuanto el actor empezara a faltar a sus citas, daría comienzo su búsqueda y se desatarían las especulaciones.
—¿Por qué iban a pensar en mí? —preguntó él, horrorizado.
—Porque le habrán visto entrar por la puerta del sótano. —Y añadió brutalmente—: cuando se tiraba a Lucy.
—¿Y qué les impediría pensar que era a ti a quien… ejem… se tiraba?
—¡Ésa sí que es buena! —saltó enérgica Montserrat—. Un millón de gracias. O sea, que tengo que cargar con el amante de su esposa y responsabilizarme de un tipo al que usted empujó por las escaleras por culpa de los celos. ¿Y para qué? ¿Para salvar su jodido matrimonio? Deje que le diga una cosa, ¿quiere?: su matrimonio estaba jodido hace tiempo. Hace años que lo está.
Preston no dejó escapar ningún sonido. Montserrat vio que lloraba y que las lágrimas le rodaban despacio por las mejillas.
—Vaya, lo siento. Pero es la verdad. De todas formas, con un poco de suerte, si alguien le ha visto en Hexam Place, creerá que estaba visitando a June. Vamos, todavía tenemos que deshacernos de él, ¿se acuerda?
Volvieron a meter el cuerpo en el asiento trasero del coche y lo taparon con los sacos. No cabía en el maletero.
—Tenemos que llevarlo muy lejos de aquí. No nos conviene que el tipo del RAC lo relacione con nosotros.
Montserrat conducía, encantada con la oscuridad. La rueda de recambio que le habían puesto al volkswagen era más estrecha que la que había tenido el reventón y llevaba un brillante anillo amarillo. Era menos probable que el resto de conductores la vieran en la oscuridad, y menos probable aún que recordaran cuándo y dónde la habían visto. Logró salir por la que según Preston era Epping New Road y en una rotonda tomó una carretera no señalada que subía hacia High Beech. Él no paraba de repetir, visiblemente nervioso:
—Podemos dejarle aquí, podemos dejarle aquí.
—Todavía no —decía ella, y—: ¿Por qué no se calla de una vez y me deja a mí?
Pasaron un momento difícil cuando el conductor del coche que tenían detrás empezó a tocar la bocina.
—Es porque tengo que ir despacio —dijo Montserrat—. No pasa nada más. Saldré de la carretera y aparcaré.
Y, al parecer, no era más que eso. El coche que tenían detrás siguió su camino, dejándoles en una parte desierta del bosque poblada de altas hayas y de delgados abedules que temblequeaban a merced del incipiente viento. Cualquier coche que se acercara por allí tendría que llevar encendidas las luces largas. Sobre sus cabezas, el cielo era invisible, convertido ahora en una oscuridad espesa y nublada, sin luna ni estrellas. Montserrat y Preston volvieron a levantar el cuerpo y lo trasladaron por un sendero de arcilla salpicada de surcos. Se oyó un movimiento susurrado en el bosque, quizá un ciervo. Él dijo que había ciervos en el bosque.
—No puedo seguir cargando con esto ni un metro más —dijo—. He llegado al final de mis fuerzas.
Montserrat no respondió, pero soltó el cuerpo de Rad sobre las hojas caídas y, tirando de la manta en la que estaba envuelto, lo ocultó bajo un acebo.
—Perfecto. Lo dejaremos aquí. Esto servirá.
—Nadie podrá verlo desde el sendero.
—He dicho que servirá —repitió la au pair—. Y ahora nos vamos a casa.
Aparcaron el coche en el garaje de Saint Barnabas Mews en poco más de media hora y salieron de allí por separado. Las palabras de despedida de Montserrat fueron que quería que Preston le pagara la rueda nueva que tendría que comprar el lunes. Lo vio alejarse hacia el número 7 de Hexam Place. No tenía ningún otro sitio donde ir. Ella estaba empezando a preguntarse por qué se había metido en ese lío, aunque en ese momento se dijo que quizá tenía algún futuro con Preston Still. Si la policía cerraba su cerco sobre él, probablemente ella podría salvarle y sería entonces cuando él empezaría a manifestarle su gratitud.
No era una buena idea regresar aún a su apartamento. Se fue al Dugong, pidió una copa de Chardonnay y llamó a Ciaran con el móvil. Él le dijo que se reuniría con ella en diez minutos. Cuando llegó al pub —después de casi cuarenta minutos y no de diez—, June había llegado sola y Thea había aparecido con Jimmy. Iban cogidos en esa incómoda postura con la que les toca lidiar a un hombre alto y a una mujer baja, con los brazos de él alrededor de los hombros de ella y los de ella rodeando su cintura. Poco después, Damian y Roland hicieron una más que infrecuente visita al Dugong, y Roland negó con la cabeza en cuanto vio a Jimmy y a Thea de la mano. Extrañamente para los bebedores habituales de Hexam Place, se organizaron en grupos separados: Montserrat y Ciaran bebiendo abundantemente antes de salir en dirección al apartamento de ella. Dex estaba sentado solo en un rincón con una Guinness delante, y aunque June le pidió que se uniera al grupo, él se limitó a negar con la cabeza y decir:
—Salud.
Damian y Roland compartían la mesa más pequeña de la sala, muy apartados de los demás. Montserrat se sintió rara cuando entró a su apartamento después de los acontecimientos de la noche y de la mañana anterior, aunque aparentemente no existiera evidencia alguna de esos acontecimientos, con excepción de la ausencia de la manta, y eso, como ella misma se dijo, no tenía ninguna importancia, pues era imposible demostrar una carencia.