—Me gusta este sitio —dijo Huguette—. ¿Por qué no habíamos venido nunca?
Henry negó con la cabeza.
—Porque queda demasiado cerca de la casa de tus padres.
Y porque era frecuentado por la asistenta y el mayordomo del matrimonio, o lo que quiera que fuera aquel hombre, además de por mucha otra gente que podía hablar y meter la pata. Henry sospechaba que Huguette quería que les pillaran y así él tendría que irse a vivir con ella y empezar a frecuentar el pub que estaba en la esquina de King’s Road.
—¿Qué dirías si de repente entrara tu padre y te viera conmigo? A ver, di. —Pero la peor de las situaciones posibles era que fuera la madre de Huguette la que apareciera. Henry ni siquiera quería pensar en ello.
—Eso no ocurrirá. Le diría que iba de camino a su casa y que me he encontrado contigo y que me has invitado a tomar una copa.
—De todos modos, no voy a tomar nada, y tengo que recoger a tu padre dentro de diez minutos.
—Quiero que pienses en pedirle mi mano a papá.
—¿Que quieres qué?
—Tendríamos unos niños preciosos. Somos una pareja muy guapa, ¿no te parece? Puede que él dé su consentimiento sólo por eso.
—No pienso correr ese riesgo —dijo Henry.
—¿Dónde tienes que recogerle?
—En la el Parlamento, naturalmente.
—Entonces, puedes llevarme primero a casa.
Era más fácil eso que discutir con ella.
—Acercaré el Beemer a la vuelta de la esquina. —Henry la dejó en el pub y salió con mucha cautela a Hexam Place. Aunque eso no fue suficiente. Beacon y Jimmy conversaban en la acera, delante del número 3. Henry les saludó con un gesto indiferente y subió al BMW. Cuando giró por la esquina del Dugong, Beacon había ido a buscar el Audi y Jimmy, que era la envidia de todos porque apenas hacía nada, se había ido a casa del doctor Jefferson.
Beacon había llegado a vislumbrar una cabeza de pelo rubio y rizado unido a un cuerpo esbelto que salía del Dugong. En realidad, apenas le molestó, porque era de la opinión que esa clase de pelo resultaba atractivo sólo si era negro y si la piel de la que nacía era también negra. En cualquier caso, el amarillo era un color feo, independientemente de quién fuera su dueña. Además, aquello no tenía nada que ver con él, y esa noche iba a cenar temprano. Por alguna misteriosa razón, el señor Still volvería a casa antes de lo acostumbrado, y Beacon podría pasar la noche como más le gustaba, esto es, con su familia.
Apenas había girado por Sloane Street cuando estalló el primer castillo de fuegos artificiales. En palabras utilizadas por la mitad de la población de Londres —exceptuando a los menores de dieciocho años—, Beacon se dijo que hasta mañana no era la Noche de Guy Fawkes[3].
Montserrat se despertó con una premonición que nada tenía que ver con el hecho de que fuera el 5 de noviembre. Costaba saber con qué podía estar relacionada, porque la sensación le resultaba muy familiar y hasta ella tuvo que reconocer que en la mayoría de los casos no significaba nada. Quizá fuera simplemente porque era viernes, uno de los días que Zinnia no aparecía hasta la tarde, con lo cual le tocaba a ella preparar y subirle el desayuno a Lucy. Se quedó media hora más en la cama, oyó que Beacon acercaba el Audi a la puerta principal y la voz del señor Still diciéndole «Buenos días». Montserrat creía que el señor Still era con toda probabilidad la única persona en el mundo que quedaba en Londres que saludaba con un «buenos días» en vez de un «Hola» o un «¿Cómo estás?»
El yogur con carambolo y el plato de pomelo rojo (cubierto con film transparente) estaban ya preparados en la nevera, la única rebanada de pan integral esperaba en la tostadora y sólo había que encender la cafetera. La bandeja estaba ya dispuesta con los cubiertos y un bote de confitura de arándanos —Lucy comía confitura, nunca mermelada—, y Montserrat sólo tuvo que esperar cinco minutos. Se sirvió la primera taza de café y salió entonces con la bandeja.
Lucy estaba sentada en la cama, envuelta en un chal de encaje.
—Creía que te habías olvidado de mí.
Montserrat, que no estaba de humor para reprimendas, replicó:
—Su reloj se adelanta cinco minutos.
Sus ojos repararon en algo que no debería haber estado en el tocador de Lucy. Las llaves del señor Still. Interponiéndose entre Lucy y el tocador, Montserrat cogió las llaves y se las metió en el bolsillo del pantalón. No podría haber dicho por qué, simplemente le parecía más seguro así.
—Esta noche vendrá Rad. —Cuando Lucy formulaba esa notificación, en ocasiones dos veces por semana, otras sólo una, lo hacía arrastrando sensualmente las palabras e incluso cambiando levemente de postura, reclinándose, levantando un brazo y dejando caer la mano negligentemente—. Hacia las siete. He pensado que podríamos tomar champán. ¿Serías tan amable de subir una botella de la nevera alrededor de las seis y media?
Considerando el gesto muy poco sofisticado, Montserrat dijo que así lo haría. No había razón alguna para que Lucy, que era perfectamente capaz y estaba en forma gracias a las frecuentes visitas al gimnasio y a que salía a trotar a menudo, no se encargara personalmente de ir a buscar el champán, pero lo cierto es que nunca hacía nada. Una vez Montserrat la había visto echar una moneda al suelo y pedirle a Zinnia que se la recogiera. Regresó al sótano con una segunda taza de café, evitando la barandilla suelta. Mohammed, el primo de Rabia, iría al día siguiente a repararla. Y suponía que le tocaría a ella quedarse en casa todo el día para abrirle. A menos, quizá, que lograra convencer a Rabia para que se encargara…
Primero estaba el problema de las llaves de su jefe. Si Montserrat no hacía nada, Beacon regresaría a casa con él entre las diez y las diez y media, y el señor Still llamaría al timbre de la puerta principal. Harto probable, aunque no inevitable. Normalmente volvía tarde los viernes, salvo cuando al día siguiente la familia se trasladaba a Gallowmill Hall. Pero ¿sería así esta vez? No lo sabía. Nadie lo había comentado, aunque no siempre lo hacían. Montserrat decidió llamar a Beacon y averiguar si el señor Still había mencionado que había olvidado sus llaves. La dificultad estribaba en que Beacon era un cerdo moralista, como una especie de vicario. Una vez, un día que Rad tenía previsto aparecer, ella le había pedido si podía avisarle cuando el señor Still saliera de la oficina y él le había preguntado, sin ocultar su recelo, que a ella qué podía importarle.
—Una esposa debería estar en casa esperando a que su marido regrese de ganarse el pan.
—Eso es un poco anticuado, ¿no te parece?
—Si todo el mundo se comportara de ese modo que tú calificas de «anticuado», el mundo sería un lugar mejor —replicó Beacon.
Aun así, Montserrat volvió a intentarlo.
—Las llaves del señor Still son asunto suyo.
—Sólo intentaba ayudar —dijo Montserrat.
—La mejor ayuda que puedes ofrecer es abrirle la puerta al señor Still cuando llame al timbre. Eso en el caso de que se haya olvidado las llaves, cosa que personalmente pongo en duda.
Al almuerzo en un pub con Ciaran, que terminó en discusión porque Montserrat le dijo que no podía pasar a verla esa noche, siguió un paseo por las tiendas de Sloane Street con Rabia y con Thomas, y una visita a Harrods para comprarle un chándal al pequeño.
—¿Te da una tarjeta American Express?
—Sólo para comprarle ropita a Thomas y para pagarle la peluquería.
—Espero que también te compres alguna cosilla para ti, ¿no? Ella jamás se daría cuenta.
—Confía en mí —dijo Rabia, perpleja—. Nunca haría una cosa así.
—Qué lástima que Beacon esté casado. Estáis hechos el uno para el otro.
Le compraron a Thomas un chándal de felpa azul celeste con un conejo blanco bordado en el bolsillo del pecho.
—¿Podrías estar en casa mañana para abrirle la puerta a tu primo?
—Si quieres —contestó Rabia—. Me gustaría charlar un rato con Mohammed. Es mi primo favorito. Así conocerá a Thomas. Le encantan los niños.
«Como si el niño fuera suyo», pensó Montserrat.
—¿No te importa si Su Alteza y yo vemos el capítulo uno de la primera temporada de Avalon Clinic que tenemos grabado mientras estás aquí, verdad que no?
Rad hizo una mueca que quiso ser tímida, pero June sabía que en el fondo estaba encantado. Le dedicó una mirada crítica, preguntándose por qué las mujeres encontraban atractivos a los hombres de pelo largo. Sus gustos en ese terreno habían quedado claramente establecidos en la década de los años cincuenta del pasado siglo, cuando un hombre sólo se recogía el pelo en una cola cuando actuaba en una película sobre la Revolución Francesa. June manejaba el mando a distancia con soltura y rapidez, de un modo que la Princesa jamás había aprendido, y la música inicial de Avalon, famosa en todo el país, tronó en la habitación, compitiendo con los fuegos artificiales que en ese momento estaban en pleno apogeo. Las dos mujeres estaban ostensiblemente sordas. La Princesa suspiró, mostrando así su deleite, cuando vio entrar con paso firme a la habitación al apuesto Rad con su bata blanca, el estetoscopio al cuello y un esfigmomanómetro en la mano. El Rad de carne y hueso estaba sentado a su lado en el sofá. Buscó su mano de carne y hueso y la apretó entre sus dedos.
—Tomemos una botella de LBQSP —le dijo a June.
Ésta reconoció en las siglas La Bebida Que Siempre Procede y fue a buscar una botella de champán, perdiéndose con ella una parte vital de la trama. Rad no tenía la menor intención de abrirla, bajo ningún concepto, de modo que siguió sentado muy tieso, apretando periódicamente a su vez la mano de la Princesa mientras su tía abuela llenaba las copas.
—Vas a ver a Montserrat, ¿verdad?
June lo preguntó porque sabía por algún motivo que a Rad le molestaba que lo hiciera. Para él, después de la modelo y de la divorciada de la alta sociedad, Montserrat era sin duda una humillación.
—Esta noche no —fue su respuesta.
Ella no supo si decía la verdad. Por fin concluyó la pausa publicitaria que no había sabido cómo borrar de la grabación y los tres siguieron viendo la serie hasta que terminó, justo antes de las siete.
—Tómate otra copa antes de irte —propuso la Princesa.
Rad dijo que prefería abstenerse, pero le dio un beso, mucho más de lo que estaba dispuesto a conceder a June. Ninguna de las dos mujeres le vio irse. Su relación con Montserrat, si realmente existía, carecía por completo de glamour. En el patio de la casa de al lado, la señorita Grieves había salido por la puerta del sótano para ahuyentar a un zorro urbano. El animal salió corriendo escaleras arriba con un cadáver de pollo entre los dientes, perseguido por la señorita Grieves. No fue una acalorada persecución, sino pausada, un torpe y laborioso ascenso que culminó cuando la anciana llegó por fin a lo alto de la escalera, aunque a esas alturas el zorro y el pollo habían desaparecido. Un brillante resplandor estalló en el jardín delantero del número 5, iluminando la fachada y el patio de acceso a la zona de servicio del número 7. De pronto quedó a la vista el zorro comiéndose el pollo en el jardín delantero y Rad Sothern en su escondrijo, o más bien saliendo en ese momento de él, mientras Montserrat abría la puerta del sótano. La señorita Grieves se volvió de espaldas y bajó pesadamente las escaleras.
Montserrat también había bajado corriendo las escaleras, las del sótano, evitando la defectuosa barandilla, y abrió la puerta a Rad saludándole con un «hola» no muy cordial. Él llevaba el pelo recogido en una cola, lo cual le adelgazaba ostensiblemente la cara. No era tan alto como Ciaran y su dentadura necesitaba unos cuantos retoques. Seguramente por eso sonreía tan poco en su papel de señor Fortescue. La au pair retrocedió para permitirle adentrarse en el pasillo.
—Cuidado con la barandilla suelta —dijo.
Rad no prestó atención a la advertencia y soltó una maldición cuando la barandilla le temblequeó en la mano. Montserrat no llamó a la puerta de Lucy, sino que la abrió sin más, empujó al actor dentro y corrió luego escaleras arriba a buscar a Rabia. Hero y Matilda habían cenado en la cocina de la planta de los niños y estaban jugando con el ordenador en la habitación que compartían. Thomas, que había cambiado por completo sus hábitos de sueño como suele ser común en los bebés, dormía profundamente y Rabia planchaba las blusas blancas y las faldas azul marino que las niñas se pondrían para ir al colegio el lunes.
—¿Cómo es qué no las han llevado a ninguna fiesta para que vean cómo arde la fogata?
—El señor Still dice que es peligroso —contestó la niñera.
—Esta noche Lucy tiene compañía —dijo Montserrat—, así que asegúrate de que las niñas no bajen, ¿quieres?
Rabia dijo que no quería oírlo y se tapó los oídos con el dedo.
Los fuegos artificiales alcanzaron su cénit de estruendo explosivo hacia las ocho. Los destellos de luz, los despliegues pirotécnicos de plumas, pendones y fuentes, rojos, blancos, verdes esmeralda y azules zafiro, adquirieron su máximo esplendor en el extremo más alejado del río media hora más tarde y poco a poco fueron apagándose. Hacia las nueve, cuando Beacon aparcó el Audi delante del número 7 de Hexam Place, algún que otro cohete seguía desplegando sus luces en el cielo, pero la mayor parte de las celebraciones había tocado a su fin para reanudarse una vez más la noche siguiente con idéntico ímpetu.
Beacon bajó del coche para abrir la puerta trasera del lado del conductor y esperar a que el señor Still bajara del vehículo. Tenía la costumbre de quedarse allí esperando educadamente hasta que su jefe desaparecía tras la puerta principal de la casa. El señor Still subió los primeros cuatro escalones antes de empezar a buscar en sus bolsillos. Volvió entonces a bajar a la calle con un ceño de perplejidad en el rostro y dijo:
—No se me habrán caído las llaves en el asiento, ¿verdad, Beacon?
—No las veo, señor. Permítame que mire.
Preston Still también buscó. En vano.
—Montserrat saldrá a abrirle, señor.
—No, no, no será necesario. Tengo llaves de la puerta del patio y también de la del sótano.
Por lo que Beacon sabía, la puerta de la verja del patio nunca estaba cerrada con llave. Vio al señor Still descender las escaleras, alzar la mirada para ver estallar un cohete sobre el tejado del número 4 y vislumbró el rostro de Montserrat en una de las ventanas de la planta baja. Era hora de irse a casa. Con suerte llegaría justo para ver empezar Avalon Clinic.
Desde la ventana era imposible ver más allá de los seis escalones inferiores. Montserrat ya no podía ver al señor Still, y aun así intuyó que debía de estar subiendo el resto de escalones que conducían a la puerta de entrada, antes de llamar al timbre. Había llegado antes de lo esperado y no tenía tiempo que perder. Llamó a Lucy al móvil y subió corriendo al primer piso, donde Rad Sothern salía en ese preciso instante de la habitación.
—Está en la puerta de la calle —susurró la au pair—. Va a llamar al timbre en cualquier momento.
—Oh, Dios.
—No te preocupes. Ven conmigo y espera en mi apartamento mientras yo subo a abrirle.
Eso jamás ocurriría, aunque sí otras muchas cosas. Montserrat condujo a Rad escaleras abajo desde el primer piso y por el pasillo hacia las escaleras que llevaban al sótano. Había luz en el pasillo, pero no al pie de la escalera. Cuando el actor, con la au pair a su espalda, estaban a menos de un metro, Preston Still apareció en lo alto de las escaleras del sótano, asomando primero la cabeza y después el pecho, dando rápidamente paso al resto de su cuerpo. Montserrat no se había fijado hasta entonces en lo corpulento que era: muy alto, ancho de espaldas y fornido. El hombre dejó escapar una especie de jadeo ronco. Rad dijo por segunda vez: «Oh, santo Dios», y se paró en seco.
El señor Still avanzó hacia él y dijo:
—¿Quién demonios es usted? —Y acto seguido—: Yo le he visto antes.
Teniendo en cuenta que el país entero había visto antes a Rad y que la mitad de la población estaba en ese momento viéndole en sus pantallas, la observación del dueño de la casa no tenía mucho valor. Montserrat entendió que tenía un significado distinto para Preston Still, que raras veces estaba en casa a tiempo para ver la televisión.
—En la fiesta de la Princesa —añadió—, haciéndole inoportunas proposiciones a mi esposa.
Al parecer entendió antes de pronunciar las palabras que las proposiciones habían estado lejos de ser mal recibidas, y mientras Rad intentaba empujarle a un lado y llegar a las escaleras, Preston lo cogió por detrás, agarrándolo de los hombros. A partir de ahí todo ocurrió muy deprisa. Montserrat jamás habría creído que su jefe fuera capaz de semejantes hazañas atléticas. Estampó el pie en las lumbares del actor y, lanzándose hacia delante con un gruñido, empujó con todas sus fuerzas. Fue un puntapié que catapultó al hombre escaleras abajo, ese clásico arrebato de violencia con el que se echa a alguien de una casa.
Rad podría haberse deslizado hacia delante y haber caído rebotando escaleras abajo de no haberse agarrado a la defectuosa barandilla, que se desprendió y se le quedó en la mano con un chirriante crujido de madera astillada mientras él se precipitaba hacia abajo con un grito, y caía al oscuro pozo de la escalera, aterrizando de cabeza contra el suelo de baldosas. El estrépito que provocó el impacto quedó ahogado por la explosión más sonora de la noche: un fuego de artificio que estalló en ese momento en Eaton Square.