El fin de semana transcurrió agradablemente para Montserrat, que se había quedado sola en el número 7. Celebró la partida de los Still bebiendo demasiado en el Dugong el sábado por la noche. No cabía la posibilidad de volver andando a casa sin ayuda, que le fue prestada por un hombre considerablemente apuesto, un recién llegado al Dugong que, según creyó la propia Montserrat —aunque era poco lo que podía pensar dadas las circunstancias—, la dejaría delante de la puerta del sótano en cuanto ella hubiera conseguido hacer girar la llave en la cerradura. El hombre tenía otros planes: entró con ella a la casa, a su apartamento y a su habitación, y procedió a desnudarla sin su consentimiento. Ella estaba demasiado débil para oponer resistencia y, una vez desnuda, no deseó resistirse. Él se quedó a pasar la noche y se marchó a las ocho de la mañana, después de haberle pedido su número de móvil. También se llevó una pulsera de oro del joyero de Lucy que había descubierto durante la apresurada excursión que había hecho por la casa antes de irse.
Eso fue algo que Montserrat descubrió una semana más tarde, o mejor dicho, que supuso una semana más tarde, al ver que Lucy no encontraba la pulsera. Naturalmente, no dijo nada. El hombre considerablemente apuesto no la había llamado, de modo que ¿cómo iba ella a saber quién era o dónde vivía? A punto había estado de contarle a Thea su experiencia, echando la culpa de su insensatez al Rohypnol que él le había echado en la bebida, aunque no tardó en alegrarse de no haberlo mencionado. Thea y ella salieron el domingo y Montserrat tampoco se había sentido tan mal, disfrutando del sol de Wimbledon Common y compartiendo después una botella de vino en una pizzería.
El tramo de barandilla parecía más endeble que nunca, de modo que, sintiéndose responsable, decidió escribir en mayúsculas en un cartón el aviso de «PELIGRO. NO TOCAR», y lo colgó de la baranda con un trozo de cordel.
A pesar de que el tema de la conducta de Lucy con el hombre malvado y actor de televisión seguía preocupando a Rabia, como ya hacía varios meses que lo había advertido, había terminado por anteponer el amor que sentía hacia Thomas. Aunque sabía que estaba mal pensar de ese modo, si le confesaba a Lucy lo que sabía, ésta sin duda la despediría, y si se lo contaba al señor Still, Lucy sabría que era ella la que se lo había dicho y terminaría despidiéndola igualmente. No volvería a ver a Thomas. Y se le partiría el corazón. No era idiota y sabía que el niño había ocupado el lugar de Assad y de Nasreen, sus queridos hijos, y que ella le daba el doble del amor que le había dado a cada uno de sus propios pequeños.
Nada podía hacer, salvo esperar a que el malvado actor de televisión se cansara de Lucy, o ella de él. Esas cosas sucedían. Rabia lo sabía, y no por experiencia propia, sino porque lo veía en la clase de dramas en los que actuaba el hombre malvado y que no incluían a ningún personaje como ella ni como Beacon, que, como ella, poseía una inquebrantable rectitud moral. Rabia lo sabía porque Montserrat le había dicho que su tarea se habría visto considerablemente facilitada si Beacon la llamara cuando el jefe subía al Audi en Old Broad Street. Eso le daría al menos veinte minutos para sacar a Rad Sothern de la casa antes de que el señor Still entrara por la puerta. Montserrat no se lo había pedido a Beacon, pero sí le había descrito un «escenario hipotético» o, según se lo tradujo a Rabia, «la clase de cosa que podía ocurrir». Un amigo de ella estaba pasando por esa misma situación, le dijo a Rabia. El chófer bien podría haberla ayudado, ¿no lo creía Beacon? No, Beacon no lo creía.
—Ese chófer debería contárselo a su jefe —dijo, lanzando a Montserrat una desagradable mirada cargada de desconfianza.
Rabia no hizo ningún comentario. En ese momento estaba abrazando a Thomas y el pequeño le besaba cariñosamente la mejilla.
—Tengo que fiarme siempre de conjeturas —dijo Montserrat.
Preston Still se tomó una semana de vacaciones en octubre y Lucy y él se marcharon a un elegante hotel de la costa de Cornualles. Los niños se quedaron en casa con Rabia y Montserrat. A Zinnia también la reclutaron para que se alojara en una de las habitaciones de la planta de la habitación de los niños.
—Seguro que él echa un poco de menos a sus hijos —comentó Zinnia—. No como ella. No entiendo por qué los ha tenido. Aunque, la verdad, él sólo se acuerda de ellos para preguntar si están enfermos.
Rabia estuvo de acuerdo con ella, pero no dijo nada. En realidad, estaba encantada siendo la más importante de la tres que habían dejado a cargo de la casa y descubrió que tenía talento para la organización. Montserrat debía ocuparse de preparar el té de las niñas y asegurarse de que hicieran sus tareas mientras Zinnia se encargaba de su ropa y de hacer la colada. Rabia se llevó a Thomas a la otra nursery, esto es, al vivero, y lamentó la visita en cuanto su padre le dijo que encontraría a Khalid Iqbal en el invernadero de plantas tropicales, invitándola a que fuera a saludarle.
—No, padre. Si el señor Iqbal desea hablar conmigo, debe ser él quien venga a saludarme. Llevaré a Thomas a ver los ratones blancos y el hurón.
Y es que el vivero tenía a la venta pequeños mamíferos, además de peces tropicales y de una infinita variedad de plantas.
A Thomas le gustaban los ratones más incluso que los peces. Tendió las manos hacia su jaula, intentando coger uno entre los barrotes. Alejar el cochecito de la jaula, aunque levemente, provocó gritos y una tormenta de lágrimas tal que cuando Khalid Iqbal se acercaba por el sendero desde el arboreto, Rabia tenía al sollozante Thomas en brazos, con la mejilla mojada del pequeño contra la suya.
La visión de la mujer con la que un hombre espera casarse cargando cariñosamente con un niño en brazos aumenta su atractivo. Eso es especialmente aplicable si el hombre en cuestión procede de una cultura en la que los niños son un valor muy preciado. Khalid saludó a Rabia con una obsequiosa sonrisa y le preguntó por su salud.
—El señor Siddiqui me ha invitado amablemente a tomar el té con él el sábado por la tarde y ha dicho que esperaba que también tú estarías presente.
«¿Ah, sí? Ya veremos», se dijo Rabia. Y en voz alta:
—Mi padre debería habérmelo consultado antes. Mucho me temo que el sábado por la tarde será imposible. Me he quedado a cargo del número siete hasta el regreso de mis jefes.
Khalid no disimuló su decepción.
—Quizás en otra ocasión.
—Quizás —dijo Rabia, volviendo a dejar a Thomas en el cochecito.
Estaba muy molesta con su padre. Cuanto más se alargara la situación, más resistencia opondría ella. Él ya le había concertado un matrimonio y, aunque había terminado queriendo a su esposo, no podía decirse que las cosas le hubieran sido favorables. Más bien al contrario. Y Rabia no tenía intención de permitir que volviera a hacerlo. Era ciudadana británica y estaba habituada a las costumbres británicas, por mucho que algunas se le antojaran inaceptables. Cuando inició el paseo de regreso hacia Hexam Place, la idea de las costumbres británicas la llevó a contemplar el problema de Lucy y el actor, y no para seguir ponderando si debía contarle la verdad al señor Still —una confesión de ese calibre tendría consecuencias tan terribles que no debía ser considerada—, sino simplemente para pensar en la situación y en lo distinta que sería si Lucy no fuera británica de nacimiento, sino miembro de una familia originaria de Paquistán. La suya, sin ir más lejos. Rabia estaba convencida de que si alguna de sus parientes se hubiera comportado así, de no haber encontrado su muerte en aras del honor, al menos la habrían encerrado en algún lugar, donde probablemente le propinarían palizas. Rabia, cariñosa y tierna con los niños, normalmente servil con los parientes masculinos, veía esa clase de violencia en general como una buena idea.
El Club de Hexam Place se reunió en el Dugong a la hora del almuerzo para discutir los puntos de un apretadísimo orden del día. Presentes —June anotó los nombres— estaban Thea, Montserrat, Jimmy, Henry, Sondra y ella. Se recibieron las disculpas de Richard, Beacon, Rabia y Zinnia. No se bebió alcohol mientras tuvo lugar la reunión.
June dio un discurso de lo más elocuente sobre los espantosos males que ofrecía la recogida de los excrementos de los perros en una bolsa de plástico que se dejaba después debajo de un árbol. Había recibido del ayuntamiento una insatisfactoria carta en la que la institución ensalzaba su propio plan de limpieza de las calles y la conciencia de higiene ciudadana. Se decidió por unanimidad que Thea volvería a escribirles. June creía que se lo pedirían a ella, pero no dijo nada y se limitó a adoptar una expresión enfurruñada. La cuestión del ruido en la calle fue desestimada, pues se decidió que era provocada en su mayor parte por los trabajadores, y no por sus jefes. Fumar y sentarse en los escalones se presentó a debate en la sección de «Otros asuntos», junto con los maullidos de los gatos en los jardines traseros durante la noche y la de las palomas ensuciando los escalones. Se acordó por unanimidad que no tendría efecto pedir a los habitantes de las casas que encerraran en casa a sus gatos durante la noche, además del hecho de que ninguno de los presentes sabía de nadie en Hexam Place que tuviera gato. Los escandalosos animales debían haber llegado hasta allí desde Eaton Square o Sloane Gardens. Prácticamente lo mismo era aplicable a las palomas.
Sondra quería saber si Thea se había referido a fumar mientras estaban sentados en un escalón, a lo que Thea respondió, «lo que sea», y June tuvo que aclararle que todas las respuestas debían dirigirse a la reunión por mediación de la presidenta. Cuando hubieron fijado la fecha de la siguiente reunión, los ánimos estaban visiblemente caldeados, pero se calmaron cuando Henry apareció con copas de vino para todos. Montserrat y Jimmy fueron los últimos en irse. Ella no podía dejar de pensar en el hombre que había conocido dos noches antes en un club. Ciaran había pasado con ella esa noche y también la noche anterior en su apartamento del número 7 y se le veía más entusiasmado de lo que lo había estado cualquier otro hombre en el último par de años. Lo del Rohypnol había quedado olvidado, así como el temor a que Ciaran O’Hara hubiera robado las joyas de Lucy. Pero Montserrat tenía un dilema. No sabía si contarle el trato que tenía con Lucy y con Rad Sothern o callar. Pero ¿y si no decía nada y Ciaran la veía recibir o despedir a Rad por la puerta del sótano? No era una posibilidad improbable, y si eso llegaba a ocurrir sería demasiado tarde para aclararle el acuerdo y contarle que el actor era el amante de Lucy y no de ella. Los Still no tardarían en regresar y Rad sin duda esperaría volver a hacer una visita —sino dos— a Lucy durante la semana siguiente. ¿Qué podía hacer?
A pesar de que ya había cumplido veinticinco años, a Henry le seguía gustando Halloween y todo lo que la fiesta conllevaba, como cuando era niño. Le habría encantado llamar a las puertas, ofreciendo el consabido «truco o trato», pero temía ser blanco del más que probable desaire de su jefe, que sin duda alguna se enteraría. Por fin, lo único que se le ocurrió fue ponerse un elegante disfraz de Halloween la noche del 31 de octubre y, vestido con una capa negra comprada en una tienda de asiáticos y la cara pintada de blanco y negro a modo de calavera, se acercó a las ocho al Dugong para tomarse una copa con Jimmy.
Aunque de camino al pub no se cruzó con ningún niño que celebrara la fiesta, cuando vio a Damian y a Roland se escondió de un salto detrás de un árbol, gimoteando apropiadamente y agitando las manos. Roland soltó una maldición, pero Damian dio un brinco y un paso atrás.
—¿No va siendo hora de que madures? —le preguntó Roland.
Henry se rio. Quizá podría convencer a Jimmy para que le acompañara a dar una batida por Eaton Place y se quedara con él en la escalera del Royal Court Theatre, recolectando donativos para alguna obra de caridad ficticia. Pero Jimmy apareció vestido con su ropa de diario y manifestó que lo único que le interesaba de las travesuras tradicionales era prohibirlas. Según dijo, el doctor Jefferson, que como era bien sabido se preocupaba por los niños en todos sus aspectos, creía que corrían peligro deambulando por las calles y llamando a los timbres de desconocidos. Un par de cervezas (Jimmy) y dos copas de vino tinto (Henry) más tarde, salieron a la calle en busca de infractores, pero las plazas, las calles y las sinuosas avenidas de Belgravia estaban vacías de niños y había empezado a llover.
En el caso de Dex, la noche estuvo llena de temor y de extrañas visiones. Para empezar, se le olvidó la razón que le había llevado a salir: quizá para comprar una botella de Guinness o comida tailandesa para llevar. Fuera lo que fuera, se lo habían borrado de la cabeza los espíritus malignos que aparecían en cada esquina, pues el barrio en el que vivía estaba más poblado de niños y de adolescentes que Hexam Place y alrededores. A su entender, estaban por todas partes, con sus capas y sus máscaras, el maquillaje, las pelucas y los cascos. Gritando, bailando y congregándose en las puertas de las casas. No tardó en reconocerlos por lo que eran. Lo que le sorprendía no era tanto que hubiera tantos y que estuvieran juntos, que fueran de la misma edad y que ninguno pareciera un niño de verdad, sino que fueran todos disfrazados como se disfrazan siempre los espíritus malignos. Quizá Peach quería que los destruyera, pero no podía, eran demasiados. Podrían con él.
Se estaba quedando empapado. La lluvia le mojaba el pelo, goteándole sobre la delgada chaqueta. Se marchó a casa con las manos vacías, habiendo olvidado para qué había salido.