10

Los fuegos artificiales tocaron a su fin y de la habitación de las niñas situada en el segundo piso no llegó ningún sonido. A juzgar por el silencio, Lucy no había oído nada. Montserrat esperó un instante antes de seguir a Preston Still escaleras abajo. La cabeza de Rad Sothern reposaba sobre un charco de sangre que se extendía sobre las baldosas blancas y negras del suelo. Si alguien le hubiera dicho a Montserrat que ante una escena de semejante calibre no reaccionaría con horror y temor, sino presa de una creciente excitación, no le habría creído. Pero así era. Independientemente de lo que ocurriera a continuación, quería formar parte de ello. Ahora todo saldría a la luz: la aventura de Lucy con un famoso de la televisión, con una celebridad; el papel que ella, Montserrat, había desempeñado y al que se había visto obligada para poder conservar su empleo y su alojamiento; Preston Still, magnate de los seguros de la City, millonario, empujado a la locura por la infidelidad de su esposa…

Preston se había arrodillado junto a Rad. Dijo con un hilo de voz que en nada se parecía a la suya:

—Creo que está muerto.

—No puede ser —comentó la au pair, y lo repitió—. No puede ser.

—No respira. No tiene pulso.

En la creación de su guión, Montserrat no había contemplado ni por un momento la posibilidad de que Rad Sothern pudiera estar muerto. La gente no se muere por haberse caído por las escaleras. La excitación seguía ahí, aunque mezclada ahora con el sobrecogimiento.

—¿Qué vamos a hacer?

—Llamar a la policía. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

Montserrat dijo incoherentemente:

—No parece que pese mucho.

—¿Qué significa eso?

—Podríamos envolverlo con algo y transportarlo a mi piso. No podemos dejarle aquí.

—Dios mío —dijo Preston Still—, no puedo creer que esté muerto. Siento como si estuviera dormido y fuera a despertarme en cualquier momento.

—La gente siempre se siente así cuando ocurre algo horrendo.

Montserrat entró al apartamento y salió con una manta. Se arrodilló y empezó a arrastrar el cuerpo de Rad Sothern a la manta y a enrollarlo poco a poco en ella.

—¿Cómo puedes? —preguntó Preston Still, elevando su voz en una octava—. Para. Deja de hacer eso. Supuestamente no se debe mover a alguien que ha sido… bueno, que ha sufrido una muerte violenta. Hay que llamar a la policía.

Esa posibilidad la asustó aún más que el hecho de que Rad estuviera muerto.

—Pero ¿es que quiere que le arresten? Dirán que ha sido un asesinato.

—Por el amor de Dios. Sólo le he dado un empujón. Su muerte se debe al mal estado de la barandilla.

—Ayúdeme a entrarlo por esa puerta —dijo ella.

Montserrat veía que el señor Still, a quien en su cabeza había empezado a llamar Preston, era mucho más remilgado que ella. El hombre tuvo que desviar la mirada mientras ella empujaba y él tiraba del cuerpo de Rad Sothern para meterlo en el piso. Still habría cerrado la puerta si ella no hubiera dicho:

—No podemos dejar ahí esa sangre.

—Tiene que quedarse así para la policía.

Montserrat no dijo nada, pero alzó la mirada. Probablemente Preston Still no había fregado un suelo en su vida y no sabía cómo hacerlo. Era un hombre. Aunque ella no era un ama de casa, eso no quería decir que no hubiera cumplido los veintiún años sin haber fregado un suelo de baldosas, al menos en una ocasión. Había un cubo en el armario que estaba debajo del fregadero. Por lo que ella sabía, nunca se le había dado uso, pero mantenía intacta su capacidad de contener agua y disponía de un asa. Con una esponja que cogió del cuarto de baño y una botella de detergente líquido, se puso manos a la obra. Cuando Preston vio el agua roja como sangre espumosa, se estremeció y una vez más desvió la mirada.

—Creo que ya está —dijo Montserrat—. No pasaría una inspección policial, me refiero a un análisis de pruebas y esas cosas, pero no vamos a tener que pasar por eso, ¿verdad? No vamos a llamar a la policía. —Inspiró hondo—. No tiene manchas de sangre, ¿verdad?

—Eres como lady Macbeth —dijo Preston Still con voz lenta y monocorde como la de un zombi—. Lávate las manos, ponte el camisón…

—Vamos. Recompóngase. Voy a servirnos una copa. Hay whisky en la sala.

Mientras subía a buscar el whisky, pensó que en realidad ellos no habían hecho nada. Lo único que Preston había hecho había sido darle un buen empujón al tipo de la tele. Rad estaría vivo si los tipos a los que ella había llamado para que pasaran a reparar la barandilla hubieran aparecido de inmediato. «Aunque, cualquiera le dice eso a la policía». El problema con Preston era que, por muy tiburón de los seguros que pudiera ser, hasta el momento había vivido siempre entre algodones. Su solución natural para todo lo que oliera a ilegal era acudir a la policía. Poco importaba que la policía fuera a dar por sentado que había matado a Rad porque el muerto era el amante de su esposa. No era cuestionable. Por supuesto, Preston era tan inocente que seguía todavía sin ser consciente de eso. Montserrat se lo diría. Tenía que hacerlo. Cuando entró al apartamento, el hombre estaba sentado en uno de los dos sillones, reclinado con las manos colgando a los lados y con la mirada perdida.

Ella ya se había tomado un trago de whisky de la botella. Le dio un vaso a su jefe y dejó el suyo encima de la mesita de centro. Preston Still habló sin mirarla.

—Supongo que ese hombre estaba visitando a Lucy. —Ella asintió y tomó un sorbo de whisky—. ¿Qué papel desempeñabas tú en todo esto?

—No éramos un trío, si es eso lo que está pensando. Yo me encargaba de abrirle la puerta del sótano y de llevarle a la habitación de su mujer.

Ahora Still se volvió a mirarla y Montserrat vio la rabia grabada en sus ojos. Vio también que era un hombre muy apuesto y que tenía una voz hermosa.

—Así que tú eras el psicopompo.

—¿El qué?

—El que conduce las almas al infierno.

Montserrat, que a decir verdad era muy supersticiosa, se estremeció. Tocó con el pie el cuerpo envuelto en la manta que lo ocultaba.

—¿Qué vamos a hacer con él?

—Bueno, nada. Ahora está aquí y obviamente no querrás dormir tú también aquí. Esta noche duerme en una de las habitaciones de invitados y mañana llamaré a la policía. A fin de cuentas, ha sido un accidente. No será necesario que lo sometan a todas esas pruebas forenses. En cuanto oigan lo que voy a decirles y lo que tú les dirás y hayan visto la barandilla rota, todo se aclarará.

—No olvide que tienen que saber que Lucy tenía una relación con Rad Sothern. Y eso lo cambia todo. Y él es famoso. Era famoso. Independientemente de quién fuera novio, la noticia será una bomba en los medios. ¿O es que no se da cuenta?

Fue la palabra «novio» la que pintó una oscura sombra carmesí en el rostro de Preston.

—Ha sido un accidente —dijo.

—Yo lo sé, y usted también, pero ellos no lo verán así.

¿De verdad lo sabía ella? ¿Y él? Still había empujado al hombre escaleras abajo con todas sus fuerzas. Montserrat a punto estuvo de decirle que no vivía en este mundo, sino en un planeta de cifras y estadísticas, acciones y mercados, mientras que ella sabía perfectamente lo que eran los medios y cómo reaccionarían. Su excitación previa reapareció cuando pensó en las fotos que publicarían los periódicos, en los extractos de Avalon Clinic que emitiría Sky News, las fotos del número 7 de Hexam Place y de Lucy con sus niños, de Preston subiendo a su coche, de Beacon aguantándole la puerta abierta…, y eso sólo si Rad había desaparecido, por no imaginar lo que sucedería si le encontraban muerto.

—Mejor que desaparezca. Y mejor todavía si no le encuentran nunca.

—No podemos hacer eso, Montserrat. —Fue la primera vez (¿la primera de verdad?) que Preston la llamaba por su nombre.

—Pues tenemos que hacerlo. Es la única forma. Piénselo. Piense en lo que será de Lucy, de sus hijos y de su empresa y de todo lo que esté relacionado con usted si le dice a la policía que empujó a Rad Sothern por las escaleras. Le arrestarán y los medios se lo comerán vivo.

Se produjo un largo silencio. Luego Still dijo:

—Eres realmente lady Macbeth. Sírveme un poco más de ese whisky, ¿quieres?

—Ya es suficiente. Le quiero espabilado y en forma por la mañana.

—¿Qué significa eso exactamente?

De pronto, Montserrat se acordó de la única vez que había visto Macbeth. Había sido en la televisión. Una mujer le decía a su débil marido cómo debía comportarse después de haber matado a alguien, ¿no era eso? Qué apropiado.

—Acuéstese. Lucy estará dormida. Mañana es sábado. Dígale que tiene que trabajar todo el día. Sé que a veces lo hace, así que no le extrañará…

—¡Me importa una mierda si le extraña! —replicó él violentamente.

—Yo dormiré aquí… con eso. —Agitó la mano en dirección al cuerpo de Rad—. Cuando usted baje, meteremos el cuerpo en algo y lo sacaremos de aquí. —Su mirada cayó sobre el cofre portaequipajes—. En esa cosa. Lo compré para llevar los esquís cuando me vaya de vacaciones, pero podemos utilizarlo.

—¿Y a dónde lo vamos a llevar?

—Tiene una casa en el campo, ¿no? Y no está muy lejos…

—En Essex. Pero no puedo llevarme el Audi. Beacon lo habrá guardado hasta el lunes. Normalmente alquilamos un coche para ir a Gallowmill Hall, pero obviamente eso no es posible… Escucha, Montserrat, todo esto es imposible.

—Podemos ir en mi coche —dijo ella.

—Será mejor que llamemos a la policía a primera hora de la mañana. No te mencionaré. Volveré a sacar el cuerpo, lo dejaré en el suelo y les diré que cuando entraba por la puerta del sótano vi a… ¿Cómo se llama? ¿Rad algo? Bien, les diré que lo vi llegar a lo alto de las escaleras del sótano y caer cuando se agarró a la barandilla. Les diré que entré por allí porque me dejé las llaves, lo cual no deja de ser cierto, y como tú habías salido, no podías abrirme. Les diré que no tenía ni idea de quién era el tal Rad y que murió antes de que pudiera averiguarlo. Todo concuerda.

—Es el guión menos creíble que he oído —dijo Montserrat—. Y hablando de «concordar». Si todavía existiera la pena capital, sería a usted al que pondrían una cuerda al cuello. Lo mejor será que metamos ahora mismo el cuerpo en el cofre, acabemos con esto y podamos irnos por la mañana, cuando Lucy esté en el gimnasio. Y ni se le ocurra decirle una palabra a su mujer.

Thomas se despertó llorando, con la mejilla derecha roja y bañada en lágrimas. Rabia le dio un zumo de naranja ligeramente calentado (recién exprimido) y un anillo mordedor (recién esterilizado) para que lo mordiera. Había sido suyo cuando era pequeña, y al dárselo al niño tuvo la sensación de que realmente era su pequeño. Le hacía feliz que a Thomas le gustara el anillo, le sonriera y pronunciara su nueva palabra: «cariño».

—Quiero Rab.

—Y Rab te quiere mucho, Thomas.

—Di «cariño» —dijo el niño.

Así lo hizo Rabia antes de cambiarle el pañal, besarle y volver a acostarle tiernamente en su nueva camita de adulto.

En la misma calle, en el sótano del número 11, Henry y la honorable Huguette dormían uno en brazos del otro, o al menos así lo habían hecho hasta que tuvieron demasiado calor y rodaron sobre la cama, separándose. Era la primera vez que ella compartía su cama en casa de su padre y, aunque en muchos aspectos había sido una auténtica delicia, sobre todo el hecho de no tener que salir del apartamento al frío de la noche, Henry estaba nervioso y había dormido intermitentemente. Habría preferido que hubiera una llave en la puerta, pero lo único que había era una cerradura. Se le ocurrió que quizá compraría un pestillo para disfrutar de más intimidad. Así las cosas, cada crujido, cada taconeo y cada chirrido que se oía en la casa habían despertado en él el temor de que alguien bajara las escaleras del sótano.

Unas cuantas casas más allá, en el número 3, como de costumbre Jimmy se había quedado dormido. El doctor Jefferson no tenía la menor idea de cómo tratar al servicio, y Jimmy, que lo sabía, en vez de menospreciarle por ello, sentía simpatía hacia él. Por supuesto, detectaba en el acento superficialmente refinado del doctor (un instituto del centro de Londres antes de pasar por Oxford) sus orígenes de clase trabajadora. De ahí que el médico no permitiera que le llamara «sir» ni que le abriera la puerta del coche, y aunque él no era oficialmente un criado «puertas adentro», tenía a su disposición una bonita habitación en el sótano del número 3. Allí era donde dormía la «Noche de las Hogueras», y a pesar de estar nuevamente enamorado, lo hacía solo. No había ningún autobús nocturno que le llevara a casa, y aunque el doctor Jefferson no habría puesto ninguna objeción a que se llevara el Lexus al piso que tenía en Kennington, Jimmy había estado bebiendo con Thea, y no estaba en condiciones de conducir.

Y es que era Thea de quien Jimmy estaba enamorado. Era extraordinario. Tenía más de treinta años, no era especialmente guapa y hacía años que ambos se conocían. Y además él nunca había sido consciente de sentir nada especial por ella. Pero la noche anterior en el Dugong, sentado entre June y Richard, Jimmy había levantado la mirada de su media pinta de cerveza y sus ojos se habían encontrado con los de Thea, que estaba justo al otro lado de la mesa. En ese momento había tenido la curiosa sensación de que el corazón le daba un vuelco hasta pararse en seco y volver a latir. Y había pensado: «Te amo, Thea». Luego había estado a punto de gritarlo a los cuatro vientos: «Estoy enamorado de ti, estoy enamorado de ti». Ambos se habían aguantado la mirada y ella le había sonreído. Fue una sonrisa maravillosa y radiante que transformó su vulgar rostro en el de una delirante belleza.

Jimmy no dijo nada, no hizo nada, pero volvió al Dugong la noche siguiente. Ella estaba en el pub, como él ya sabía, sentada sola a la misma mesa. ¿Acaso había un color de cabello más hermoso en una mujer que ese rojo natural? Rojo capuchina, rojo castaño de Indias. Era demasiado pronto para que los demás hubieran llegado. Durante la mitad de la noche y el día entero, Jimmy había estado pensando en lo que le había ocurrido y no tenía ninguna intención de perder el tiempo yéndose por las ramas. Se acercó a la barra y le pidió dos copas de champán a Ted Goldsworth, consciente en todo momento de que Thea no le quitaba ojo.

—Hola, Jimmy —dijo ella cuando él puso las copas encima de la mesa con una voz que a él se le antojó cargada de significado.

—Hola, Thea. —Y de pronto dijo todo lo que había querido decir la tarde anterior, y durante la noche, y durante todo el día mientras conducía el coche del doctor Jefferson—: Me he enamorado de ti. Ya sé que es una locura, pero creo que tú sientes lo mismo.

Nadie le había hablado así a Thea. Jamás. Solitaria e irritable, se vio sobrepasada por la declaración de Jimmy.

—Sí, quiero —dijo como si se estuvieran casando.

—Pues bebamos y vámonos a otro sitio, los dos solos. —Jimmy alzó su copa—. Por nosotros.

—Por nosotros —dijo Thea antes de soltar una carcajada de incredulidad.

A decir verdad, no habían bebido demasiado, tan sólo lo suficiente para que Jimmy decidiera no conducir. La tarde transcurrió en una vinoteca de Ranelagh Grove, bajo el rugido de los fuegos artificiales y el siseo de los cohetes. Jimmy había oído decir que un síntoma del amor es que los enamorados se quedan sin apetito y comen muy poco. Thea puso la mano sobre la mesa y él le puso la suya encima. Decidió posponer el beso hasta la despedida, pues no tenía previsto que pasaran la noche juntos, todavía no, al menos hasta que hubiera transcurrido un tiempo prudencial. Una sensación que en cierto modo reconocía como ridícula era que el amor que había entre los dos tenía algo de sagrado y que era un error «malograrlo» en una etapa tan incipiente de la relación. La consumación, sin embargo, llegaría, y ambos así lo aceptaron con paz y alegría, y con la sonrisa propia de quien tiene la certeza de que algo ha de llegar.

Regresaron cogidos de la mano a Hexam Place, el trayecto era corto. En las habitaciones de Damian y Roland las luces aún estaban encendidas. Pero el piso de la señora Grieves estaba a oscuras. Jimmy besó a Thea. Ella lo abrazó durante un largo rato y se preguntó qué estaba haciendo.

—Llámame por la mañana —dijo.

—Por supuesto. No lo dudes ni un solo instante. Desearé oír tu voz.

En el silencio de su habitación, Thea se preguntaba qué había querido decir realmente con su «Sí, quiero». ¿Lo habría dicho solamente para satisfacer a Jimmy, para no herir sus sentimientos? ¿Acaso se había sentido halagada o de nuevo había intentado complacer a alguien, metiéndose esta vez en un buen lío? Ningún hombre le había dicho nunca que estaba enamorado de ella. Jamás se había visto en una situación tan romántica. Quizá podría enseñarse a amar a Jimmy repitiéndose lo guapo y lo tierno que era.

Cuando él entró primero al número 3 y poco después a la habitación de la que por fin hacía uso, las luces de las casas fueron apagándose poco a poco hasta que la calle entera quedó sumida en la oscuridad.

Montserrat se despertó en mitad de la noche al oír a Preston llamar a su puerta y susurrar por el ojo de la cerradura:

—Abre la puerta. Tenemos que hablar.

Pensó que cualquiera que le oyera creería que eran amantes. Eso podría llegar a ocurrir algún día, pero no todavía. Abrió la puerta.

—No hay nada de qué hablar. Ya está todo dicho. Ahora lo único que hay que hacer es encontrar la manera de colocar el cofre en la baca del coche sin que nadie sospeche que contiene lo que contiene. ¿Dónde estaba durmiendo?

—En la habitación de Lucy —dijo—. No puedo volver. Es horrible.

—Bueno, hay cuatro habitaciones de invitados en la casa. Elija una y vuelva a bajar hacia las siete.

Montserrat volvió a dormirse, pero antes pensó que si algo bueno salía de todo eso era que ya no tendría que explicarle a Ciaran las visitas de Rad. Preston volvió a bajar a su habitación a las seis y media, vestido con la ropa que utilizaba para salir de fin de semana al campo: chaqueta deportiva, pantalón de franela gris y zapatones marrones. «Santo cielo —pensó Montserrat—. No debe de tener más de cuarenta años». Estaba desnuda debajo de las sábanas.

—Salga mientras me levanto, ¿quiere? Puede prepararse un café mientras me ducho —dijo—. Mientras tanto, escúcheme. No haremos nada hasta que Lucy haya salido. Se irá temprano, siempre es así cuando le toca ir al gimnasio, y se llevará a las niñas. Nunca es demasiado pronto para empezar a enseñarles a convertirse en un par de damas bien tonificadas. —Vio que Preston se estremecía y arrugaba la boca—. Tengo el coche en el edificio de aparcamientos que está en el número 12 de Saint Barnabas Mews. De hecho, su jardín prácticamente linda con él. Podemos sacar el cofre portaequipajes a las caballerizas y colocarlo sobre la baca del vehículo dentro del garaje. Si alguien nos ve, creerá que me está ayudando a colocarlo para irme de vacaciones. Les diremos que son mis esquís, ¿de acuerdo?

La mañana en la que Preston Still iba a llamar a la policía había llegado por fin. Él, sin embargo, parecía haberlo olvidado por completo.

—De acuerdo —dijo.

—¿Cuánto se tarda en llegar a su casa de campo?

—Alrededor de una hora, quizá menos.

—Pero ¿eso es el campo? ¿Essex?

Él no respondió. La miró, taciturno.

—Yo le preparo el desayuno a Lucy los fines de semana —dijo Montserrat—, así que será mejor que espabile. Tendrá que tener un poco de paciencia.