—¿Dónde está papá? —Hero miró detrás del sofá de la galería, como si creyera que iba a encontrarle allí.
—Anoche llegó muy tarde —dijo Lucy con un tono de extravagante aburrimiento—. Supongo que hoy ha vuelto a salir muy temprano. Así es como suele actuar.
—No pienso trabajar nunca tanto como él —dijo Matilda—. No le veo ningún sentido.
Montserrat pensó, aunque naturalmente no lo dijo, que Matilda se casaría con un hombre rico y que probablemente no tendría que trabajar. Las vio bajar brincando las escaleras, vestidas a juego con sus chaquetas de color escarlata sobre los leotardos blancos y los leggings negros con las zapatillas de deportes de Chanel de color amarillo y plata. Las niñas salieron a la calle, y Lucy salió tras ellas, cerrando de un portazo la puerta principal. Rabia ya había salido con Thomas.
El jardín del número 7 de Hexam Place se utilizaba en contadas ocasiones. Montserrat había oído que cuando los Still se mudaron a la casa había sido un jardín pulcramente cuidado, con su césped y sus parterres de flores. Sin embargo, en los cuatro años que habían transcurrido desde entonces, los árboles, los arbustos y las malas hierbas se habían adueñado del lugar hasta convertirlo en una pequeña jungla. Mejor que mejor para la tarea que tenían entre manos, aunque a decir verdad poco importaba si les veían los Wallace y los Cavendish del número 9, o los Neville-Smith del número 5. A pesar de que el cuerpo que llevaban en el cofre pesaba más de lo que ella había anticipado, como Rad Sothern era un hombre flaco y pequeño, Montserrat y Preston Still habían podido arreglárselas. No se encontraron con nadie en las caballerizas. Ella abrió la cerradura de la puerta del garaje. Le pareció ver una mirada de desprecio en el rostro de su jefe cuando vio su Volkswagen azul, gris de suciedad y de excrementos de palomas, aunque quizá fueran imaginaciones suyas. Levantar el cofre hasta depositarlo sobre la baca resultó una tarea mucho más laboriosa que subirlo por las escaleras del sótano y cruzar con él el jardín. Un par de escaleras de tijera que Montserrat encontró en la parte trasera del garaje y en las que jamás había reparado fueron de gran utilidad —de hecho, indispensables—, y tras quince minutos de esfuerzos, por fin estuvo el cofre colocado en su sitio. Al terminar, a Preston le temblaban las manos.
—Yo conduciré —dijo Montserrat.
Él no discutió.
—Daremos un rodeo para evitar pasar por Hexam Place. No me importa que la gente me vea, lo que no quiero es que le vean a usted conmigo. Parecería raro. —Preston asintió—. Pero será mejor que se tumbe en el suelo del asiento de atrás.
—Oye, un momento. No creo que sea necesario…
—Por supuesto que es necesario. Tendría que haberlo pensado antes de empujar a una estrella de la televisión por las escaleras.
—Te daré el código postal de la casa para que lo introduzcas en el GPS.
—Útil si tuviera GPS, pero no es el caso. Tendrá que guiarme.
Preston dijo que lo haría. Montserrat subió al coche y él fue a la parte de atrás, y se instaló como pudo en el espacio entre el respaldo del asiento de ella y el asiento trasero. Cuando estaban ya de camino a la North Circular, la au pair paró el coche para que él pudiera saltar del asiento trasero al del copiloto. El miedo, y quizá también la culpa, le habían puesto de mal humor.
—Va contra mis principios dejar que una mujer conduzca.
—Peor para usted —replicó Montserrat—. Haremos una cosa: cuando nos hayamos deshecho del señor Fortescue, dejaré que conduzca usted el trayecto de vuelta.
El suplemento de los sábados de un periódico de calidad siempre incluía una entrevista a una celebridad mediática, y Thea tenía por costumbre leerlo mientras desayunaba. Compartía el periódico con Damian y Roland. A ellos les interesaban sólo la política y los negocios, mientras que ella se quedaba el suplemento y las secciones de artes y medios de comunicación, aunque también le habría gustado quedarse con las noticias. Ese sábado resultó que la entrevista era a Rad Sothern, y ocupaba la portada una fotografía a página completa y a color de él en su papel de señor Fortescue, aunque a Thea, que no mucho antes habría estado fascinada con las revelaciones sobre la vida amorosa pasada de Rad, sobre el hecho de que June fuera su tía, o su tía abuela, y que hubiera sido el guitarrista de un grupo de pop, le resultó imposible mantener la concentración en el artículo. Sus cavilaciones estaban dominadas por Jimmy, aunque quizá no fueran las cavilaciones que a él le habrían gustado. Ese día tenía que empezar a enseñarse a amarle. Eran tantas las cosas que se había enseñado a hacer para complacer a los demás que sin duda podría con eso. Jimmy y ella saldrían a pasar el día fuera en el coche de Simon Jefferson, y esperaba que él pasara a buscarla a las diez. Despierta desde las seis y levantada desde las siete, se había vestido con sumo cuidado con sus vaqueros nuevos, una inmaculada camisa blanca y un cardigan de punto grueso de color rosa. Se acababa de lavar el pelo, había invertido un cuarto de hora en maquillarse bien, aunque algo le decía, por mucho que no tuviera experiencia real en ese tema, que a Jimmy ya no le importaba demasiado su aspecto. ¿Qué tenía que ver el maquillaje con el amor?
A las diez menos cuarto, bajó los tres suplementos del periódico a Damian y a Roland.
—Podéis quedároslos. Voy a pasar el día fuera.
—¿Sabes?, creo que he visto a este tipo saliendo de la casa de al lado —dijo Roland—. Alguien me dijo que era el nieto de la Princesa.
—Según dice aquí, es el sobrino de June.
—Nunca dejaré de maravillarme. —Damian cogió el suplemento y negó con la cabeza sin dejar de mirar el retrato de Rad—. Déjanos los suplementos de artes y medios. Aunque no los leamos, cosa harto probable, los echaremos al cubo del reciclaje. Por cierto, estamos pensando en casarnos.
—Ah, genial —dijo Thea. ¿Se habría enseñado cada uno de ellos a amar al otro o habría surgido el amor de forma natural?
—Roly me lo ha pedido en el desayuno. Me ha dicho: «¿Quieres ser mi pareja de hecho?» ¿No te parece estupendo?
—Por supuesto. ¿Podré asistir a vuestra boda?
—Eso espero. —El tono de Roland fue más bien frío.
Desde la ventana frente a la que se había instalado, Thea vio cómo el Lexus de color crema de Simon Jefferson se detenía junto a la acera. ¡Aquél era el guión de sus sueños hecho realidad! Aprendiendo a mostrar entusiasmo, echó a correr hacia la puerta de entrada sin decir adiós.
Mientras ponía orden en la sala de estar, June encontró tras los cojines del sofá un objeto que bien podría haber sido algo diseñado para escuchar música o para hablar, o quizás ambas cosas. La presión involuntaria de su pulgar estimuló el objeto de tal modo que empezó a cantar el primer verso de «Dios salve a la Reina», y a desplegar una docena de pequeñas imágenes vivamente coloreadas.
—Debe de ser de Rad —dijo, enseñándoselo a la Princesa cuando le subió el desayuno.
—Es lo que llaman una Raspberry. Mejor será que le llames. Pero no con esa cosa, incluso aunque supieras cómo. Hazlo con el teléfono de verdad.
June intentó llamarle al fijo, pero fue en vano. El número alternativo que tenía de él y que hasta la fecha nunca había utilizado disparó una vez más el himno nacional en la cosa que tenía en la mano, sobresaltándola. El aparato le pidió que dejara un mensaje, pero ella no vio el sentido a hacerlo. «Aparecerá cuando quiera recuperarlo», se dijo.
Pasaron por el pueblo de Theydon Wold, y Montserrat se fijó en que el pub llamado Devereux Arms servía menús de mediodía de tres platos. Quizá podría convencer a Preston para que la llevara allí cuando se hubieran desembarazado del cuerpo de Rad Sothern. La asombraba ver que apenas sabía cómo llegar a Gallowmill Hall, a pesar de ser el dueño de la propiedad. Sus indicaciones habían errado tres veces y en una ocasión a punto habían estado de salir a la M25, en dirección a Dartford Crossing. Resultó que cuando él conducía tenía que utilizar el GPS porque conocía el código postal, pero no el resto de la dirección.
Montserrat no se había quedado tan impresionada con el lugar como Rabia. A fin de cuentas, ella había visto esa clase de casas antes, tanto en la vida real como en las películas. ¿Cómo debía de ser tener una casa así? No sólo ser el propietario del número 7 de Hexam Place, sino también de Gallowmill Hall.
—¿Por qué se llama así?
—Hay un molino de agua en el río y en su día había patíbulos cerca de aquí.
Montserrat se dio cuenta de que Preston se estremeció cuando mencionó ese instrumento de castigo para crímenes punibles con la pena capital.
—Puedes entrar por la arcada. Aunque no debería haber nadie, cualquiera sabe, y mejor que nadie nos vea.
Ahí se esfumó cualquier posibilidad de disfrutar de un buen almuerzo en el Devereux Arms.
—Y ahora que le hemos traído aquí, ¿qué vamos a hacer con él?
—No lo sé.
—No bajaremos el cofre del coche hasta que estemos seguros. Pesa demasiado para ir por ahí trasteando con él. —Montserrat vio lo pálido que estaba—. No se habrá mareado con el viaje, ¿verdad?
Preston Still negó con la cabeza.
—Salgamos a tomar un poco de aire fresco.
La arcada llevaba a una especie de patio. Bajaron del coche y regresaron cruzando la arcada al punto donde las suaves pendientes de césped se alejaban de la amplia extensión de grava. Todo estaba cubierto de una alfombra de hojas caídas, rojas, marrones y amarillas, y los árboles de los que procedían casi habían recuperado su estado de esqueléticas ramas desnudas. Sobre las boscosas colinas el cielo era de un pálido azul lechoso, entreverado con jirones de nubes también pálidas y grises.
—¿Este lugar ha pertenecido a su familia durante siglos?
—Unos dos siglos —respondió él.
—¿Y por qué no vive aquí?
Still no respondió a la pregunta.
—Mis padres lo hicieron, y también mis abuelos y todos mis ancestros hasta principios del siglo diecinueve, cuando mi tatarabuelo construyó este lugar.
La vista ganó en amplitud cuando rodearon la casa y llegaron a lo que Preston llamó el frontal del jardín, que se abría para revelar toda suerte de detalles en el paisaje, una casa de gran tamaño en la cima de una baja colina, los tejados de un pueblo, un puñado de feos graneros congregados alrededor de una granja y la aguja de una iglesia. La visión despertó en Montserrat recuerdos de dramas de otras épocas que había visto en televisión: mujeres con sombreros saliendo de casas como aquélla, briosos hombres del período de la Regencia a caballo, quitándose el sombrero en presencia de las damas…
—¿Y sus antepasados iban a esa iglesia?
—La de San Miguel y Todos los Ángeles —respondió Preston, como si fuera eso lo que ella le había preguntado—. Supongo que sí. Según he oído decir, ahora ya casi nadie la utiliza. Mis ancestros están enterrados en una especie de mausoleo que tenemos en el cementerio.
Menuda cantidad de llaves tenía que tener, o perder u olvidar un propietario como él. Preston no había olvidado la llave de la puerta principal. La abrió con ella y entraron. En cuanto Montserrat se hizo a la idea de la clase de casa de la que su jefe era dueño, el interior del edificio resultó tal y como lo había imaginado: óleos con marcos de doradas molduras, alfombras orientales, lustrosos muebles oscuros, porcelana china, rosa, verde y negra, con diseños de aves y flores. Le sorprendió encontrar tan caldeado el interior de la casa.
—Mantenemos la calefacción al mínimo entre octubre y abril.
—¿Mantenemos?
—El cuidador y su mujer. Oh, no te preocupes. No estarán.
Montserrat no estaba preocupada, sino asombrada de que un hombre de apenas cuarenta años hablara empleando la primera persona del plural en tales casos.
—Tengo hambre —dijo—. ¿Hay algo de comer?
La cocina era enorme y muy moderna, eso considerando que tenía unos veinte años. Había rebanadas de pan en el congelador y latas en un armario.
—Podríamos prepararnos unas tostadas con alubias.
Quizá Preston no sabía lo que era eso.
—No puedo comer nada —dijo—. Si te apetece llevar tú el coche de vuelta, me tomaría una copa.
—Pero si ha dicho que no le gusta que le lleve una mujer.
—Podré soportarlo —respondió Preston con una increíble falta de elegancia.
Una risa burlona fue la respuesta de Montserrat.
—Antes de pensar en eso tenemos que instalar a nuestra celebridad en algún sitio.
Descongeló dos rebanadas de pan en la tostadora, abrió una lata de salmón y se preparó un sándwich. Preston estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos. Abriendo armarios, Montserrat encontró media botella de brandy, otra ya mediada de Cointreau y restos de vino tinto. La copa de brandy que le sirvió a Still fue generosa, y cuando estaba a punto de añadirle un poco de agua, él tapó el vaso con la mano. Se tomó la mitad de un trago y el color, un arrobamiento escarlata, volvió a teñirle el rostro.
—Creo —dijo él— que no deberíamos haber hecho esto. Me refiero a meterlo en el cofre. Tampoco deberíamos haber venido, ni aquí ni a ninguna otra parte. Cuando termines, volveremos a Londres y llevaremos su cuerpo a la comisaría más cercana.
—No sea ridículo. Dentro de dos o tres horas se habrá hecho de noche y entonces podremos esconderle en alguna parte y nadie lo verá. ¿Llevar un cadáver a una comisaría? Le mandarán a ver a un psiquiatra y le internarán. Meterle en un manicomio será peor que acusarle de asesinato, y eso es lo que harán. —Enjuagó el vaso y el plato debajo de grifo y los guardó—. Dijo que lo mejor sería que nadie supiera que hemos estado aquí, así que tendremos que tener cuidado para que nadie nos vea. Ahora me gustaría echar un vistazo a la casa y encontrar algún sitio donde dejar el cadáver.
Más llaves. Still cogió tres puñados de unos ganchos de la pared y se las metió en los bolsillos. La propiedad contaba con toda clase de dependencias anexas y había también establos. Le enseñó a Montserrat una residencia de verano y algo parecido a un templo, provisto de una cúpula y pilares y al que llamó «un capricho». Al final de un largo camino privado había una pequeña casa construida en un estilo que ella reconoció como gótico, aunque estaba visiblemente abandonada, con las ventanas tapiadas con tablones.
—Ésa es la casa del guarda —dijo—. Aquí vivían antes los cuidadores, pero los actuales viven en un piso que les hemos construido dentro de la casa.
El lugar parecía abandonado y necesitado de una mano de pintura. Además unas cuantas tejas habían ido a parar al suelo. Una de las puertas del garaje colgaba de las bisagras.
—Tendré que mandar a alguien a que le eche un ojo a este lugar —dijo Preston—. No sé cómo he podido dejar que se deteriore así.
«No será por falta de dinero», pensó Montserrat.
—¿Qué es eso? —Señaló un promontorio cubierto de hierbajos y de altas briznas de hierba en el que había una puerta de madera a la que se accedía por una escalera que descendía de seis escalones. Montserrat se acordó de pronto de un libro que adoraba de niña y de una serie de películas—. Es como una de esas cosas en las que viven los hobbits.
—Es un refugio Anderson —dijo Preston.
—No sé lo que es eso.
—En la guerra, en la Segunda Guerra Mundial, había dos tipos de refugios antiaéreos: el Morrison, que era una especie de mesa metálica, y el Anderson, que es éste. Se cava un foso en el jardín y se tapa después con césped.
—Pero ¿aquí hubo bombardeos?
—Cayó una bomba en el pueblo. Mató a una vaca.
—¿Y cómo sabe todo eso? Usted no había nacido. Su padre debía de ser muy pequeño.
—Me lo contó mi abuelo.
—¿Podemos verlo por dentro?
Aunque la puerta estaba cerrada, Preston llevaba la llave en uno de los puñados. Dentro había dos literas con los colchones verdes de musgo, una mesa con un libro cubierto de moho encima y una bombilla desnuda colgando del techo.
—Justo lo que estamos buscando —dijo Montserrat—, aunque éste no nos servirá. Si decide reformarlo, puede que haya que… desmantelarlo. Necesitamos una cueva o algo parecido. ¿No hay ninguna cueva?
—Naturalmente que no —dijo Preston—. En Essex no.
Montserrat subió los escalones mientras su jefe cerraba con llave la puerta y se quedó plantada en el camino que llevaba a la iglesia, cuya torre emergía muy cerca de donde estaban. A unos cien metros de allí, siguiendo por el camino, había una puerta en la verja que señalaba el linde de un pequeño cementerio. La pequeña iglesia de piedra tenía un aspecto sólido, pero el cementerio parecía estar descomponiéndose silenciosamente en una oscuridad sobrenatural. Todos los árboles que rodeaban las tumbas eran oscuros: dos o tres ejemplares de hoja perenne no sólo tenían pocos resquicios de verde, sino que mostraban hojas que parecían de cuero negro, los tejos eran extravagantemente grandes, y el acebo, exuberante. La hiedra campaba a sus anchas, llegando incluso a cubrir por completo algunas de las lápidas. Y toda la vegetación parecía estar descomponiéndose, quizá porque esas hojas no caían nunca, sino que cedían al desgaste del tiempo.
La mayoría de los monumentos eran losas y lápidas verticales, muchas de ellas inclinadas, pero había tres tumbas con forma de grandes cajas de piedra. Las tres estaban cubiertas de líquenes verdes y amarillentos y de vegetación de un verde más oscuro. A las dos y media todavía había luz en el camino. Sólo en el cementerio había llegado el crepúsculo, o quizá jamás se había ausentado del todo.
—Aquí nunca hay nadie —dijo Preston—. El domingo puede verse a cuatro o cinco personas asistiendo a maitines. El vicario atiende a tres parroquias de la vecindad y mañana por la mañana quizá sea uno de sus domingos.
Montserrat tendió la mano para tocar el liquen que cubría la más grande de las tumbas.
—Es un refugio Anderson para los muertos —dijo con una voz macabra antes de leer las dos palabras grabadas en la base—. Familia Still.
—No ha vuelto a utilizarse desde que dimos sepultura a mi abuelo.
El tono de Preston era a la vez piadoso y reprobador. Pero había cogido la llave equivocada y tuvieron que regresar.
Salieron a dar un paseo por Holland Park de la mano, y cuando llegó la hora del almuerzo, comieron allí en un restaurante. Había mucha gente. A Jimmy le gustaba que le vieran en compañía de Thea y ella se estaba educando para que le gustara ser vista con Jimmy. Ambos creían que serían blanco de las envidias y así se lo dijeron. Eso no era tarea difícil para Thea, teniendo en cuenta que Jimmy era realmente guapo, alto, fornido y con una elegante cabeza cubierta de cabello oscuro.
—A esos hombres les gustaría estar en mi lugar.
—Y a todas esas mujeres les gustaría que fuera su mano la que estrechas en la tuya. —A Thea no se lo ocurrió otra cosa que decir, aunque con eso bastaría.
Aunque la hierba estaba seca, el año estaba demasiado avanzado como para sentarse en ella, y los asientos eran incómodos. El restaurante tenía una zona de bar y allí se sentaron con sus bebidas (tónica y Angostura para Jimmy y un Pinot Grigio para Thea) a contarse sus vidas pasadas. Él había estado cinco años casado en la década de 1990, pero su esposa le había dejado, huyendo con el deshollinador.
—Vaya, no sabía que todavía existieran esas cosas —dijo ella.
—Bueno, a decir verdad, el tipo no subía por las chimeneas. Tenía una empresa de trabajos de limpieza de chimeneas. Ahora tienen tres hijos.
Thea había estudiado en un instituto politécnico que se había convertido en universidad, y en el que ella se había licenciado en informática.
—Eres una mujer inteligente —dijo.
Jimmy había sido instructor de autoescuela, examinador y vendedor de coches, y había conocido a Simon Jefferson mientras le daba clases de conducir a su esposa. El doctor Jefferson, al reparar desde su ventana en la pericia que Jimmy demostraba para aparcar en batería, lo contrató como chófer dos años después de su divorcio y también del de Jimmy, que casualmente habían tenido lugar prácticamente al mismo tiempo. Thea relató cómo había sido su primer encuentro con Damian y Roland mientras acompañaba a la señorita Grieves y a su carrito de la compra a la tienda de la esquina de Saint Barnabas Street.
Jimmy pagó la cuenta y dijo:
—¿En tu casa o en la mía?
—Thea se sintió culpable por dejar que fuera él quien pagara cuando todavía no le quería.
—Bueno…, quizá nos encontremos con Damian o con Roland al entrar.
—El doctor Jefferson pasará todo el día fuera.
—Entonces, en tu casa —dijo Thea, acallando el imperdonable pensamiento de que lo mejor sería acabar de una vez.